EL MODELO FUNCIONALISTA DE INTEGRACIÓN Y SUS LÍMITES
Desde la creación del Mercado Común, a partir de 1957, en el caso europeo, el modelo funcionalista de integración económica fijaba un modelo político: el establecimiento de etapas (small stips) y su desbordamiento progresivo (spill over), para crear nuevas etapas1. El modelo seguía y sigue la lógica del mercado, profundizando en la integración, a través de la incorporación de nuevas materias por necesidades de la integración económica. En el horizonte se encuentra la integración política, como un objetivo final. El elemento nuclear está en la “supranacionalidad”. Existen instituciones y normas supranacionales, a las que se transfieren competencias. No puede desconocerse que la “supranacionalidad” y el modelo funcionalista en Europa han garantizado casi setenta años de avances, desarrollo y crecimiento económico, dando la apariencia de que no eran necesarios cambios en su configuración y que el proceso podía ser irreversible.
Desde esta perspectiva, tres elementos configuraron indudablemente el proceso de integración europea: la idea de supranacionalidad frente a la intergubernamentalidad; la construcción de una idea de “irreversibilidad” del proceso; y la dialéctica entre integración económica e integración política, en la convicción de que la profundización en la integración económica conduciría indefectiblemente a la integración política.
Los principios jurídicos del Ordenamiento de la Unión Europea son la más clara expresión de la supranacionalidad: tanto los principios de construcción del sistema jurídico, como los principios del Mercado Interior.
a) Los principios de construcción del Sistema, o principios primarios (la primera generación de principios)2:
- El principio de Autonomía del Derecho Comunitario (hoy Derecho de la Unión), que constituye un Orden Jurídico autónomo, diferenciado de los Derechos de los Estados miembros y del Derecho Internacional. Así lo estableció el TJCE al declarar que “La Comunidad constituye un nuevo ordenamiento jurídico de Derecho internacional” (Van Gend & Loos 1963) y también que el Derecho Comunitario era “un Ordenamiento jurídico propio” (Costa/Enel, 1964);
- El principio de Efecto Directo de cualquier norma del Derecho comunitario, siempre que cumpla las condiciones de ser clara y precisa, incondicional (es decir, no estar sometida a plazo, término, modo o condición) y no permita margen de discrecionalidad en su aplicación. Así se estableció con claridad por el TJCE en la sentencia Simmenthal, de 3 de marzo de 19783;
- El principio de Primacía de las normas del Derecho comunitario, en el ámbito de su competencia, sobre cualquier norma del Derecho nacional (Costa/Enel, 1964), incluidas las normas constitucionales (Michele, 1965 y Simmenthal, 1978);
- El principio de Responsabilidad de los Estados miembros por su incumplimiento del Derecho comunitario, como consecuencia lógica de los principios de primacía y eficacia directa (Francovich y Bonifaci, 1991)4;
- El principio de Cooperación leal, que significa que los Estados miembros tienen el deber de cooperar lealmente con las instituciones comunitarias para cumplir los fines y objetivos de las Comunidades Europeas (hoy Unión Europea)5.
- El principio de Irreversibilidad del Derecho comunitario, que entre mediados de los años 80 y comienzos de los 90 aparecía como un principio en construcción, y de acuerdo con el cual ningún Estado miembro puede incumplir unilateralmente el Derecho comunitario ni tampoco abandonar unilateralmente las Comunidades Europeas sin el concurso del resto de Estados6. Hay que mencionar que en esa época las Comunidades Europeas carecían de normas de abandono del proceso de integración (pese a que, debe recordarse, en junio de 1975 el Reino Unido había celebrado un referéndum sobre la permanencia en la CEE que confirmó la permanencia). En breve profundizaremos un poco más sobre su configuración.
b) Los principios de funcionamiento del Mercado Común (luego Mercado Interior, tras el Acta Única Europea de 1986)7:
- El principio de Unidad de Mercado. El Mercado Común se definía como un mercado que funcionaba como un mercado nacional, de forma que cualquier interpretación de las normas debía hacerse bajo la premisa de que no existe más que un solo mercado, el Común, resultado de la fusión de los mercados de los Estados miembros.
- El principio de Libertad de Mercado. La regla general de funcionamiento es la libertad de mercado - de modo que prima la libre circulación de los factores productivos, mercancías, personas, servicios y capitales -, lo que significa que los obstáculos o límites a la libertad de circulación tienen carácter excepcional. En caso de duda, la regla que prima es la de la libertad y no la de la restricción8.
- El principio de No Discriminación por razón de Nacionalidad. Se trata de un principio básico y estructural en el funcionamiento del mercado. Los Estados miembros no pueden establecer normas ni prácticas que privilegien a los factores productivos de su originen (mercancías, trabajadores, servicios o capitales) ni a las personas en general, como operadores jurídicos y económicos del mercado (extendiéndose el principio más allá de lo estrictamente económico).
- El principio de prohibición de obstáculos o restricciones a las Libertades de Circulación, expresado en tres principios, el principio de reconocimiento mutuo de legislaciones, el principio de equivalencia de legislaciones y el principio del Estado de origen (o aplicación del régimen jurídico y las condiciones del Estado de origen, en el que se accede al mercado)9.
Todos estos principios expresan, como hemos dicho, lo que se ha venido a denominar la supranacionalidad del Derecho de la Unión Europea, que se manifiesta en la existencia de normas e instituciones comunitarias que se imponen por encima de los Estados miembros.
Así, la “supranacionalidad” del Derecho de la integración se planteaba como un instrumento de seguridad y garantía del proceso integrador10. Durante años, la comparación entre el MERCOSUR y la Unión Europea privilegiaba la estrategia europea y conllevaba una crítica al MERCOSUR desde Europa, al considerar que la prueba del algodón de la seriedad del proceso de integración estaba en la supranacionalidad del Derecho comunitario, lo que garantizaba su éxito.
En este contexto, el ya mencionado principio de irreversibilidad del Derecho comunitario afloraba como una firme tendencia en construcción. Su fundamento se hallaba en el preámbulo del Tratado de Roma de 1957, el Tratado constitutivo de la CEE, donde se afirmaba estar “resueltos a sentar las bases de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos”. Así mismo, la Sentencia del TJCE en el caso Costa/Enel, 1964 sostuvo que las obligaciones suscritas desde 1957 por los Estados miembros en el seno de la Comunidad Económica Europea resultaban incondicionales e irrevocables11, lo que fue posteriormente confirmado por la ya referida sentencia Simmenthal de 1978. Como subrayó M. Flory, el principio de irreversibilidad se concretaba en que “está jurídicamente excluido que un Estado miembro pueda rechazar la progresión comunitaria y dar marcha atrás”, aplicándose un efecto “cliquet” o “trinquete”, que impide que pueda retrocederse en los compromisos.
En consecuencia, el proceso de integración europea aparecía como un progreso sin marcha atrás, en el que se producía una doble profundización de la integración:
a) Una profundización material, planificando y alcanzando mayores cotas en la integración en las materias inicialmente previstas y ampliando a nuevas materias a través de diversos procedimientos:
- La labor del TJCE, quien ha interpretado que debía inferirse la recepción de una competencia comunitaria sobre una materia específica cuando era implícita al ejercicio de otra competencia13, o cuando se imponía desde la perspectiva de los fines del Tratado (o desde lo que se llama el efecto útil de sus disposiciones)14, o acudiendo a los principios generales del Derecho, como instrumento para determinar el alcance de las competencias comunitarias15.
- Las previsiones del artículo 235 TCEE, que establece una apertura competencial para las instituciones de la Unión Europea a las que se les abre la posibilidad de legislar en una materia si ello es necesario para los fines de la integración16.
- La ampliación de competencias a través de la reforma de los Tratados Fundacionales, inicialmente por medio del Acta Única Europea de 1986, muy pronto a través del Tratado de Unión Europea de Maastricht de 1992 y seguidamente por medio de los Tratados de Unión Europea de Ámsterdam (1997) y de Niza (2001), el intento fallido del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (2004) y finalmente el Tratado de Lisboa (2007). En ellas es manifiesta siempre la señal que deja la vis expansiva del Derecho económico comunitario, y su carácter condicionante de las nuevas materias objeto de atención17.
b) Una profundización o ampliación espacial, expandiendo el mercado a través de la incorporación de nuevos Estados y de sus mercados nacionales18.
La dinámica expansiva de la integración a través de la profundización y la ampliación del Mercado Interior parecía no tener fin y no preveía la posibilidad de la revertir el proceso por medio de dar marcha atrás en la integración o de la salida de la dinámica de ninguno de los Estados.
El ya mencionado modelo funcionalista, de establecimiento de etapas (small steps) que prevé su desbordamiento progresivo (efecto spill over) ha seguido la lógica expansiva del mercado, privilegiando la integración económica y dejando a la integración política como subalterna y subordinada19. De forma que debe resaltarse un aspecto que aparece como sustancial en el modelo europeo, y aún como clave en su diseño y funcionamiento, que es la dependencia de la integración política respecto de la integración económica, hasta el punto que cabe decir que no se dan pasos en la integración política si no son necesarios y aparecen como exigencias desde la integración económica20.
El paradigma de esa dependencia, a nuestro juicio, ha sido el tratamiento de los derechos fundamentales por el ordenamiento jurídico comunitario, con la construcción jurisprudencial de los derechos fundamentales al servicio del mercado y su funcionamiento, así como la dilatada ausencia de un modelo positivizado21. El sometimiento de los derechos fundamentales y los derechos humanos a las reglas del mercado y a las reglas de liberalización comercial y de las inversiones es capaz de limitar su eficacia y garantía y rompe el modelo que se había establecido de la Unión Europea un como proceso de integración económica equilibrado, con protección de intereses generales. Lo que se contempla, por el contrario, es su sometimiento a los intereses comerciales, como consecuencia de las técnicas jurídicas empleadas, escogidas precisamente porque hay una voluntad política de imponer ese sometimiento.
Resulta evidente que el modelo de integración económica se ha visto incapaz de establecer una dinámica idéntica de integración política a la de la integración económica y que la lógica del Mercado Interior, del principio de reconocimiento mutuo, ha sido la lógica de la Unión Europea, incapacitándole para dar el salto a la integración política.
Es más, la pretendida “irreversibilidad” del proceso de integración se ha visto rota con el Brexit. El modelo europeo no es ya un paradigma tan perfecto de éxito, pues muestra sus debilidades. La supranacionalidad no resultó ser la panacea que impide dar marcha atrás, ya que no garantiza la irreversibilidad. Sesenta años de proceso de integración europea, a través del principio progresivo, no han logrado dar el salto a una verdadera unión política. Con el Brexit, esto resulta ser un fallo de gran relevancia, estructural, en las previsiones iniciales de los diseñadores del modelo.
LA LÓGICA DEL RECONOCIMIENTO MUTUO COMO LÓGICA DE LA INTEGRACIÓN EUROPEA
La construcción del Mercado Común se planteó como un instrumento básico de integración, en el que las cuatro libertades de circulación, mercancías, servicios, personas (trabajadores) y capitales funcionaban sobre la base del principio de no discriminación por razón de nacionalidad. La libre circulación de mercancías operó como libertad de choque del Mercado, construyendo los instrumentos jurídicos de liberalización que luego se extenderían al resto de libertades22.
Como instrumento de realización de la libre circulación de mercancías, se planteó la puesta en marcha de una Unión Aduanera, como una de las tareas estratégicas del Mercado Común, con los elementos que había determinado el Tribunal Internacional de Justicia en su Informe Consultivo de 1931 sobre la Unión Aduanera entre Alemania y Austria: a) Una frontera común exterior; b) La supresión de los derechos de aduana internos en frontera; c) La creación de un arancel común hacia el exterior; d) El prorrateo de los derechos arancelarios cobrados por los Estados en frontera, según la fórmula de reparto acordada23.
Junto a la Unión Aduanera se establecieron un Arancel Común Exterior, base fundamental de la futura Política Comercial Europea, como instrumento proteccionista hacia el exterior y parámetro de negociación en las negociaciones comerciales internacionales24; la prohibición de las restricciones cuantitativas y de cualquier medida de efecto equivalente a las mismas25; así como la prohibición de los monopolios de carácter comercial26.
Las excepciones a la libre circulación de mercancías se hallaban limitadas a través de una lista tasada que permitía a los Estados establecer obstáculos justificados por razones de a) Orden público, moralidad pública y seguridad pública; b) Salud pública; c) Protección del patrimonio histórico nacional y d) Protección de la Propiedad industrial y comercial.
La base de las excepciones va a estar en la prohibición de las medidas de efecto equivalente a restricciones cuantitativas (MEE) ya mencionadas, dentro del Derecho no arancelario, recogida en los artículos 30 a 36 del Tratado CEE, que fueron definidas por el TJCE, en la sentencia Dassonville de 11 de julio de 1974, del siguiente tenor:
Toda legislación comercial de los Estados miembros susceptible de obstaculizar, directa o indirectamente, actual o potencialmente, el comercio intracomunitario puede considerarse como medida de efecto equivalente a restricciones cuantitativas27.
Como se sabe, el corsé fijado por las reglas escritas fundacionales fue roto por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, a partir de la Sentencia de 20 de febrero de 1979, en el famoso caso del Cassis de Dijon28. El caso Cassis de Dijon creó un paradigma, pues estableció como regla fundamental del mercado el principio de reconocimiento mutuo (de legislaciones entre el Estados miembros)29.
Los Estados podían establecer nuevas excepciones a las libertades de circulación, fundadas en las llamadas “exigencias imperativas nacionales”, por razones de interés general, tales como la protección del consumidor, del medio ambiente, de la lealtad en les transacciones comerciales, la eficacia de los controles fiscales, la normalización técnica, la protección de obras y valores culturales, etc., siempre que las medidas que adoptan la excepción superen el llamado “test Cassis de Dijon”.
El asunto Cassis de Dijon se trataba de la comercialización en Alemania por la empresa alemana Rewe-Zentral AG de un licor fabricado en Francia, el licor Cassis de Dijon, cuya graduación alcohólica oscilaba entre los 15 y los 20 grados. Como quiera que la legislación alemana vigente impedía la comercialización y venta de licores de baja graduación, que fuera inferior a los 32 grados alcohólicos, la autoridad alemana de control de las importaciones le comunicó, cuando solicitó la autorización de importación, que aunque la importación de ese producto no estaba sometida a autorización, no podía ser comercializado. Ante tal negativa, la empresa Rewe acudió a los tribunales alemanes reclamando su derecho a la comercialización del producto. Uno de los tribunales correspondientes (el Hessisches Finanzgericht) decidió presentar una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, con objeto de que aclarase si la normativa alemana era o no compatible con el Derecho comunitario y en particular con el artículo 30 del Tratado CEE, en el sentido de que constituyese un obstáculo a la libertad de circulación comprendido dentro del concepto de MEE30.
El Tribunal, en una sentencia que marcó época, estableció dos premisas fundamentales que se asentarían en la jurisprudencia posterior, aplicables para aquellos casos o sectores en los que no existiera normativa comunitaria armonizada, como el que se le presentaba a resolver, y donde debían aplicarse las normas estatales relativas a las condiciones de producción y comercialización de los productos que correspondiese; en el caso en cuestión, la producción y comercialización de alcohol y bebidas espirituosas. Estas premisas eran las siguientes:
1. Primera: que los Estados miembros podrían hacer valer “exigencias imperativas” existentes en su legislación, que deberían aceptarse en la medida que fueran necesarias para la protección de intereses generales31.
2. Segunda: que tales normas debían superar determinadas condiciones, formuladas en forma de test, para poder reconocerse como un obstáculo legítimo a la libertad de circulación, de manera que se demostrase que no constituían una discriminación, ya fuera directa o encubierta, a los productos de otros Estados miembros. Estas condiciones eran las siguientes:
A. Test de inexistencia de discriminación formal. Que la medida no resultase formalmente discriminatoria, que fuera indistintamente aplicable a los productos nacionales y a los productos originarios de oros Estados miembros;
B. Test de inexistencia de discriminación material o encubierta.
B.1 Test de causalidad Que la medida protegiese de forma efectiva el interés general o “exigencia imperativa”, digno de protección, invocado por el Estado (que no fuera una mera excusa).
B.2. Test de insustituibilidad. Que la medida no sea susceptible de ser sustituida por medios alternativos de protección de ese interés general menos restrictivos con la libertad de circulación. No hay otro modo de obtener esa protección que la restricción de la libertad de circulación.
B.3. Test de proporcionalidad. Deberá plantearse si la medida es proporcionada, si hay proporcionalidad entre los medios empleados (restricción de la libertad de circulación) y los fines perseguidos, verificándose que se trata de una medida adecuada y no excesiva con el fin que se pretende.
Este sería el llamado “test de invocabilidad” establecido en la de la jurisprudencia Cassis de Dijon, para verificar las medidas nacionales justificadas por razones imperiosas de interés general como excepciones legítimas al principio general de libertad de circulación32.
Como consecuencia de la sentencia Cassis de Dijon, lo que se ponía de relieve era que, en los supuestos en los que no hubiera normas armonizadas comunitarias y existiera disparidad normativa, el Estado de acogida (de la mercancía, en este caso) sólo podía obstaculizar la libertad de circulación excepcionalmente si sus normas nacionales de protección de intereses generales superaban el “test de invocabilidad”. En caso contrario, se impondría la aplicación de las leyes del Estado donde el producto se puso en circulación.
De esta interpretación, se hizo derivar una nueva técnica para el Derecho comunitario de libertades de circulación, pues ya no sería necesario armonizar en todo caso las legislaciones que establecieran condiciones de acceso y comercialización de los productos, puesto que debía existir un principio de confianza recíproca entre los Estados miembros, que debía traducirse en un principio de reconocimiento mutuo de legislaciones, de tal forma que, salvo que se demostrase lo contrario a través de la aplicación del “test de invocabilidad” de las exigencias imperativas Cassis de Dijon, la legislación del Estado de origen se presumía que era equivalente a la legislación del Estado de acogida en cuanto a las garantías fijadas en las condiciones de acceso y comercialización de los productos en el mercado33. De ahí se derivaba, en consecuencia, un principio de equivalencia de legislaciones entre los Estados miembros, como presunción34. Conviene retener esta idea sobre la que luego volveremos.
Una ingente jurisprudencia se derivaría de los razonamientos del TJCE en la sentencia Cassis de Dijon, no sólo en el ámbito de la libre circulación de mercancías35, sino también que se extendería al ámbito de la libre prestación de servicios y del derecho de establecimiento y aún, de la libre circulación de trabajadores36.
Sobre la base del método establecido en el caso Cassis de Dijon, la Comisión Europea, en el Libro Blanco sobre la realización del Mercado Interior, de 1985, planteó la necesidad de una estrategia decidida para la conclusión del objetivo del Mercado común único eliminando los obstáculos y barreras que aún permanecían a las libertades de circulación37. El texto comenzaba diciendo en su parágrafo primero:
Conseguir la unidad de ese gran mercado (de 320 millones de consumidores) supone que los Estados miembros de la Comunidad lleguen a un acuerdo en lo que se refiere a la abolición de las barreras de cualquier naturaleza, la armonización de las normas, la aproximación de las legislaciones y las estructuras fiscales, el reforzamiento de la cooperación monetaria y las medidas conexas necesarias para lograr la cooperación de las empresas europeas. Este proyecto está a nuestro alcance siempre que saquemos provecho de las enseñanzas del pasado y, en particular, de los fracasos y retrasos producidos. Por ello, la Comisión solicitará del Consejo Europeo que éste haga suyo el objetivo de la unificación total del mercado interior a más tardar en 1992 y que, a tal fin, apruebe un programa acompañado de un calendario realista y vinculante.
El Libro Blanco sirvió para poner en evidencia las carencias de la construcción Mercado europeo y la necesidad de eliminar obstáculos para su consecución. En particular, señalaba la menor importancia que se había dado al mercado de servicios frente al de mercancías y la lentitud de los avances que se habían desarrollado, cuando “en una economía, el comercio de servicios es tan importante como el de mercancías”, decía, y cuando el crecimiento económico y de creación de empleo en los tiempos que se estaban creando dependía en mucha medida del sector servicios38.
En la práctica, la liberalización de intercambios de servicios, pero también en el caso de las mercancías, se hallaba restringida por una multiplicidad de medidas estatales que obstaculizaban la libre circulación, tales como derechos exclusivos de prestación, o de producción y ayudas estatales. Estos obstáculos podían resumirse en el mantenimiento de tres tipos de fronteras: las fronteras físicas, las fronteras técnicas y las fronteras fiscales, que debían ser objeto de eliminación39. Todo ello suponía, decía la Comisión, un alto coste económico por el bloqueo en la realización del Mercado común. El Libro Blanco de 1985 planteaba que este estancamiento podía atribuirse, en buena medida, al uso del método de armonización legislativa con especificaciones técnicas detalladas, cuando la pervivencia del método de la unanimidad en la mayor parte de los casos hacía muy difícil alcanzar un acuerdo legislativo40.
El Libro Blanco apostaba como elemento central de la política de la Comisión por el abandono del concepto de la armonización en favor del concepto de reconocimiento mutuo y de equivalencia41; y planteaba en su programa objetivos en materia de servicios de banca seguros y transportes, así como los financieros42, los vinculados con las nuevas tecnologías43, y en relación con el reconocimiento de títulos y de cualificaciones profesionales, que constituía un elemento central de las previsiones legislativas en materia de servicios44. Como examinaremos con más detalle más adelante, cabe tomar en consideración el protagonismo indiscutible en el Libro Blanco de 1985 del principio de reconocimiento mutuo (de legislaciones entre el Estados miembros)45.
El Acta Única Europea, de 1986, cuyos contenidos surgen de los análisis fijados en el Libro Blanco sobre la realización del Mercado Interior, recogía un concepto de Mercado Interior que perseguía acoger en su formulación la idea fundamental de supresión de las fronteras físicas, técnicas y fiscales. El nuevo artículo 8A del Tratado CEE afirmaba que “El Mercado interior implicará un espacio sin fronteras interiores en el que la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales estará garantizada” y se fijaba una fecha concreta, el 31 de diciembre de 1992, como plazo concreto de realización.
A partir de allí, el principio de reconocimiento mutuo se transformó en la lógica de razonamiento no sólo del Mercado Interior, sino de todo el proceso de integración europea. Así ha sucedido con su relevancia y sus choques en el ámbito del Derecho internacional privado, como fue puesto de relieve por un relevante sector doctrinal46. En la misma estela cabe considerar la inclusión del principio de origen en la Directiva “Servicios de medios audiovisuales sin fronteras” de 2007, que modificaba la Directiva de 1989 “Televisión son fronteras”47. Como se he dicho, en este conjunto de supuestos regulados específicamente a través de Directivas sectoriales, el principio de origen es acompañado de “cautelas supervisoras” del Estado de acogida48. Y hay otra materia, dentro del ámbito de la libre circulación de personas, en la que se ha resaltado el papel del principio de origen, cual es el de las normas de los Acuerdos de Schengen, particularmente en el sistema planificado para las condiciones de circulación de los no comunitarios. En la regulación del Convenio de de aplicación del Acuerdo de Schengen, de 19 de junio de 1990, se concibió un régimen en el que subyace un racionalidad fundada en los modos de operar comunitarios de las libertades de circulación económicas, en el sentido de que todo el régimen es susceptible de analizarse desde la perspectiva de los principios mencionados de reconocimiento mutuo, equivalencia y origen49. En particular, el principio de origen subyacía a todo el sistema previsto de circulación de personas cuando no existían normas convencionales armonizadas, comunes a todos los Estados miembros, de forma que se otorgaba mutuo reconocimiento y eficacia a los visados nacionales de larga duración en el momento de la entrada; o a los permisos de residencia, a las autorizaciones provisionales de residencia y a los documentos de viaje expedidos por otros Estados miembros, a efectos de la circulación50. Así mismo, en el ámbito de la cooperación judicial en materia civil y penal, desde la entrada en vigor del Tratado de Ámsterdam, en mayo de 1999, y a partir de las previsiones de la cumbre de Tampere de octubre de 1999, que planificó las materias relativas al Espacio de Libertad Seguridad y Justicia, el principio de reconocimiento mutuo fue calificado como la “piedra angular” del nuevo sistema de cooperación judicial europeo, tanto civil como penal51.
Pero el principio de reconocimiento mutuo es exclusivamente un instrumento de liberalización comercial, una técnica de supresión de obstáculos al comercio, un mecanismo de estandarización por abajo de las reglas protectoras de los Estados a sus intereses generales. Su naturaleza no es otra que la de una técnica de desregulación comercial. No tiene relación real con la idea de reconocimiento “humano”, la idea filosófica desarrollada por el filósofo Axel Honneth y compartida en otros estudios con la también filósofa Nancy Fraser52, sino que constituye más bien una “cláusula de tabla rasa” de carácter comercial, como la cláusula de nación más favorecida o el principio de tratamiento nacional, y del mismo modo que este último se distingue netamente del derecho fundamental constitucional a la igualdad y no discriminación53, la técnica del “reconocimiento mutuo” comercial, aunque se traslade a otros ámbitos, se distingue del “reconocimiento” humano, pese a que se utilice idéntica palabra. Su puesta en práctica por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) así lo muestra, por ejemplo, en los casos Laval (As. C-341/05, ECLI:EU:C:2007:809), Viking (As. C-438/05, ECLI:EU:C:2007:772), Rüffert (As. C-346/06, ECLI:EU:C:2008:189) y Com. c. Luxemburgo (As. C-319/06, ECLI:EU:C:2008:350), donde el TJUE hace primar el principio de reconocimiento mutuo sobre los derechos fundamentales de los trabajadores54. Y ello pese a que sus razonamientos podían haberse fundamentado de otro modo para llegar a una solución distinta, respetuosa con los derechos fundamentales, como mostró sin ir más lejos el abogado general en su informe en la ya mencionada sentencia Laval. Desde esa perspectiva, el principio de reconocimiento mutuo, en la lógica de Alex Honneth pertenecería más bien al ámbito de la “reificación”, la cosificación de las relaciones humanas, en este caso a través de la primacía de los intereses económicos55.
EL NO LUGAR COMO CATEGORÍA ANTROPOLÓGICA Y SU APLICACIÓN AL DERECHO
La idea del “no lugar” fue elaborada por el antropólogo francés Marc Augé en 1992, en su trabajo Los no lugares espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad56. Se trata de un paradigma antropológico que persigue examinar la realidad del presente como los antiguos antropólogos clásicos (los “antropólogos del afuera”) examinaban las culturas de los “salvajes de afuera”. El presente es definido como sobremodernidad, en un mundo dislocado por la globalización y caracterizado por el exceso en el tiempo (la inmediatez del actuar presente); el exceso en el espacio (su drástico acortamiento) y el exceso en el sujeto (su radical individualismo frente a la colectividad)57.
El “no lugar” se define como contraposición al lugar antropológico tradicional que era definido como “identitario” (da unidad a quienes lo habitan), relacional (permite y facilita un desarrollo grupal) e “histórico” (refleja una historia común, guarda las huellas de esa historia)58. El “no lugar” como espacio de la sobremodernidad ya no es ni identitario ni relacional ni histórico, pero se constata su existencia59. Para Augé los ejemplos están en los aeropuertos, las estaciones de trenes de alta velocidad, las autopistas, las grandes superficies comerciales, las habitaciones de hotel o de hospital, los parques temáticos y los parques de atracciones, los cibercafés e incluso los campos de refugiados60. Se trata de espacios constituidos en relación a ciertos fines, como el transporte, el comercio o el ocio. Es importante resaltar, desde el comienzo, que Augé afirma que los “no lugares” nunca existen de forma pura, que no son absolutos, pero que sin embargo responden a estos caracteres61. El ejemplo de las terminales de aeropuertos muestra la mezcla de culturas de esos espacios, las prisas, la razón instrumental a la que responden, el hecho de que el continente y el contenido están preparados para hacer más fácil el trayecto. El contacto “intercultural” se define precisamente por la “neutralidad”, son “collages culturales”, ofrecen lo mismo a distintos grupos étnicos, en su interior no hay identidades colectivas, sino soledades individuales62. Lo cultural de cada colectivo particular queda neutralizado. Todo el mundo está de paso. Puede señalarse que los “no lugares” poseen determinadas características: la funcionalidad, pues están determinados por sus fines y se elimina lo que perturba; prima su carácter instrumental y de utilidad; existen en ellos formas de actuar y de hacer condicionadas por esa funcionalidad; son espacios que carecen de la huella de la experiencia humana colectiva; no son espacios de identidad sino de utilidad; el “no lugar” establece un trato estandarizado y formal que garantiza su funcionalidad63.
¿Resultan estos caracteres extrapolables al Derecho? Para empezar hay que decir que el Derecho es un campo de estudio antropológico de primera magnitud y que la antropología jurídica hoy no trata necesariamente, como en el pasado, de los “salvajes de fuera” (africanos, americanos, asiáticos y oceánicos) o de los “salvajes de adentro” (los campesinos)64, sino que la antropología jurídica, como expresó el jurista holandés Jan M. Broekman en un trabajo traducido y publicado en España, se dedica a analizar con sus métodos característicos las instituciones jurídicas del presente65. ¿Son pues extrapolables, dicho esto, los caracteres de los no lugares al Derecho? En un reciente trabajo anterior, hemos mostrado cómo estos caracteres son predicables del arbitraje comercial internacional66. Y así, en nuestra opinión, puede decirse ciertamente que el arbitraje no es “identitario”, sino funcional67; no es relacional, en el sentido de que se reafirma su autonomía, su desconexión del orden jurídico estatal68; no es “histórico”, no sólo porque no existen edificios del arbitraje, en ocasiones desarrollado en salas de hoteles, sino porque no se puede afirmar propiamente (o al menos se discute) la existencia de una jurisprudencia arbitral en sentido propio69. ¿Sigue los caracteres de los “no lugares” de Augé? Si los recorremos, sí. Se constata la funcionalidad, está determinado por sus fines y se elimina lo que perturba (el Estado y su juego de intereses); también se constata que prima su carácter instrumental y de utilidad; así mismo es un espacio de utilidad y no identidad; interesa la solución individual, obvia la experiencia humana colectiva, con la falta de incorporación de la totalidad de los intereses sociales; se define precisamente por la “neutralidad”, es un “collage cultural”, ofrece lo mismo a distintos grupos étnicos, en su interior no hay identidades colectivas, sino soledades individuales, lo cultural de cada colectivo particular queda neutralizado; también puede decirse que establece un trato estandarizado y formal que garantiza su funcionalidad. Es un medio altamente tecnificado jurídicamente, donde prima la técnica, el saber técnico, sobre los elementos culturales colectivos, son preponderantes las soluciones técnicas de expertos sobre las soluciones interculturales negociadas de forma espontánea por los componentes. Su papel subordinado respecto de la llamada lex mercatoria resulta fundamental para comprender su función, puesto que está al servicio de la “sociedad internacional de comerciantes” y se inserta en el contexto de los poderes de esa sociedad, los poderes económicos privados, como diría F. Rigaux70. Es decir, que indudablemente la categoría antropológica del “no lugar” es extrapolable al Derecho y cabe concebir espacios jurídicos que cumplen las condiciones formuladas por Augé.
LA UNIÓN EUROPEA COMO “NO LUGAR”
Desde hace años, Europa está en la encrucijada. Las consecuencias de la crisis económica iniciada en 2007-2008 han creado una verdadera crisis de la Unión Europea, una crisis de credibilidad del proyecto de integración71. Después de años de crecimiento económico, expansión territorial y profundización en la integración en muchos campos, la crisis económica puso en evidencia la debilidad del modelo. El caso del Brexit lo ha mostrado de modo palmario. Como hemos referido más arriba, el modelo seguido es el modelo funcionalista, que ha permitido grandes cotas de desarrollo. Sin embargo, adolece de un defecto fundamental, pues carece de la capacidad de crear lazos políticos sólidos y de una identidad simbólica común más allá de los intereses económicos inmediatos. Por mucho que se hable de “Europa de los ciudadanos”, de profundización democrática, de identidad europea o de diálogo intercultural, el problema está en que esos elementos no aparecen en la ecuación fundamental del modelo. Cuando la situación económica se deteriora, la prioridad está en el mercado. La crisis la pagan los ciudadanos de cada Estado, no quienes la incentivaron, ni quienes se beneficiaron, ni quienes dejaron de ejercer el control que tenían encomendado. La “Europa de los mercaderes” se impone. La retracción del modelo social europeo ha creado la desafección de los ciudadanos, al mostrar que no era más que un espacio sólo bueno para los negocios72. Un “no lugar” impoluto que persigue construir una realidad “confortable”, limpia, no conflictiva (el eufemismo está al día en los documentos comunitarios), un espacio para los negocios sin otro interés que el beneficio y la macroeconomía. El proyecto de Unión Europea como un “no lugar”.
Durante años, cada vez que se identificaba una apuesta estratégica de Europa, los aspectos ciudadanos y democráticos, de articulación social, quedaban en realidad en un segundo plano. Formalmente aparecían, se les nombra hasta la extenuación, pero su importancia real estaba en un segundo nivel. Los problemas de adhesión de la Unión Europea a la Convención de Derechos Humanos de 1950 no hacen más que confirmarlo73. El procedimiento de negociación seguido en el fallido Tratado comercial con Estados Unidos (TTIP), que afectaba a cuestiones esenciales, colocó las cosas en un lugar aún peor, pues tuvieron mayor acceso a la documentación los representantes de los lobbies empresariales que los parlamentarios europeos74. Toda una declaración de prioridades.
El Derecho económico de la Unión Europea funciona como los “no lugares” de la sobremodernidad, es un producto de la sobremodernidad. Su lógica funcionalista económica borra las huellas de la experiencia, no emociona, sólo sirve. No moviliza emociones, convicciones, sentimientos, la historia, el pasado, como hicieron los movimientos nacionalistas del siglo XIX e inicios del XX, herederos del Romanticismo, como el movimiento de la joven Europa de Mazzini, de la Italia del XIX. Si la integración europea se centra exclusivamente en las técnicas y prioridades comerciales, como sucede, se transforma en un “no lugar”. Se invierte la pirámide de Kelsen, pues en la UE las libertades de circulación terminan por colocarse por encima de los derechos fundamentales75.
Jürguen Habermas lo ha afirmado en fechas recientes, al hablar de la Europa actual como “En la espiral de la tecnocracia”. No podemos sino reiterar algunas de sus palabras de su texto, que evidencian la distancia entre las élites y los ciudadanos:
La Unión Europea debe su configuración actual al esfuerzo de las élites políticas. Estas pudieron contar con el asentimiento pasivo de sus poblaciones, más o menos indiferentes, en la medida que los afectados -en resumidas cuentas - pudieron esperar sacar algún provecho económico. La Unión Europea se ha legitimado a ojos de los ciudadanos principalmente mediante resultados y no tanto mediante la realización de una voluntad ciudadana política. Esta situación no solo se explica a partir del proceso de formación histórica de esta particular creación, sino también a partir de su constitución jurídica. Durante la última década, el Banco Central, la Comisión y el Tribunal de Justicia euro-peo han intervenido en la vida diaria de los ciudadanos de Europa de la forma más incisiva, a pesar de estar casi totalmente sustraídos al control democrático. Y el Consejo Europeo, que enérgicamente ha tomado las riendas de la situación provocada por la actual crisis, está compuesto por jefes de Gobierno que, a ojos de los ciudadanos, defienden los respectivos intereses nacionales en la lejana Bruselas. Finalmente, el Parlamento Europeo debería, como mínimo, crear un puente de unión entre el debate político de los foros nacionales y las importantes decisiones de Bruselas; pero este puente no es muy transitado.
Así, a nivel europeo existe un abismo -que llega hasta nuestros días- entre la formación de la opinión y de la voluntad de los ciudadanos y las políticas seguidas para la solución de los problemas pendientes. Por ello las ideas sobre la Unión Europa y su futuro han sido siempre bastante difusas para la inmensa mayoría. Las opiniones competentes y las tomas de posición articuladas en torno al curso del desarrollo europeo han sido hasta el momento en buena medida un asunto de políticos de profesión, expertos economistas y profesores especializados en la materia; ni siquiera los intelectuales al uso han terciado en este tema. Lo que hoy une a los ciudadanos europeos es la actitud euroescéptica que se ha visto reforzada en el transcurso de la crisis en todos los Estados miembros -si bien en cada uno de ellos por motivos diferentes que han contribuido más bien a la polarización-76.
Si lo analizamos con las categorías de Marc Augé, resulta que la integración europea, debido al método funcionalista, no es “identitaria”, sino funcional; no es relacional, en el sentido que no persigue las relaciones colectivas de identidad, sino que prioriza por encima de todo las meramente comerciales, de interés; está determinada por sus fines económicos y se elimina lo que perturba (a través del principio de reconocimiento mutuo); también se constata que prima su carácter instrumental y de utilidad; asimismo, es un espacio de utilidad y no identidad; obvia la experiencia humana colectiva de los pueblos, pues es un proceso, como se ha dicho, dirigido desde las élites; es un “collage cultural”, ofrece lo mismo a distintos grupos culturales y obvia la existencia de la identidad; y aún puede decirse de igual modo que establece un trato económico estandarizado y formal que garantiza su funcionalidad. También es un medio altamente tecnificado jurídicamente, donde prima la tecnología normativa, el saber técnico, sobre los elementos culturales colectivos, son preponderantes las soluciones técnicas de expertos sobre las soluciones interculturales negociadas de forma espontánea por los componentes.
CONCLUSIÓN: LA NECESIDAD DE ELEMENTOS IDENTITARIOS POLÍTICO-CULTURALES EN LA UNIÓN EUROPEA
El objeto de este trabajo ha sido el de establecer un diagnóstico desde una perspectiva jurídico-antropológica, en la idea de que el método funcionalista de la integración ha llevado a construir un “no lugar”, un espacio regido por la funcionalidad y no por la identidad, lo que explica la desafección ciudadana general en los diferentes países de la Unión Europea, con el Brexit como efecto, así como el auge de partidos de extrema derecha antieuropeos en los diferentes Estados miembros.
No es el objeto de este trabajo, por tanto, llevar a cabo un planteamiento de salida de la situación, proponer un modelo alternativo. Sin embargo, es indudable que de lo que adolece la Unión Europea es de una identidad colectiva de sus pueblos. Diversas opiniones se han planteado en los últimos meses, tras el Brexit, sobre el problema de la falta de identidad europea77. Así, cabe referirse muy especialmente a la llamada Investigación para la Comisión CULT - Identidad europea, solicitada por la Comisión de Cultura y Educación del Parlamento Europeo y elaborada por Markus J. Prutsch, del Parlamento Europeo, con la asistencia en el proyecto y en la publicación de Lyna Pärt, del Departamento Temático de Políticas Estructurales y de Cohesión del Parlamento Europeo78.
El mencionado informe señala que “hay dos interpretaciones básicas de la base y el fondo de la identidad europea: 1) Europa como comunidad cultural de valores compartidos, que constituye una ‘identidad cultural’; y 2) Europa como comunidad política de prácticas democráticas compartidas, que constituye una ‘identidad política’”79. E identifica las áreas de conocimiento que estudian la identidad: la psicología -explora los determinantes emocionales y cognitivos de la formación de la identidad individual y social, el sentido de identidad y la conciencia propia (¿quién soy?)-; la sociología -investiga la construcción social de la identidad social y colectiva a través del discurso narrativo-; las ciencias políticas -examinan las estructuras institucionales y las funciones normativas de la identidad colectiva (demos, legitimidad) y los determinantes individuales, sociales y culturales de la identidad política (cultura política, ciudadanía)-; la antropología -examina los valores y la interpretación del significado, así como elementos culturales como el idioma, la religión, los símbolos, los rituales y el estilo de vida como constructos y base de la identidad-; la historia -investiga la relación entre herencia cultural y memoria colectiva, así como la génesis, la continuidad y el cambio de las «identidades»-; la geografía -estudia la exclusión territorial/espacial y los procesos de inclusión y la construcción de mapas cognitivos-80. Sin embargo, al abordar los elementos culturales, se queda esencialmente en los aspectos de la llamada “Gran Cultura”, sin entrar en los aspectos de la cultura que, desde una perspectiva antropológica, nos conforman, la cultura común de las colectividades que hoy constituye el patrimonio cultural inmaterial81.
Quiero terminar con dos ejemplos que expresan elementos de identidad europea auspiciados desde la existencia de la integración europea. El primero es el Programa ERASMUS, que constituye un instrumento de comunicación e inserción de los estudiantes universitarios en las universidades de otros Estados de la Unión que ha mostrado su eficacia en la interacción directa de la población europea, sin la interposición de las instituciones en la comunicación, más allá de ayudar a la financiación82.
El segundo tiene que ver con el hecho de que el mercado es una institución social multifuncional; no es lo que la economía neoclásica nos dice (que el marcado es la sociedad y rige todas las relaciones sociales), sino que es una institución más entre las instituciones sociales, como señaló Karl Polanyi83, y como tal es capaz de actuar también sobre las relaciones interpersonales de carácter no comercial. Así, cabe mencionar los espacios transfronterizos, donde la vida social se establece en el cruce de fronteras. En la actualidad, aparece como paradigmático el caso de la frontera irlandesa, donde la libre circulación permitió resolver problemas de relaciones interpersonales e incluso políticos, cuya importancia es innecesario resaltar. El fantasma del Brexit afecta precisamente a las relaciones interpersonales condicionadas por la frontera84.
En consecuencia, son precisos elementos identitarios de carácter político y cultural para poder construir una Europa fiable, así como centrar sobre los intereses de los ciudadanos, no sólo sobre su retórica, el eje de las políticas de la Unión. No puede olvidarse que, en todo el mundo, no sólo en Europa, los nacionalismos fueron hijos del romanticismo. Una identidad común provoca emociones y las emociones, como ha enfatizado la filósofa norteamericana Martha Nussbaum, son parte de las Ciencias Sociales y aún de la política85. Un proceso de integración europea sin emociones no garantizará su pervivencia, pues si se funda exclusivamente en el interés nacional más estrecho, como se ha demostrado, en el momento en el que este interés desaparece o se ve perjudicado todo puede diluirse como un azucarillo. Ojalá no sea así, que se entienda desde las instituciones que no pueden ser por encima de todo un instrumento del mercado, y que el futuro de la Europa unida sea útil al servicio de sus pueblos.