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Academo (Asunción)

versión On-line ISSN 2414-8938

Acad. (Asunción) vol.8 no.2 Asuncion dic. 2021

https://doi.org/10.30545/academo.2021.jul-dic.9 

Análisis

El pacto de Casanare y el caso Carimagua. Una lectura multiescalar desde el clientelismo y la colonialidad del poder

The Casanare pact and the Carimagua case. A multilevel reading within pork-barrel and coloniality of power

1 Universitaria Agustiniana. Bogotá, Colombia. E-mail: camila.jimenez@uniagustiniana.edu.co

2 Universitaria Agustiniana. Bogotá, Colombia. E-mail: jose.alvarez@uniagustiniana.edu.co

3 Universitaria Agustiniana. Bogotá, Colombia. E-mail: omarfrederik@gmail.com


RESUMEN

Con el presente artículo se pretende analizar la colonialidad del poder como eje central de las relaciones de dominación que marcaron la primera década del siglo XXI en Colombia, más específicamente estudiando los casos del clientelismo político en zonas periféricas como el Casanare, y el caso Carimagua. Para desarrollar esta investigación, se realizó un análisis documental tomando como referente autores de la filosofía política latinoamericana como Anibal Quijano y Santiago Castro-Gómez quienes a su vez se apoyan en Michel Foucault para definir el concepto de relaciones de poder, y la propuesta de Fernán González en torno a la necesidad de un análisis multiescalar del poder y la violencia, con el fin de proponer una alternativa al análisis tradicional de las relaciones de poder en Colombia.

Palabras clave: Colonialidad del poder; relaciones de poder; clientelismo; Carimagua; perspectiva multiescalar

ABSTRACT

This article aims to analyze the coloniality of power as the central axis of power relations marked in the first decade of the 21st century in Colombia, more specifically studying the cases of political clientelism in peripheral areas such as Casanare, and the Carimagua case. To develop this research, a documentary analysis will be carried out, taking as reference some authors of Latin American political philosophy such as Anibal Quijano and Santiago Castro-Gómez who in turn rely on Michel Foucault to define the concept of power relations. As well as Fernan's González proposal around the need for a multiscalar analysis of power and violence, in order to present an alternative to the traditional analysis of power relations in Colombia.

Keywords: Coloniality of power; relations of power; Carimagua; clientelism; multiscalar reading

INTRODUCCIÓN

A finales de los años noventa inició en Estados Unidos un proyecto de investigación bastante particular, tomando como punto de partida el debate respecto de la modernidad y la posmodernidad, más específicamente sobre las figuras de poder o tal vez la ausencia de las mismas. En este contexto, un grupo de intelectuales conformado por Quijano (1974), Dussel (1977), Escobar (1996), Maldonado-Torres (2007), Castro-Gómez (2009) y Mignolo (1995), entre otros, decidieron situar su estudio en este aspecto consolidando así el Grupo Modernidad / Colonialidad / Descolonialidad.

Este colectivo produjo importantes investigaciones en torno a los fenómenos del sistema mundo moderno/colonial, asumiendo ambas categorías, la modernidad y la colonialidad como necesarias y dependientes para comprender el desarrollo de eventos contemporáneos relacionados con nuevas expresiones de dominación, explotación y conflicto. Inicialmente, realizaron una revisión respecto de los orígenes de la modernidad relacionados con la conquista de América y los procesos de industrialización europeos, haciendo particular énfasis en la estructuración del poder a través del colonialismo y el sistema mundo moderno / capitalista llevándolos a una lectura diferente de la modernidad, bajo la cual se entiende como un fenómeno planetario de relaciones asimétricas de poder.

Ahora bien, si se lee la modernidad, como período histórico de finales del siglo XVII en Europa, consolidada a partir de relaciones de poder asimétricas se hace evidente una dinámica de dominación, bajo la cual se subalternan las prácticas y subjetividades de los pueblos dominados, pero ¿por qué subalternar las prácticas y subjetividades? Desde la lectura del Grupo Modernidad / Colonialidad / Descolonialidad, porque al asumir el eurocentrismo como forma de conocimiento y producción de subjetividades de la modernidad, que sería un claro ejemplo de la presencia de relaciones de poder coloniales, las prácticas del “tercer mundo”, a saber, Latinoamérica deben quedar subordinadas.

Teniendo en cuenta dicho precedente, la pregunta que sigue busca establecer cómo en Colombia se identifica una subordinación colonial de orden contemporáneo en prácticas propias de la última década como el clientelismo, particularmente el pacto de Casanare y el caso de la hacienda Carimagua.

En Colombia, la primera década del siglo XXI estuvo marcada por un crecimiento considerable de las guerrillas, así como su expansión en el territorio nacional y una presencia mucho más fuerte en los cascos urbanos. Así mismo, la estrategia militar, especialmente la de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), pasó de una guerra de guerrillas más o menos tradicional a una guerra de posiciones, es decir, ya no se da un escenario de ataques furtivos que buscan el desgaste del bando opuesto, sino que cada bando asume una posición estática y la defiende, al mismo modo en que se defiende una trinchera. Dicho proceso, a principios del siglo XXI, fue claramente detenido gracias a la política militar de la primera presidencia de Uribe, donde no sólo diezmó a las tropas guerrilleras, sino que las obligó a retornar a su estrategia militar anterior e hizo que se replegaran a zonas más periféricas del territorio.

Así pues, la primera década parece merecer especial atención pues supuso una ruptura clara con la década anterior. En consecuencia, el objeto de este escrito es presentar una lectura de algunas prácticas y episodios de la historia reciente de Colombia, a saber, el clientelismo como fenómeno de favores en retorno de un bien específico, como puede ser el voto en el caso de procesos electorales, en zonas periféricas como el Casanare y el caso Carimagua, a través de la mirada de la teoría social crítica y más precisamente de la perspectiva multiescalar y la relación de los conceptos de colonialidad del poder y relaciones de poder.

El clientelismo

El clientelismo es una práctica que se ha presentado en la historia de Colombia desde la Colonia. Es así como en sus primeras manifestaciones -en lo que se conoce como clientelismo tradicional- aparecen los patrones, gamonales y hacendados ofreciendo protección y tierras cultivables a quienes carecían de ellas. Esto con el fin de obtener tributos, fidelidad y lealtad. En la actualidad se habla de un clientelismo de mercado en el que se destaca la distribución de tierras, el intercambio de favores a través de dádivas políticas, beneficios económicos, cargos administrativos, reformas de justicia, entre otros (Zapata, 2016).

Este clientelismo de mercado, visto como fenómeno político, es considerado una forma de vida como lo exponen García y Revelo (2010), y tiene su origen en la colonialidad. Para García y Revelo (2010), Colombia ha sido más territorio que Estado, es decir que la administración estatal colombiana se ha quedado corta frente al territorio que debe administrar, razón por la cual, históricamente se observa la delegación de curas, gamonales o hacendados para ejercer poder y autoridad en sitios donde geográficamente no ha podido llegar el poder central. Este hecho ha permitido que se generen formas de gobierno que responden a intereses clientelistas, así pues, mientras que en la colonia se observaban relaciones de desigualdad entre el encomendero y los indígenas, en la actualidad - con el clientelismo de mercado- se tiene a los políticos como los principales protagonistas que obtienen los recursos para sí mismos con ayuda de reformas institucionales: la descentralización, elección popular y los mecanismos de participación.

El clientelismo que se gesta en los territorios o regiones apartadas del Estado posibilita que personas con gran poder económico busquen ejercer cargos administrativos que les permita mejorar sus propios ingresos y establecer una dinámica de poder que beneficie a los suyos. Este clientelismo busca el bienestar particular de los que están a cargo en representación del Estado y que en concordancia con la historia colombiana se ve también en la época colonial. Así lo presenta Fajardo (2002), citando a Stein y Stein (1970), en su artículo La corrupción heredada: pasado colonial, sistema legal y desarrollo económico en Colombia,

En el siglo XVII los hombres más destacados buscaron la administración colonial por la oportunidad que ésta representaba de crear fortunas para ellos mismos, para los miembros de sus familias extendidas y para su clientela […] La venalidad y la corrupción se volvieron generalizadas, institucionalizadas y legitimadas al tiempo que el empleo en la burocracia colonial se convirtió en una fuente principal de ingreso y posición social para la aristocracia española.

Esta cita (Fajardo, 2002) entrevé lo que se conoce hoy en día como la captura del Estado en Colombia. Durante las dos últimas décadas se observa que el clientelismo en el país colombiano no sólo fortaleció a las élites, sino que debilitó las instituciones, hasta el punto que se puede hablar de una captura del estado tanto legal como ilegal (Fajardo, 2002). La captura del Estado de forma legal hace referencia a las maneras de apoderarse de cargos públicos, administrativos, ejecutivos, judiciales que el mismo gobierno en las dos últimas décadas creó mediante mecanismos aparentemente legales, como algunas reformas institucionales, que después se consideraron inconstitucionales. Y la captura del Estado de forma ilegal refiere al clientelismo armado que se genera en regiones marcadas por la violencia y el conflicto armado en las que el poder ha sido tomado por guerrillas, paramilitares, narcotraficantes o grupos delincuenciales.

En las zonas de conflicto, expuestas a grupos subversivos o delincuenciales se produce el clientelismo armado con la particularidad que busca la captura del estado con fines, no sólo lucrativos o aspiraciones de poder, sino que existe el deseo profundo de reducir el riesgo de su práctica ilegal y enmarcarla en términos de legitimidad política y reconocimiento social. La captura del Estado, en las dos últimas décadas, no es vista como una fuerza externa que aparece para adueñarse del Estado, sino que es una fuerza que empieza a originarse desde adentro, es decir desde la localidad, favoreciéndose de la poca o nada vigilancia del poder estatal. Al igual que en la colonia las reglas estaban fundadas, pero no se acataban “[n]o sólo los mandatos reales especiales, sino las normas y regulaciones generales eran frecuentemente ignoradas en la práctica por funcionarios coloniales, quienes contando con la distancia y el aislamiento a su favor, esperaban poder hacerlo con impunidad” (Haring, 1947, p.123)

El pacto de Casanare

Casanare es uno de los casos que responde a las características de la captación del Estado, no solo porque es un departamento que está distanciado geográficamente, y que ha estado vigilado por grupos armados fuera de la ley, sino también porque tiene recursos (petróleo) que son atractivos tanto para los grupos legales, como también para los grupos ilegales. Una de las prácticas más comunes es la extracción de minerales, desde el tiempo de la colonia hasta el día de hoy, la acción de explotar los recursos naturales es una de las prácticas que generan mayor rentabilidad. Los beneficios que genera la extracción posibilitan la competencia entre algunos actores políticos e igualmente entre grupos armados, para obtener el control y el dominio del proceso de extracción con fines de apropiación de las rentas que esta práctica trae consigo. Bernardo Pérez Salazar (2011), presenta en uno de los capítulos del libro, La economía de los paramilitares: redes de corrupción, negocios y política, el panorama de lo que ha sido la captura de las rentas públicas en los Llanos Orientales y como desde mediados del siglo XX diversos actores han controlado, explotado y divido el territorio beneficiándose de la explotación de los recursos naturales.

Para beneficiarse del proceso de extracción de los recursos naturales, es importante generar acuerdos entre los diversos actores que confluyen en el poder, de esta manera en los Llanos Orientales se crea un orden extractivo con características clientelistas en las que funcionarios públicos, de orden regional o nacional, establecen alianzas con diferentes proyectos criminales, favoreciendo a ambas partes.

[…] el control de porciones del territorio, su población y recursos públicos -incluido el poder de extraer rentas y administrar justicia-, se negocian o se ceden de hecho a coaliciones de poder, muchas veces irregulares y carentes de cualquier representatividad social, a cambio de votos y sobornos, bien para hacer la guerra, aumentar patrimonios privados o garantizar continuidad del control de las élites nacionales sobre el aparato estatal del orden nacional. Impunidad y protección son favores adicionales que se intercambian en ambas vías, para garantizar la viabilidad y sostenibilidad de este arreglo infame.[…] (Pérez Salazar, 2011, p. 128).

Esta práctica clientelista es favorecida por la ubicación geográfica. Las difíciles vías de acceso y la delegación del poder central a agentes locales, facilitan que este tipo de explotaciones y acuerdos sean llevados a cabo, incluso favorecen a otro tipo de prácticas delictivas tales como el secuestro, extorsión, sabotajes electorales, entre otros. Así han salido a la luz pública, acuerdos al margen de la ley, entre proyectos criminales y los agentes políticos. Uno de esos acuerdos es el llamado “Pacto de Casanare”, en el que se establece ceder a los paramilitares Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), grupo paramilitar conformado a finales de los años 70 bajo el mando de Héctor José Buitrago Rodríguez, por parte de los candidatos a las alcaldías de los municipios de Villanueva, Maní, Tauramena, Sabanalarga, Aguazul y Monterrey, el 50 por ciento del presupuesto de los municipios mencionados y el 10 por ciento de los contratos que se ejecuten durante la administración de sus dirigentes. La Corte Suprema de Justicia (4 de diciembre 2013), expone los siguientes hechos:

En el año 2003, integrantes del grupo denominado Autodefensas Campesinas del Casanare, ACC, contactaron a Raúl Cabrera Barreto, Henry Montes Montes, Jorge Eliécer López Barreto, Mauricio Esteban Chaparro Barrera, Leonel Roberto Torres Arias y Aleyder Castañeda Ávila, entonces candidatos a las alcaldías de los municipios de Villanueva, Maní, Tauramena, Sabanalarga, Aguazul y Monterrey, Departamento del Casanare, con la finalidad de que suscribieran, como en efecto lo hicieron, un documento en el cual se comprometían a respaldar un proceso de paz entre el Gobierno Nacional y el mencionado grupo paramilitar, apoyar públicamente a este último, generar ‘manejo político’ entre la citada agrupación y las autoridades militares, de policía y gubernamentales, asignarles a las ACC cuotas políticas y burocráticas, realizar el empalme con la administración anterior para la terminación de obras, emprender una buena gestión de los recursos del municipio, crear un fondo destinado a los desmovilizados del citado colectivo ilegal, proveer al mejoramiento del sector salud en beneficio de la población civil y las autodefensas, cederle a estas el manejo del 50% del presupuesto municipal, aportarle el 10% de cualquier contratación, asistir a las convocatorias públicas del grupo armado, permitirle la orientación en la construcción de obras, afiliarse al partido político de las ACC y cumplir los programas de gobierno. (Corte Suprema de Justicia, 2013, p.32)

Los acuerdos clientelistas, dados en el Pacto de Casanare, son una muestra de muchos otros convenios a los que llegaron los paramilitares con algunos políticos en los Llanos Orientales. Esta práctica permitió que la región estuviera sometida al dominio armado de uno de los grandes jefes paramilitares “Martín Llanos”, de nombre Héctor Germán Buitrago Parada, es considerado como el último de los grandes jefes del paramilitarismo, fue capturado en el año 2012 y entre los cargos que se le imputaron se encuentran: homicidio, concierto para delinquir, desaparición forzada, secuestro extorsivo, tortura, narcotráfico, terrorismo, y otros. Estuvo a cargo de varios arreglos políticos, incluyendo el Pacto de Casanare. La estrategia de Llanos consistía en influir en la selección de las personas que asumirían las responsabilidades públicas mediante la elección popular, de esta manera llegaba a acuerdos con candidatos locales, departamentales e incluso nacionales, promoviendo con ello una clase política corrupta y degradada que establecía alianzas con jefes paramilitares, creando vínculos denunciados e investigados, conocidos hoy en día como “Parapolítica”. Este clientelismo armado, evidenciado entre grupos paramilitares y políticos, da certeza de los beneficios que se adquieren entre las partes, como el control paramilitar de la zona, apoderamiento de la producción, control de las elecciones, aseguramiento en cargos públicos y la protección para los políticos que establecían alianzas con los paramilitares. A continuación, se exponen, por los 14 puntos que constituían el “Pacto de Casanare” (Corte Suprema de Justicia, 2013, p.47):

1. Respaldo total con el proceso de paz que se adelanta en el gobierno.

2. Respaldo en plaza pública a la Autodefensa Campesina de Casanare (ACC).

3. Manejo político frente a autoridades como policía, ejército, todas las organizaciones militares que tengan que ver con el gobierno en bien de las ACC.

4. Cuotas políticas como personería, secretarías de gobierno y demás cargos.

5. Empalme administrativo con los actuales alcaldes para terminación de obras.

6. Una buena gestión de recursos para el municipio.

7. Hacer un banco de recursos para la desmovilización de nuestras tropas.

8. Mejoramiento en el sector salud tanto para la población civil como para las ACC. Buena adecuación de hospitales, puestos de salud, etc.

9. Manejo por parte de la organización ACC del 50% del presupuesto municipal.

10. Aportes del 10% de cuotas de toda contratación.

11. Asistencia a todas las convocatorias públicas que haga ACC de obligatorio cumplimiento.

12. Orientación por parte de las ACC en la construcción de las obras.

13. Afiliarse al nuevo partido político de la ACC.

14. Cumplimiento de su programa de gobierno…’.

Las irregularidades dadas en los Llanos Orientales, como se ha dicho, responden a características clientelistas, con los 14 puntos acordados entre los candidatos a algunas alcaldías de Casanare y las ACC, se garantizaba que los candidatos que resultaran elegidos debían cumplir dicho pacto, comprometiendo los recursos estatales, el presupuesto de los municipios, asegurando el gabinete municipal y acabando con los principios de la contratación administrativa. Cabe mencionar, que los políticos involucrados en el pacto mencionado fueron sentenciados por la Corte Suprema, y que este acuerdo -“Pacto de Casanare” - se llevó a cabo cuando los condenados eran candidatos a las alcaldías y que gracias a esta alianza alcanzaron a formar parte del gobierno municipal en Casanare. Con la práctica de este clientelismo armado se observa que los terratenientes y gamonales fueron suplantados por los políticos y paramilitares que aseguraron el poder mediante acuerdos al margen de la ley.

El caso Carimagua

Por su parte, el caso de la hacienda Carimagua es particularmente interesante para nuestra lectura en la medida en que pone en escena, por un lado, rasgos claros del ejercicio colonial del poder y además deja en evidencia la dimensión multiescalar del Estado y del poder. Esta hacienda es un terreno de miles de hectáreas, ubicado en el departamento del Meta. Debido a sus condiciones físicas, su riqueza en materia de biodiversidad y ubicación geográfica, el terreno fue inicialmente utilizado por el Centro Nacional de Investigaciones Agropecuarias (CINA) para realizar estudios sobre agricultura y ganadería, con un énfasis en técnicas de siembra e impacto ambiental. Sin embargo, hacia 1987 esta labor fue interrumpida por la incursión de grupos armados en la hacienda, lo que generó grandes pérdidas económicas y humanas, llevando a que el CINA, junto con otros centros de investigación, optara por reducir poco a poco su intervención en el sector (López, 2008).

Posteriormente, en el 2004, mediante el Acuerdo 05 del 30 de septiembre el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), organismo adscrito al Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, se decidió que los predios de la hacienda Carimagua serían destinados a la reparación y la atención de poblaciones desplazadas. La idea entonces era transferir los predios al Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER) para que fueran utilizados para el “Programa de asentamiento de desplazados reincorporados orientado a brindar opciones productivas y de futuro a familias afectadas por la violencia” (López, 2008, p. 15). Este documento fue firmado por el entonces ministro de la Agricultura, Andrés Felipe Arias. Este acto seguía el concepto de Corte Constitucional, expresado la sentencia T-025 del 2004 de la Corte Constitucional (Colombia, 2004) en la que dictamina que “en todos los niveles de la política pública de atención a la población desplazada existen problemas graves relacionados con la capacidad institucional del Estado para proteger los derechos de la población desplazada”. Ahora bien, cuatro años más tarde, en 2008, Arias reveló que el Incoder y el ministerio de la Agricultura, con Arias todavía a su cabeza, pretendían ceder las 17000 hectáreas de Carimagua a empresarios del sector agroindustrial. Se habrían presentado, en principio, cuatro empresas del sector palmicultor (El Tiempo, 2008a), y ya en ese momento tendría un cronograma definido y estaría a punto de culminar. Este hecho desató una polémica considerable en la esfera pública, así como el descontento de la población desplazada reunida en particular de aquella organizada en la Coordinadora Nacional de Desplazados como bien lo expresa Héctor Mondragón, asesor de movimientos campesinos, indígenas y afrodescendientes (2008):

“El gobierno de Uribe y Ministro Arias en particular, pretenden que se olvide que los desplazados son víctimas de un delito y no pueden ser tratadas como cualquier persona sin tierra, que ‘voluntariamente’ solicita ser incluida en un proyecto. Son personas que tienen unos derechos adquiridos a la indemnización y a la restitución, por su calidad de víctimas de un crimen, derechos que el estado debe garantizar y que en este caso no solamente desconoce sino que invierte, institucionalizando la conversión del desplazamiento en mina de mano de obra barata.”

Tanto la posición de las organizaciones de desplazados como el conflicto en la oposición pública, sin olvidar las acciones de algunas bancadas del congreso, en particular la del partido liberal, así como los conceptos de la Procuraduría, hicieron que la licitación se suspendiera y casi le cuestan la cabeza al ministro Arias. Así expuesto, el caso de la hacienda Carimagua parece ya interesante. Pero cuando tenemos en cuenta por un lado las justificaciones dadas por el ministro, así como la manera en que los medios masivos constituyeron el debate en la esfera pública, este acontecimiento se torna particularmente rico para presentar nuestro propósito.

Parece manifiesto que la decisión de otorgar dichas tierras durante cincuenta años a empresas del sector agroindustrial fue una elección que iba, prima facie, en contra de la sentencia de la Corte Constitucional y de los intereses básicos de los primeros afectados, a saber, los desplazados. Es entonces evidente que dicha política pública necesitaba de una buena justificación. Ésta estuvo compuesta esencialmente de las siguientes razones. “a) La infraestructura necesaria para sacar el mejor provecho de los terrenos, b) los montos de inversión necesarios y por lo tanto la conveniencia de entregar los terrenos directamente a los desplazados, y c) la calidad y acidez de los suelos.” (Avella, 2016, p. 182). Así pues, lo que parece pretender justificar la decisión de cambiar el uso de la hacienda es que los desplazados no estarían en la capacidad de utilizarla plenamente para satisfacer adecuadamente sus necesidades básicas y generar producción. Esto se hace evidente en las declaraciones del ministro Arias, “sacarle recursos a ese predio [a través de la licitación] genera más recursos que entregárselo a desplazados” (Arias, 2008)” o de las del Presidente Uribe, “Tememos que si simplemente se distribuyen en pequeñas parcelas, eso se vuelva rastrojo y rancherío de pobreza e improductivo” (Avendaño, 2008). De este modo, la propuesta del gobierno, defendida por el ministro fue diáfana: “Creo que no podemos ser irresponsables al entregar unas tierras que no les van a servir a los campesinos y que con seguridad su destino será el rastrojo. Otra cosa distinta es si le damos un carácter empresarial para desarrollo de la zona” (El Tiempo, 2008b).

Vemos así varios elementos. Por un lado, tenemos a varias ramas del Estado central que se afrontan, pero sobre todo vemos a una visión que emana desde las élites del centro del país que se confronta con los intereses de los habitantes de la periferia. Pero, además, esta confrontación de las diferentes escalas del Estado parece estar atravesada por estructuras netamente coloniales. Es interesante señalar que la naturaleza de dichas estructuras era ya manifiestas en ese momento:

El modelo Carimagua es una adaptación perversa del instaurado por los sultanes malayos, ya que aprovecha la tragedia del desplazamiento para instaurarse y para diluir las relaciones laborales en un contrato de aparcería, en que los trabajadores desplazados quedan a merced de las empresas uribistas que concursan con proyectos productivos para beneficiarse de tierras del estado.

[…]

Si en la colonia los mercaderes portugueses e ingleses arrancaban de África y ponían a disposición de los antepasados de la actual aristocracia uribista a miles de africanos secuestrados al otro lado del Atlántico; la guerra actual ha secuestrado a más de 4 millones de personas quitándoles la tierra y el territorio y atándolas a la cadena de los empresarios.

El ‘nuevo’ proyecto de Carimagua es pues la institucionalización de este nuevo modelo esclavista (Mondragón, 2008, párr. 5 y 9).

Claro está que la comparación que hace Mondragón puede ser un poco extrema. Los horrores de la colonia y el comercio triangular no sabrían medirse con el caso de la hacienda Carimagua. Pero el hecho de que la comparación haya sido realizada es ya digno de ser mencionado. Más aún si la extensión del perjuicio moral de la colonia parece claramente mayor, la estructura y parte de la justificación del mismo parecen tener un claro eco en el caso que nos ocupa. Cuando se sugiere que por el bien del país también por el bien de los desplazados lo mejor que se puede hacer es ceder esos terrenos a los grandes grupos agroindustriales pues no sólo estos están en capacidad de hacer un mejor uso de ellos sino que además le otorgaran a los campesinos desplazados la oportunidad de aprender a cultivar la tierra así como una manera de ganarse el sustento, se evidencia una clara analogía con la lógica colonial que sugería que las instituciones de la época eran en parte por el bien de los colonizados pues el colono sabía que era lo mejor para este el conquistado.

Por demás, el escenario Carimagua pone de presente la oposición entre un saber que podríamos llamar técnico y otro que podríamos denominar tradicional. Como sugirió el ministro Arias en su momento, el campesino no sabe trabajar la tierra como debería mientras que las grandes empresas, que vienen del centro del país imbuidas con un saber técnico y científico, están en capacidad de hacerlo de manera adecuada. En ello, es posible identificar, como en la colonia, un sector que claramente goza de una situación de poder posee un conocimiento técnico que estima y presenta como superior respecto de aquel sector donde se ubica el campesino desplazado, luego aquel con el conocimiento, la técnica y el desarrollo, sabe lo que es mejor, no solo en términos técnicos sino éticos. Pasando por encima de la perspectiva de los derechos, el proyecto de concesión de la hacienda Carimagua estimó que no sólo la mejor decisión sino la buena decisión para la vida de los campesinos era que se convirtiesen en empleados de empresas palmicultoras en vez de manejar la tierra, conforme les correspondía por derecho, como bien les pareciera.

Esta visión colonial se tuvo presente en las decisiones del gobierno, sino que, además, terminó por influir a aquellos que pretendían defender por intereses de los desplazados (Avella, 2016). La voz de estos nunca parece haber ocupado un espacio en la esfera pública además de aquella que los medios masivos o algunos funcionarios decidieron representar. Por ejemplo, cuando se discutió en torno a la acidez de las tierras de la hacienda jamás parece habérsele preguntado a los campesinos, aquellos que de hecho viven de cultivarlas, si esos terrenos eran o no aptos para el sustento. Como lo recoge Avella (2016, p. 183-184) en el debate en torno a la acidez, únicamente el saber digamos técnico tuvo algo que decir. Luego el poder colonial se presenta inevitablemente a través de la relegación de los saberes tradicionales por los saberes instrumentales, técnicos y científicos.

En esa misma línea, cuando se lee lo expuesto por el funcionario de Corpoica entrevistado por El Tiempo (2008a), para su artículo El tema de Carimagua se debate entre la razón y el corazón¸ citado por Avella (2016, p. 183), se observa el mismo dominio de lo tecnificado sobre lo tradicional y, en este caso, lo humano:

si no se desarrolla un proyecto agroindustrial no habrá frutos, pues los suelos necesitan altas inversiones para ser realmente productivos. Debemos aprovechar la tierra y dar empleo para que vivan en condiciones dignas y aprovechar la tierra para que se convierta en un polo de desarrollo.

Así pues, como menciona Avella (2016), se ofrece un sesgo económico que pone razones técnicas y financieras por encima de las razones humanas y los principios de solidaridad y subsidiariedad que el Estado debe atender, particularmente en el caso de las víctimas. “El sesgo mencionado coloca en una balanza la razón y cordura de una decisión tomada a partir de aspectos técnicos y financieros, frente al corazón o la sinrazón de tomar una decisión tendiente exclusivamente a resarcir a las víctimas” (p. 183).

El autor tiene seguramente razón, pero lo que no parece notar es que aquello que está en juego en esa lectura de lo que acontece, aquello que se opone corresponde perfectamente con una matriz profundamente colonialista. La visión de mundo que corresponde con el dominante es caracterizada como aquella de la razón mientras que la del dominado es la del corazón, la irracionalidad, la emoción. Evidentemente la primera es la buena manera de tomar decisiones y de vivir mientras que la segunda es inferior. Así pues, la voz del dominado no sólo es callada, sino que además se le atribuyen ontológicamente características morales consideradas como inferiores.

En el caso de la hacienda Carimagua parecen entonces ponerse en juego dinámicas coloniales del poder en las que por un lado se observa la razón de los dominantes que es presentada como independiente de todo valor político y moral obedeciendo únicamente a razones técnicas, objetivas. Además, el dominado pierde toda capacidad por un lado de formular para sí mismo los fines adecuados. Adicionalmente, los medios a disposición de éste, aquello que llamamos un saber digamos tradicional, no sólo no adecuados para el fin determinado por el centro de poder, sino que además son presentados como moralmente inferiores, pues sería irresponsable, como lo dijo el ministro Arias, dejar los terrenos en manos de los campesinos desplazados. Finalmente, en la esfera pública, la voz de los principales afectados fue remplazada unilateralmente por funcionarios y periodistas que además parecen haber integrado y reproducido el ejercicio colonial del poder.

La colonialidad del poder

Teniendo en cuenta los casos mencionados y la recurrente mención a la colonialidad y el poder colonial como categorías presentes en ambos, es preciso tomar un momento para explicar brevemente en qué consisten estos conceptos y exponer cuál es su relación, de forma directa, con los casos hasta el momento referidos.

Al hablar de colonialidad del poder, es indispensable tener claridad respecto de lo que la colonialidad es. Para ello el trabajo de Mignolo (2000) en su obra Coloniality, Subaltern knowledges, and Border Thinking es fundamental, ya que la introducción de los conceptos de colonialidad y colonialidad del poder se hace desde la metáfora del sistema mundo que ofrece la modernidad. Para Mignolo, la colonialidad existe en el trasfondo de la modernidad, es “su cara oculta” y obedece a esos escenarios de la modernidad donde la razón instrumental se sitúa por encima de saberes tradicionales, no científicos, propios del conocimiento popular. La razón instrumental se encarga entonces de deslegitimar los conocimientos subalternos, que no son necesariamente producto de un método científico o de un proceso de racionalidad riguroso. En este escenario se observa cómo la colonialidad del poder ofrece una relación de dominación epistémica, fácilmente entendible como una expresión de la hegemonía del conocimiento occidental. Y ¿por qué esta referencia a la colonialidad en el conocimiento es importante? Porque Mignolo sugiere que, en los procesos de colonización, no es solamente una colonización del territorio sino también una colonización de las ideologías y sistemas de pensamiento que existían en dichos territorios antes de ser colonizados.

Mignolo, apoyándose en Ribeiro (1968), sostiene que de la misma manera en que los europeos llevaron nuevas técnicas e inventos a través de su red de dominación, llevaron un nuevo equipo de conceptos, preconceptos e idiosincrasia a los colonizados. Luego la colonialidad del poder se expresa en todas las dimensiones del ser humano y sería válido afirmar que la relación establecida por Mignolo entre la modernidad y la colonialidad es legítima, dado que la modernidad trajo consigo el auge de la razón instrumental y la necesidad de emplearla en todas las esferas del desarrollo social, y trajo consigo los mismos procesos que ofrece el colonialismo. Reforzando esta idea, Maldonado-Torres (2007) en su artículo Sobre la Colonialidad del Ser, explica que la colonialidad se entiende como un patrón de poder que resulta del colonialismo, que emerge en el contexto socio histórico del descubrimiento y se concentra en ejes específicos de poder, a saber, la raza y la estructura del control de trabajo y recursos, ésta última entendida como un sistema de dominación.

Aclaremos entonces el surgimiento de la colonialidad, se da como consecuencia del colonialismo, en el escenario de la modernidad, y que refiere en sí mismo una relación política y económica donde la soberanía de un pueblo reside en el poder de otro, razón por la cual sólo puede darse en el contexto del descubrimiento, particularmente, cuando se inicia un proceso de dominación mediante el cual el ejercicio del poder de los conquistados ya no es propio y auténtico sino subyugado y alienado.

Por otra parte, se establecen evidencias de la colonialidad del poder a través de la introducción del concepto de raza. La raza, por ejemplo, en tanto las características biológicas de los conquistadores diferían claramente de las de aquellos que residían en el “nuevo continente” -Término utilizado comúnmente para referir América Latina en la época del descubrimiento-, su posición en un orden jerárquico sería, naturalmente, inferior y, por consiguiente, no podían considerarse como iguales sino por el contrario como subordinados. Así mismo, al identificar las formas de control de trabajo y recursos existentes en el nuevo mundo vieron la posibilidad de establecer un nuevo orden regido por un nuevo patrón de poder, que en último término se identifica con una relación de dominación. Tal y como lo expresó Ribeiro (1968)

Los colonizados además de haber sido privados de sus propias riquezas y frutos de su labor, sufrieron la degradación de asumir su propia imagen como la imagen que debía ser reflejo de la visión europea del mundo, y ello consideraba a los colonizados racialmente inferiores porque eran negros, Amerindios, o mestizos. (p. 63)

De alguna manera lo que sucedió fue el establecimiento formal del patrón de dominación colonial soportado en jerarquías fundadas en las mismas relaciones sociales. Se estructuró la sociedad pensando en quién domina a quién y a quién le corresponde qué rol dentro de la sociedad, de acuerdo con su clasificación racial. Nuevas relaciones de trabajo, cimentadas en el novedoso concepto de raza, aparecen también, todas con miras a favorecer el esplendor del mercado mundial, permitiendo el surgimiento del capital como eje fundamental. Ambas categorías, el control de trabajo y la raza, se convirtieron entonces en instancias dependientes la una de la otra, y en soporte mutuo del argumento de una jerarquía social que necesariamente agrupaba a unos como dominados y a otros como dominadores.

Resulta pues que aquello que se designa con el nombre de colonialidad del poder no es otra cosa que la interrelación entre formas modernas de explotación y dominación, tal y como sugiere Maldonado-Torres (2007). Y cuando aparece el concepto de poder es imperativo hablar de cómo este se encuentra a la base de las relaciones sociales. Para ello, hemos tomado como apoyo el análisis que hace Foucault del poder, quien entenderá el poder como una forma de los individuos de relacionarse y en ese sentido se habla de las relaciones de poder entre individuos que actúan sobre las acciones de otros, es decir, se establece un reconocimiento y mantenimiento de la capacidad de actuar de los individuos y se ofrece la posibilidad de que en dicha capacidad de actuar el poder de uno conduzca las acciones de otro. De este modo sería posible entender las relaciones de poder como componente fundamental del tejido social jerárquico puesto que en tanto jerárquico hay posiciones superiores e inferiores, co-dependientes, donde la una no existe sin la otra, y en ese sentido puede leerse el escenario de la colonialidad del que hemos hablado, por cuanto la figura del conquistador no se hace presente sino en la imagen del conquistado.

Por su parte, Quijano (2014) propone que las relaciones de poder se dan condicionadas a tres elementos: la dominación, la explotación y el conflicto, que a su vez ejercen sobre las diferentes esferas de la estructura social, a saber, el trabajo, el sexo, la subjetividad/intersubjetividad, la autoridad colectiva y la naturaleza. La dominación entendida como el control que algunos pueden ejercer sobre el comportamiento de otros; la explotación, apelando estrictamente a la esfera del trabajo, supone que el trabajo de unos debe darse en función de otros sin que los primeros obtengan beneficio; y el conflicto, subyacente a todas las esferas de la experiencia social y vinculado directamente con la dominación y la explotación por cuanto establece un escenario de lucha por valores, estatus, poder y/o recursos.

Ahora bien, teniendo en cuenta las contextualizaciones que se ofrecen de la colonialidad del poder y las relaciones de poder, es posible trazar una línea directa con los casos expuestos anteriormente, el pacto de Casanare y la hacienda Carimagua. Si bien el pacto de Casanare es un claro ejemplo de clientelismo, éste mismo es a su vez evidencia de las relaciones de poder colonial que subyacen a los escenarios de favores políticos, donde aquellos con el estatus y el poder otorgan a otros una condición de ventaja o de beneficio por encima de la legalidad de sus acciones y de los derechos de los demás individuos que pueden estar involucrados. Por su parte, el caso de la hacienda Carimagua pone de presente esas mismas relaciones de poder colonial que expone Quijano, la dominación, la explotación y el conflicto.

De este modo, sería adecuado, aunque atrevido, suponer que muchas de las instituciones hoy establecidas, como el Estado, son fruto de las relaciones de poder colonial, de alguna manera son producto de un proceso de legitimación del poder con la dominación como elemento mediador de la experiencia social, como en el caso del trabajo. Sin embargo, esta afirmación puede ofrecer diferentes dificultades y por ello se introduce un análisis desde la perspectiva multi-escalar que plantea el historiador y politólogo, Fernán González (2014).

Una perspectiva multiescalar del poder en Colombia

Hasta el momento hemos intentado presentar una aproximación a casos particulares de la historia de nuestro país en las últimas décadas, desde el análisis de la categoría de colonialidad ofreciendo la base de una matriz conceptual para proponer una nueva perspectiva de interpretación en torno a escenarios como el del pacto de Casanare y la haciendo Carimagua. Pero, en la medida en que lo que nos proponemos es leer acontecimientos y no únicamente conceptos o argumentos, un conjunto de herramientas conceptuales no serían suficientes para justificar nuestra lectura. Así pues, parece necesario reflexionar en torno a la perspectiva a partir de la cual se organizan, se enmarcan, los acontecimientos que nos interesan antes de proponer nuestra interpretación.

Para esto recurriremos a lo que Fernán González llama una perspectiva multi-escalar del estado y del poder (2014) “basada en la continua interacción entre nación, región y localidades” (p. 26). Esta perspectiva viene marcada por un trabajo interdisciplinar, entre la Antropología, la Sociología Política, la Historia, la Ciencia Política, entre otras, que ofrece la posibilidad de construir un modelo histórico y relacional donde la violencia política se relaciona directamente con los procesos de formación del Estado colombiano y permite ver la violencia como un fenómeno permeado por factores estructurales y subjetivos. En ese sentido esta perspectiva permite observar la consolidación de un Estado desde la violencia y, para efectos de este artículo, desde las prácticas de la colonialidad del poder.

Por un lado, se ha pensado al Estado colombiano como un estado fallido. En una entrevista hecha a González en el 2014 por la revista Semana, él expone que la idea de un estado fallido fue presentada originalmente por las Naciones Unidas para hablar de las razones por las cuales ciertas reformas no fueron exitosas en el continente africano. Sin embargo, hasta aquí el concepto de Estado fallido no es claro, en particular porque no es clara la diferencia entre un estado débil y uno fallido. Hacia el 2005, el centro de estudios de la organización Fund for Peace, determinó ciertos parámetros que podrían categorizar a un Estado como fallido, aunque recientemente cambió dicha categorización a la Estado frágil, dentro de los cuales se encuentran: la incapacidad del Estado para cubrir las necesidades básicas de sus habitantes, la pérdida del control físico del territorio y el deterioro de la autoridad legítima como capaz de tomar las decisiones necesarias para garantizar el bienestar de los ciudadanos, entre otros. Evaluando estos tres parámetros respecto de la realidad colombiana, y tomando como referencia los casos mencionados del pacto de Casanare y la hacienda Carimagua, considerar el Estado colombiano como un Estado fallido sería una conclusión evidente.

Esta interpretación del Estado y la historia nacional puede considerarse inadecuada desde la generalidad, más es importante recordar que nuestro análisis se basa en las últimas décadas, donde el Estado ha sido incapaz de comportarse, a cabalidad, como tal. Ahora bien, otra interpretación de la década que nos ocupa afirma que no se trata tanto de un estado fallido, sino de un Estado que ha sido co-optado por intereses y fuerzas que no serían legítimas. La idea central acá es que entre los años 1990 y 2009, una parte considerable de representantes en los cargos públicos tanto de elección popular como los demás, fueron capturados por grupos al margen de la ley, en particular por los paramilitares y organizaciones mafiosas, con el fin de evidenciar las dificultades de autoridad que el Estado estaba teniendo, así como de entorpecer la presencia misma del Estado en diferentes territorios del país. Cabe señalar que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las FARC también habrían participado de este proceso, pero a nivel local y se concentraron sobretodo en dificultar los procesos electorales. Por el contrario, otro tipo de organizaciones habría contado con cuotas en todos los niveles del poder. Así pues, dichos grupos habrían consolidado estructuras de poder para instrumentalizar a los aparatos del Estado, y así proteger sus intereses criminales.

Esto parece llevar a los investigadores a pensar que los principios ideológicos de los paramilitares, así como los de las guerrillas no serían más “mitos olvidados” (González, 2014, p. 46) que otra cosa pues la manera es que estas organizaciones capitalizaron su mano sobre los asuntos públicos parece haber garantizado intereses más criminales que políticos. A través de diferentes modalidades de captura del Estado, como el clientelismo, los aparatos gubernamentales vinieron a servir a las organizaciones criminales: “ellos cumplieron una función de encubrimiento, reducción de la exposición penal y provisión de impunidad a sus socios ilegales” (González, 2014, p. 46) entre otros.

Ahora bien, considerar el Estado bien como fallido, bien como co-optado, supone una concepción monolítica del Estado y del estado-nación, es decir, asume que hay una centralización del poder y que hay en efecto una cohesión perfecta del Estado. Y, de acuerdo con la propuesta de González, ello genera una problemática importante, pues la premisa central es que el Estado colombiano se caracteriza por tener una presencia diferenciada regionalmente, luego de entrada no es fallido, ni necesariamente co-optado.

Para afrontar estos diversos matices del problema de las relaciones entre los ámbitos local, regional y nacional del poder parece importante contrastar la observación histórica de los procesos de construcción del Estado con el comportamiento cotidiano de la población frente a la Política (…) [y así superar] tanto la mirada abstracta y estatalizante de la Política como la exaltación de los poderes locales y la renuencia a aceptar la regulación estatal: se insiste así en que el Estado no es una construcción suprahistórica o supracultural, ni una entidad separada o independiente de la sociedad, sino que está imbuido en la cultura y en una densa gama de relaciones sociales locales (González, 2014, p. 23).

Con esta nueva visión, que concibe al Estado y al poder como dispositivos discretos, las perspectivas antes expuestas parecen maneras inadecuadas de entender los acontecimientos que buscan interpretar. Por un lado, para poder afirmar que el Estado colombiano es un Estado fallido es necesario pensarlo como una entidad homogénea y a la política desde un punto de vista bien determinado, el del estado-nación. De ahí que parezca complicado distinguir claramente un estado débil de un estado fallido, por ejemplo. Al suponer que la presencia del estado y el ejercicio del poder pueden ser diferenciados, no continuo y que el pueblo soberano no necesariamente obedece a un mismo núcleo de intereses ni a un conjunto homogéneo de características, parecería que la idea de un Estado fallido pierde considerablemente su utilidad como horizonte de interpretación. Por otro lado, la afirmación según la cual el Estado habría sido co-optado por intereses criminales parece olvidar que lo que cuenta como la constitución del Estado en Colombia no debería limitarse al poder central, que la presencia del estado en las regiones se ha hecho a partir de una perpetua negociación de diversos tipos de actores y grupos de interés. Así pues, no parece evidente, por ejemplo, que se pueda considerar que los intereses de las mafias hayan convergido con aquellos de las clases políticas. Primero, porque los intereses de las figuras políticas de las regiones no necesariamente coinciden con los de las nacionales. Y segundo, porque parece complicado, si la tesis de la co-optación del Estado fuera enteramente cierta, explicar algunos hechos, como que no haya habido una bancada paramilitar unificada en el congreso o que los para o narcopolíticos no hayan siempre obedecido a las lógicas de sus supuestos cooptadores (González, 2014, p. 50-55). Así pues,

Después de comparar la presentación de Claudia López y los comentarios de Francisco Gutierrez, se puede concluir que la información recogida por los investigadores evidencia, sin lugar a dudas, la magnitud de la inserción de actores ilegales en la vida pública. Sin embargo, no parece evidente la interpretación de esa inserción como captura o configuración cooptada del Estado (…). (González, 2014, p. 51)

El problema no parece ser entonces que las dos visiones predominantes que hemos expuesto brevemente sean falsas. Se trata más bien de un cierto exceso de generalidad. Es entonces necesario adoptar otra perspectiva que el autor denomina como una perspectiva interactiva y multiescalar: “‘presencia diferenciada del Estado en el espacio y el tiempo, para expresar la manera diversa como las instituciones estatales se relacionan con las diferentes regiones y las redes de poder realmente existentes en ellas (…)” (González, 2014, p. 60). A partir de esta perspectiva es posible pensar el Estado y el poder de manera más detallada, siendo más sensible a los distintos contextos.

Esta perspectiva de un Estado con presencia diferenciada regionalmente rompe, en alguna medida, con la idea de Estado tradicional cuyo patrón parece ser en buena medida una ficción filosófica de los estados Westfalianos europeos, aquellos regidos por la homogeneidad política y el respeto de la soberanía nacional. Siguiendo a Geertz (2003), en González (2014, p. 24), el punto es que “el contraste entre los desarrollos de los nuevos y los antiguos Estados lo lleva a sugerir la necesidad de reflexionar seriamente en torno de las categorías heredadas de la Filosofía y la Ciencia Política de corte occidental”. Un ejemplo de esto lo mencionamos anteriormente: si el modelo único de Estado es el de los países, digamos, desarrollados pues parecería razonable pensar que Colombia es un estado fallido. Empero, si consideramos con González, que de lo que se trata es de un Estado en formación y por ende que su presencia ha sido distinta en el tiempo y el espacio, es bastante más difícil hablar de un fracaso. Además, este punto es fundamental para nuestro propósito, pues intentamos presentar una lectura de eventos de la primera década del siglo XX en Colombia como el pacto de Casanare y el caso Carimagua, a través de la idea de poder colonial, y por consiguiente, deberíamos entonces evitar movilizar concepciones que son, ellas mismas, coloniales.

Por otro lado, la idea de que las relaciones de poder no son homogéneas, que el poder no se comporta de la misma manera siempre, pero que se difunde a través de las relaciones sociales parece resonar con las perspectivas foucaultianas que animan nuestra lectura.

En resumen, la manera en que intentaremos leer el caso de la hacienda Carimagua y del pacto de Casanare tiene en cuenta esta perspectiva multiescalar del Estado y del poder en Colombia. A partir de esta perspectiva no deberíamos aceptar sin más el modelo de estado-nación westfaliano. No se trata, claro, de descartar por completo su eficiencia como ideal regulador, sino de reconocer que estamos lidiando con un estado en formación y que dicho proceso se ha instanciado de maneras distintas en función de factores distintos. Aun así, Parece importante anotar que esto no es una proposición necesariamente normativa, no se trata con esto de justificar éste o aquel proceso de implantación del Estado sino de explicar cómo es que ha ocurrido dicho proceso.

DISCUSIÓN

La revisión de nuestra historia y de los eventos que suelen ser considerados como prueba fehaciente de que Colombia es un Estado fallido o co-optado, desde técnicas tradicionales y concepciones Westfalianas, es definitivamente inadecuada. No sólo se ha asumido que el Estado colombiano cumple las condiciones de un Estado absoluto, cuyo poder es central y soberano en todos los límites de su territorio, sino que además se ha pensado que dicho Estado ejerce un poder homogéneo sobre sus ciudadanos, lo cual es un error. El Estado colombiano, como se ha expuesto en el último apartado de este artículo es un Estado en formación, cuya presencia no es homogénea sino diferenciada regionalmente y por consiguiente no puede ser valorado bajo la misma definición de Estado que se emplea para evaluar la eficacia de los estados europeos, por ejemplo.

Ahora bien, teniendo en cuenta esta concepción del Estado colombiano, es posible identificar que las relaciones de poder que se manejan al interior del mismo vienen permeadas por una tendencia colonial que a su vez empata con esa presencia diferenciada regionalmente, a través de fenómenos como el clientelismo y los favores políticos, claramente evidenciados en el pacto de Casanare y el caso de la hacienda Carimagua. Ambos eventos ofrecen un claro panorama del poder colonial ejercido desde títulos distintos. Las categorías de la época colonial se transformaron, pero siguen cumpliendo los mismos roles, bajo los mismos tipos de relación: la dominación, la explotación y el conflicto. Dicho de otro modo, sería posible afirmar que el Estado colombiano no se ha consolidado aún, es un Estado detentado por las elites que detentan el poder en las distintas regiones del país y cuyo objetivo no se encuentra en la centralización del poder sino en el mantenimiento de esas relaciones de dominación, explotación y conflicto que permiten la existencia, o mejor la inexistencia, de un Estado plenamente consolidado.

Los análisis socioculturales e históricos que se han venido haciendo de la realidad colombiana, particularmente de los eventos que han definido nuestra condición de “Estado fallido” o “Estado co-optado” deben ser replanteados bajo la lectura del poder colonial y la presencia diferenciada del mismo, pues en esa nueva perspectiva subyace sin lugar a dudas la posibilidad de una realidad mejor, de un Estado consolidado plenamente, y no el inevitable destino del fracaso.

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Financiamiento

1Artículo resultado de la investigación realizada en el marco del proyecto INV-2017I-32 Política y Poder en Colombia: un análisis de las relaciones de poder político desde Foucault en la Sociedad Colombiana del S. XXI financiado por la Universitaria Agustiniana.

Recibido: 06 de Agosto de 2020; Aprobado: 25 de Mayo de 2021

Correspondencia: camila.jimenez@uniagustiniana.edu.co

Ninguna que declarar.

Idea, revisión de literatura (estado del arte), metodología, recolección de datos, análisis de datos, presentación de los resultados, discusión y conclusiones, y redacción (borrador original): todos los autores contribuyeron de forma constante y equitativa; Elaboración del proyecto, revisiones finales, y aprobación para publicación: la autora Camila Jiménez estuvo a cargo de ellos.

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