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Revista de la Secretaría del Tribunal Permanente de Revisión

Print version ISSN 2307-5163On-line version ISSN 2304-7887

Rev. secr. Trib. perm. revis. vol.5 no.9 Asunción Mar. 2017

https://doi.org/10.16890/rstpr.a5.n9.p33 

Artículo Original

1945: Quiebre en la historia. El arribo a la naturaleza jurídica de las normas que regulan las relaciones internacionales

1945: Ruptura da história. A chegada à natureza jurídica das normas que regulam as relações internacionais

Heber Arbuet-Vignali* 

* Consejo Uruguayo para las Relaciones Internacionales (CURI), Uruguay.


Resumen:

Con este trabajo intentamos señalar que no puede hablarse de la existencia de un sistema jurídico, mientras la sociedad a la cual este procura regular no llegue, al menos, al estado civilizado, aunque este sea de guerra. Por ello entendemos que la naturaleza jurídica del Derecho Internacional Público, recién se logra con la Carta de Naciones Unidas; e intentamos explicar por qué es así.

Palabras clave: Derecho Internacional Público; Política internacional

Resumo:

Com este trabalho, tentamos destacar que não se pode falar da existência de um sistema jurídico enquanto a sociedade à qual procura regular não chegar, ao menos, ao estado civilizado, mesmo que seja de guerra. Por isso se entende que a natureza jurídica do Direito Internacional Público foi recentemente alcançada com a Carta das Nações Unidas e tentamos explicar por que é assim.

Palavras-chave: Direito Internacional Público; Política Internacional

1. INTRODUCCIÓN

Nosotros nos educamos en el marco de la Escuela de Derecho Internacional Público de Montevideo, establecida a través de las enseñanzas del Maestro Eduardo Jiménez de Aréchaga, a partir de 1947 en que éste ingresara como Profesor Agregado a la Cátedra en la materia, en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República con sede en Montevideo. Después de medidos del siglo XX, la Cátedra ya es dirigida por el Maestro a quién acompañan los Profesores Alfredo Eisemberg, Manuel A. Vieira y Alvaro Álvarez, nuclea también al grupo de sus más antiguos discípulos: Julio César Lupinacci, Felipe H. Paolillo; Alberto Pérez Pérez, Elías Bluth, Heber Arbuet-Vignali y, más recientemente a Roberto Puceiro Ripoll, Washington Baliero y Enrique Hernández Sienra

El Maestro, que tenía un perfil más acentuado de jurista en ejercicio, litigante, árbitro, mediador, juez, no por ello prescindió de dejar una profunda huella académica, investigando, escribiendo, exponiendo y, especialmente formando a ese extenso número de colaboradores y discípulos que recogieron, contribuyeron a complementar y trasmitieron sus enseñanzas y avances en las ciencias jurídicas desde la Cátedra y algunos también desde la actividad diplomática, en los tribunales y en la función internacional (entre estos Manuel Rama Montaldo y Lía Viana).

Fueron varios los avances que la Escuela concretó. Destacaremos solamente algunos de ellos, los que nos permiten comprender el tema que nos ocupa en este esfuerzo, para luego poder desarrollar este. Lo primero a destacar es que, si no hubieran existido sujetos soberanos, los Estados, no existiría el Derecho Internacional Público, porque no se habría dado la necesidad de un sistema jurídico con estructuras exclusivamente de coordinación, por contraposición a los sistemas jurídicos internos con estructuras casi exclusivamente de subordinación. Esto se hizo necesario cuando se pretendió armonizar las relaciones internacionales entre Estados soberanos sometiéndoles primero a reglas pre jurídicas y posteriormente jurídicas; esto no podía hacerse supeditándolos a un sistema jurídico de subordinación, como el de los sistemas internos, porque los Estados soberanos no pueden, por definición someterse a un poder material que les sea ajenos y que se les imponga, pero nada impide que sean sometidos al poder de un conjunto de normas jurídicas que obtienen su fuerza obligatoria de la reunión armonizada de las voluntades sobernas de todos ellos (no de la acumulación o de la suma de las mismas aisladas), la que respalda a normas creadas por los propios sujetos-protagonistas, que por ello son coercibles y heterónomas sin ofender a la soberanía (los tratados y prácticas consuetudinarias), cuyo cumplimiento ellos mismos vigilan en su conjunto (servicios diplomáticos, actividad en Organizaciones Internacionales) y que, en caso de violaciones, el conjunto se encarga de castigar (retorsiones, represalias, seguridad colectiva, legítima defensa). Estas características determinan que sólo entes que pueden ejercer esos papeles, podrán adquirir la calidad de sujetos-protagonistas del sistema, se trata exclusivamente de: los Estados, las Organizaciones Internacionales intergubernamentales y supranacionales, las Comunidades Beligerantes y, durante un tiempo, los Movimientos Nacionales de Liberación.

En segundo lugar, esta concepción, si bien da gran importancia a la voluntad de los sujetos en la creación, vigilancia del cumplimiento de las normas y en el castigo de sus violaciones, no se afilia a la doctrina voluntarista positivista, aunque también se aleja del jusnaturalismo. Se rechaza el voluntarismo porque lo que crea y respalda la obligatoriedad de la norma internacional, es el producto de la libra manifestación colectiva de las voluntades soberanas de los Estados reunidos en su conjunto; no es que la obligatoriedad resulte de la voluntad del propio Estado obligado (autónoma), o de la suma de estas aisladas, sino que es la consecuencia de una voluntad distinta y ajena a la de cada uno de los obligados (heterónoma), razón por la cual cada uno de los Estados sólo puede quedar liberado de sus obligaciones por la voluntad de ese mismo grupo en su conjunto unificado de voluntades; no resulta acorde a derecho, ni adecuado a la razón, pretender que ser pueda quedar liberado de la obligación por un mero cambio individual de la voluntad de cualquiera de ellos aisladamente.

A los Estados individualmente nada les obliga, ni hay fuerza material que esté legitimada para obligarlos, a asumir compromisos internacionales. Si no desean verse ligados por ninguna obligación, ejerciendo su voluntad soberana y asumiendo los costos que ello conlleva, pueden decidir mantenerse aislados, parcialmente de algún o de algunos sistemas (acuerdos bilaterales, multilaterales o regionales) o, incluso en forma absoluta excluyéndose de la Carta de las Naciones Unidas y de toda otra relación internacional; esta última aptitud ocasionará costos muy altos y, probablemente insostenibles, pero, asumiendo los riesgos puede concretarse en los hechos y, en este caso, ese Estado no estará obligado respetar ninguna norma del Derecho Internacional que al estar destinadas a regular relaciones internacionales, no serían necesarias por no existir relaciones para ordenar.

Además, en la concepción de la Escuela de Montevideo y en la nuestra, no es suficiente la voluntad soberana de los Estados reunidos en su conjunto para consolidar la obligatoriedad de las normas internacionales, para que ellas adquieran el carácter de jurídicas deben también ser racionales y congruentes con su finalidad, no pueden responder a la grosera prepotencia de las fuerzas que respalden una colectividad reunida; por ello para que esa voluntad soberana reunida funcione y obligue, se requiere que sea acorde y respete a determinados Principios fundamentales ordenadores. En esta perspectiva, ni la Escuela, ni nosotros, recurriremos a los “Principios del Derecho Natural”, ni a los de las doctrinas jusnaturalistas, que son principios de naturaleza filosófica, sino que apelaremos a unos Principios que, aunque sean los mismos, o parecidos a los que proponen los doctrinos y filósofos, son de naturaleza jurídica positiva al haber sido recogidos por alguna de las fuentes formales generales del sistema: la Carta de las Naciones Unidas, las grandes declaraciones de su Asamblea General y otras similares, los cuales son aceptadas posteriormente por la generalidad de los Estados, como ocurre con la 2425/XXV y otras; y también los Principios recibidos a través de profundas y larga prácticas consuetudinarias, como el de la libertad de alta mar.

A partir de estas bases nos adentraremos en el estudio de nuestro tema, en el análisis del momento histórico en que realmente las reglas establecidas para regular las relaciones internacionales adquieren carácter indiscutiblemente jurídico; y para comprender los fundamentos de lo que afirmamos resulta imprescindible recordar previamente las etapas por las que han discurridos las sociedades internas y también la internacional: estados de naturaleza, civilizado, de guerra y de paz.

2. LOS DIFERENTES ESTADOS EN QUE PUEDE ENCONTRARSE UNA SOCIEDAD

2.1. La sociedad internacional, regulada por el Derecho Internacional Público, recién entra en estado civilizado, pero de guerra, con la Carta de Naciones Unidas

2.1.1. El estado de naturaleza y el civilizado

Resulta básico señalar las diferencias entre ambo. Para los autores clásicos y respecto de las sociedades humanas, el estado de naturaleza es aquel dónde la libertad de todos y cada uno de los seres humanos, es absoluta y por ello también salvaje y carente de cualquier garantía; lo mismo cabe aplicar en relación a la sociedad internacional y a sus sujetos los Estados. Como dice J. Locke, 1690, 31, en él “...se hallan todos los hombres... (en) un estado de perfecta libertad para ordenar sus actos... sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre. Es también un estado de igualdad... no teniendo nadie más que otro...sin subordinación o sujeción...”.

Por lo tanto, en el estado de naturaleza, los seres humanos, o en su caso los Estados, se encuentran en la máxima y absoluta libertad o soberanía (política), sin tener otros límites a su obrar que aquellos que resultan de su propia voluntad o deseos y también de aquellos que les impongan sus propias limitaciones y debilidades. Por otra parte, cada uno y todos se encuentran en la más absoluta indefensión fuera de los auxilios que ellos mismos se puedan prestar: su mayor fortaleza física (para los Estado, el imperialismo y la hegemonía), su mayor habilidad y argucias (para los Estados las negociaciones diplomáticas) y su habilidad para ocultarse (para los Estados, el aislacionismo). Se denomina a este estado “de naturaleza” porque es el de las más simples y espontaneas estructuras y porque recoge en su máxima amplitud lo que es propio de las esencias de cada uno: en el caso del ser humano la exaltación de su libertad y en el caso de los Estados la exageración de su soberanía (política); pero no porque este estado sea el más satisfactorio para establecer y desarrollar la existencia en sociedad o comunidad, ni el más apetecible para sus protagonistas.

En consecuencias, como para la gran mayoría de los actores, aún para los más favorecidos con atributos que les permitan sacar ventajas, mantener este sistema de coexistencia les obliga a estar en perpetua alerta y lucha, esta situación, en definitiva, les resulta agotadora, riesgosa y poco satisfactoria y es por ello que la inmensa mayoría de ellos procuran pasar al “estado civilizado”.

El estado civilizado o de derecho, es aquel en que cada individuo entrega parte de sus libertades o de sus independencias, en beneficio del grupo común que se integra (es el caso de las constituciones democráticas y del Derecho internacional Público), o a favor de otra persona o entidad, o de un grupo limitado de ellas que les son ajenas (sería el caso de las monarquías absolutas y otros tipos de totalitarismos o el de un gobierno mundial), con el propósito de constituir un mando ordenador y de aceptar o someterse a un orden normado y a autoridades que lo concreten e impongan y que les dé certeza y seguridad para su existencia en sociedad.

De esta forma el estado civilizado logra el mantenimiento de la libertad o de la soberanía y las ampara disponiendo junto a ellas de un mando ordenador. Para que haya orden en una sociedad es necesario que se disponga de reglas y de una autoridad suprema que las actualice permitiendo que los sujetos puedan desarrollarse mejorando e impidiendo que ellos compitan hasta destruirse por el mero hecho de estar juntos. En el estado de naturaleza sin orden, siempre se está en estado de guerra, en cambio en el estado civilizado puede estarse en estado de paz, pero también en estado de guerra, lo que ocurre siempre que dentro del elenco de autoridades disponibles, no se cuente con una que concrete una jurisdicción imparcial y efectiva para la solución de los conflictos que se den entre los integrantes del grupo que componen la sociedad.

2.1.2. Estado de guerra y estado de paz

La consecuencia necesaria del estado de naturaleza es una intensa competencia entre todos los seres humanos que integran la sociedad o, en su caso, entre todos los Estados que conforman la sociedad internacional. En él, todos deben luchar por sus propios medios para defenderse y subsistir y todos pueden llegar a ser una amenaza, un obstáculo o un real impedimento para las pretensiones o los deseos de los demás. En estas circunstancias, cuando se evidencia una oposición de intereses y surge un diferendo, este no tiene otra forma de resolverse si no es yendo a la vía del litigio, transformando la contienda, en un enfrentamiento violento que gane aquel que, tenga o no la razón, disponga de medios para amparar y, en su caso, imponer su pretensión. Esto conduce, a que tanto Hobbes, 1651 como Locke, 1690, afirmen que en el estado de naturaleza, siempre se está en estado de guerra y nosotros compartimos esta afirmación.-

En cuanto al estado de paz, Hobbes afirma que para estar en él, basta con pasar al estado civilizado; esto es lógico dada su perspectiva. En cambio Locke, sostiene que para estar en estado de paz no basta con entrar al estado civilizado. Locke entiende que se está en estado civilizado si se dispone de reglas de comportamiento obligatorio y de autoridades legítimas que puedan respaldarlas; pero sostiene que esto no basta para estar en estado de paz, para lo cual, imprescindiblemente, se requiere algo más: se precisa disponer, para solucionar las controversias que naturalmente se dan entre los miembros de una sociedad pacifica e inter actuante, de terceros imparciales, órganos jurisdiccionales o arbitrales, en los cuales todos puedan confiar y, por esta razón, estén dispuesto a acatar sus dictámenes. Estos órganos deben disponer de poder para imponer sus decisiones si el obligados no las acata. Si la sociedad ordenada bajo reglas y con autoridades (Estado civilizado) no dispone de un tercero imparcial aceptado, legitimado para decir el derecho, con jurisdicción obligatoria y con poderes suficientes para obligar a acatar sus dictámenes, se estará en estado civilizado, pero también en estado de guerra.

2.1.3. La situación de la sociedad internacional

En el estado de naturaleza que es también desordenado y de guerra, no hay lugar para normas jurídicas, ni para autoridades, ni para el concepto jurídico del atributo de la soberanía1, que necesariamente debe estar encuadrando en aquellas2 en dicho estado no existe un mando ordenador justificado ni de ningún otro tipo. En el estado civilizado aparecerán las reglas, se institucionalizaran autoridades, pero mientras no se disponga entre éstas de algunas para solucionar los conflictos e impongan sus dictámenes y de otras que los hagan cumplir y aseguren la paz social, se estará en estado de guerra; el estado de paz solo se alcanzará cuando existan este tipo de autoridades.

La historia, la sociología y las ciencias políticas aceptan pacíficamente que, de una forma u otra, las sociedades internas han recorrido estas etapas y que a la última se llega través del pacto social que al menos en las sociedades democráticas, se consolida en un segundo pacto concreto y tangible, el constitucional. ¿Ha ocurrido algo similar con las relaciones entre Centros de Poder independientes primero y después con los de sus continuadores, los Estados en la sociedad internacional? Pensamos que sí y que el proceso culmina al menos hasta ahora (2016-2017) con la Carta de las Naciones Unidas, en lo que E. Jiménez de Aréchaga 1958 y 1963, llamó “Derecho constitucional de las Naciones Unidas”, aunque solo se ha transitado hasta el estado civilizado, pero de guerra al decir de Locke.

Desde la prehistoria a mediados del siglo XVII las relaciones entre Centros de Poder independientes3 transcurrieron dentro de un marco de estado de naturaleza absoluto, sin reglas ni autoridades, sin perjuicio de algunas situaciones medio civilizadas: en el marco de las relaciones regionales (las ciudades Mesopotámicas, las de la Grecia clásica, las ciudades comerciantes italianas en el renacimiento y otras), o bajo una autoridad central (El Celeste imperio, el Imperio Romano, el Medio Evo Europeo y otros); o en circunstancias coyunturales (acuerdo de reparto de zonas de influencias entre Ramsés II de Egipto y Hattussil III Hitita).

Solo por tomar unos hitos importantes, desde los tratados de West Fallia de 1648 y de Utrecht en 1703 a la Carta de la Sociedad de las Naciones en 1918, se está en un estado levemente medio civilizado y de guerra. En ese lapso si bien existían reglas que regulan las relaciones internacionales, las del sistema del pre derecho internacional clásico y las del intermedio, las normas de alcance mundial son escasas, nebulosas y poco sistematizadas por provenir de la fuente consuetudinaria; y también por ser muy pocas y particulares, alcanzando sólo a quienes las suscribían, las reglas convencionales. Además y fundamentalmente, tampoco existen autoridades de alcance mundial4 con una relativa independencia, reconocidas y admitidas por los estados.

Con la creación de la Sociedad de las Naciones se avanza un estado débilmente civilizado y de guerra, comienza a establecerse un extendido sistema jurídico recogido en la fuente convencional que es más clara y precisa dejando menor lugar a la interpretación y las pretensiones indebidas y se establecen por primera vez autoridades mundiales, aunque muy débiles y poco efectivas, las que de alguna manera subordinan a los Estados, pero no a todos si no solo a los miembros de la Carta entre los cuales no están algunas de las grandes potencias como Estados Unidos. Además se continua en estado de guerra, en el sentido Lockiano, porque si bien se establece un órgano jurisdiccional y el mismo funciona, este no es de jurisdicción obligatoria y muchos Estados no se someten a él, ni es capaz de ejecutar coercitivamente sus fallos en el ámbito interno de los Estados, es decir en ningún lugar del planeta. Por otra parte no se dispone de ningún sistema de seguridad colectiva5, no proscribe el uso de las fuerzas, se continua con el Principio de Auto-Tutela y, fundamentalmente, el concepto de soberanía que se aplica en las Relaciones internacionales, sigue extrayéndose de las ciencias políticas (ver supra nota 1).

Recién a partir de mediados del siglo XX la sociedad internacional entra en estado civilizado, aunque aún continua en estado de guerra en el sentido Lockiano. Desde 1945 con la entrada en vigor de la Carta de las Naciones Unidas se crea un sistema fundado y sostenido en el Principio de la Igualdad Soberana de los Estados, pero dejando de lado la concepción política del atributo y adoptando una idea jurídica del mismo (ver supra nota 1) con todas las enormes consecuencias que ello significa6. Este camino se continúa después con el establecimiento de normas jurídicas convencionales prácticamente para todos los ámbitos de competencias, muchas de ellas plasmadas en grandes tratados multilaterales, generales, codificadores y organizativos, quedando muy poco campo para el informe derecho consuetudinario. Más adelante se fortalece el estado civilizado con la descolonización y el ingreso de nuevos estados al sistema mundial, con lo que se logra en la actualidad la pertinencia de todos al mismo7; debe señalarse que esta pertenencia significa que esa totalidad de Estados se comprometen al acatamiento generalizado de sus autoridades y al cumplimiento estricto de las reglas que se establezcan. Por último, se reafirma con el hecho del satisfactorio funcionamiento y acatamiento a su sistema jurisdiccional y con el aceptable funcionamiento de su sistema de seguridad colectiva que al menos ha sido eficaz para impedir un tercer conflicto de alcance mundial.

Quedan aún materias pendientes pero son menos: perfeccionar el sistema de solución pacífica de controversias, al menos para algunos campos de competencia8, haciéndolo de comparecencia obligatoria y dándole a sus tribunales “imperio” para la ejecución forzada de sus fallos, aun dentro de la jurisdicción interna de los Estados; concretar un sistema de seguridad colectiva donde; sin desconocer la importancia de la opinión política de los Estados en estos temas, se introduzcan criterios de objetividad y racionalidad que impidan los desbordes y hagan más ecuánimes sus decisiones; estructurar mecanismo jurídicos-políticos que permitan utilizar el sistema actual, que tiene sus limitaciones intrínsecas, para transitar desde él hasta otros sistemas que las superen para, al menos en determinados ámbitos de competencia, aceptar y poner en práctica a nivel mundial sistemas más compromisorios basados en el Principio de la Supranacionalidad, lo que se puede hacer porque ya se ha hecho en ámbitos regionales.

Es cierto que el Maestro Jiménez no trató específicamente estos puntos, con seguridad porque, cuando estaba maduro para hacerlo, al emprender la obra del tratado, prefirió dedicar sus esfuerzos a otros temas más cercanos al Derecho Internacional de magistrados y litigantes y delegó el tratamiento de estos asuntos. No obstante, él fue quien sembró en nosotros el origen de estas ideas; las que se manifestaron en el título de su libro sobre Naciones Unidas y específicamente en el contenido de orientación de alguno de los capítulos que incluye; en otros capítulos de su libro sobre el Derecho Internacional contemporáneo; en la tradición oral que nos transmitió; y en el haber aceptado los capítulos del tratado que hiciéramos con él y bajo su dirección, en los cuales nos referimos a estos temas.

2.2. La transición del estado de naturaleza al civilizado: el pacto social

2.2.1. La necesidad y los costos del pacto

Para que los seres humanos pasen del estado de naturaleza al civilizado, es decir para que creen reglas y acepten someterse a ellas y al mando de autoridades, debe de existir alguna razón que los mueva a ello. Si bien el estado de naturaleza es inseguro y poco satisfactorio, en contrapartida otorga la plena (aunque riesgosa) libertad y, si, como sostenemos, la idea de libertad integra las esencias profundas del espíritu humano, esa libertad se torna muy seductora y deben de mediar razones muy importantes para prescindir de su total disponibilidad, aunque para mantenerla se sufra y asuman riesgos. Para aceptar límites a la voluntad desordenada, para consentir en el establecimiento de reglas de conducta y, más aún, para someterse al mando de autoridades ordenadoras, debe sentirse que se reciben beneficios que compensen lo que se entrega a cambio.

2.2.2. La forma de concretarlo

Es indudable que en algún momento del desarrollo de la especie humana se hizo la opción y se transitó del estado de naturaleza9 al estado civilizado. No cabe pensar que se trata de un tránsito formalmente establecido y de alguna manera concretado materialmente en algún momento determinado. Debe haber sido un cambio en el tiempo, paulatino y gradual. No puede pretenderse encontrar la prueba histórica de estos cambios porque, como dice E. Kant 1797, los primitivos no documentaban sus decisiones. Pero el cambio se produjo y prueba de ello es que en el siglo XXI vivimos en sociedades organizadas, todas ellas reguladas jurídicamente y la mayoría ordenadas políticamente en Estados estructurados, en general, a partir de la idea de soberanía y, otras veces, a partir de principios ideológicos, religiosos o políticos10. Este cambio no ha ocurrido a través de una generación espontánea y las tan complejas instituciones que aporta no surgen de la nada, sino de una larga y penosa evolución. Por ello, es razonable pensar que, en los ámbitos internos, en algún momento se pasó del estado de naturaleza al civilizado: ¿cuándo?, ¿de qué manera?, ¿mediante actos concretos individualizados o a través de evoluciones imperceptibles? Todo esto es de difícil respuesta; las mentadas cuestiones pueden ser derivadas para su consideración y solución a la antropología y la historia, también a la sociología. A nosotros, desde una perspectiva jurídica nos alcanza con tener la convicción, apoyada en la observación de la realidad actual y en elementales conocimientos del desarrollo de la civilización, de que, en algún momento y de determinada manera, en ámbitos cerrados internos, ocurrió el tránsito del estado de naturaleza al civilizado.

Conviene detenerse un momento para analizar cuales podrían haber sido las vías para concretar esta transición. Básicamente solo hay tres: o un grupo pequeño con un conductor11 se impuso y domino de alguna manera a todo el conjunto humano, lo sojuzgó y le determinó las reglas; o de algún modo la inmensa mayoría, por alguna razón, acepto una situación dada y se sometió a un mando ordenador; o todos o la gran mayoría acordó12 admitir que uno, un grupo o las mayorías les organizara y mandara y, a la vez, les protegiera, les proporcionara bienestar y les asegurara un trato justo13.

Para pasar del estado de naturaleza al civilizado o al de derecho, no solo es necesario que se den situaciones psicosociales especiales, sino que también se requiere que coincidan para ellos voluntades políticas encaminadas a concretar tal cambio y que estas estén respaldadas por una fuerza (ponderable o imponderable) de tal magnitud que permita establecer un cambio de tanta significación en la vida de los seres humanos; que esto se dio y el cambio se produjo en algún momento de la historia o la prehistoria de la humanidad es un hecho probado por que, actualmente y desde hace mucho tiempo, vivimos en estado social y de derecho (civilizado) y los rastros históricos y antropológicos indican que no siempre existieron reglas jurídicas para ordenar los grupos humanos. Un problema diferente consiste en determinar cómo se produjo ese cambio. Los autores que lo describen se han referido al a partir de la idea de la existencia de un pacto o contrato social; frente a estos se alzaron posiciones sosteniendo que no hay pruebas de que tal contrato se haya producido, ni la forma en la que se ha desarrollado la existencia de la humanidad hace probable que él hubiera ocurrido. En realidad con estos posicionamientos se ha planteado un paralogismo de falsa oposición, donde todos aceptan que el cambio se produjo pero difieren en la forma en que este ocurrió; donde unos toman la expresión contrato, o preferentemente la de pacto, como una figura que facilita la comprensión de la ocurrencia de un fenómeno y otros la toman en el sentido de significar con ello que tal acuerdo se concretó finalmente siguiendo los procedimientos y formalidades jurídicas a las que se recurre actualmente para contratar. Kant y también nosotros, se pone en otra posición: niega la existencia formal de un “contrato social” para tomar la decisión, pero sigue utilizando la expresión contrato o pacto, la que considera la más adecuada, para indicar una forma, que la historia o la antropología se encargaran de decir cual fue y cono ocurrió, por la cual un conjunto de voluntades humanas respaldaron una opción de organización ordenada y el establecimiento de un mando ordenador supremo y condicionado a los intereses de los ordenados.

Que este proceso contó con el consentimiento otorgado de alguna manera, cualquiera fuera ella, de los ordenados, podrá no resultar de hechos comprobados, históricos o prehistóricos, pero si de un análisis lógico de la naturaleza humana y sus consecuencias. El orden impuesto por la fuerza o balanceado trabajosamente por maquinaciones maliciosas y falaces, nunca ha resultado estable, ni se ha mantenido por lapsos históricamente considerables, ni ha evolucionado pacíficamente hacia su mejoramiento y superación. Mientras se hubiera recurrido a estos métodos para intentar pasar del estado de naturaleza al civilizado o de derecho, solo se habrían logrado periodos de calma, pero se habría continuado en el inestable e insatisfactorio estado de naturaleza. Solo pudieron dar estabilidad a estos procesos el consentimiento generalizado de las voluntades humanas que admiten someterse a normas y autoridades para su propio bien y para mejorar su calidad de vida. La prueba de que en algún momento concordaron las voluntades humanas para pasar del estado de naturaleza al civilizado es que actualmente, dentro de los Estados, se vive en el con una satisfactoria estabilidad; y esto solo pudo obtenerse si en algún momento y de alguna manera los seres humanos integrantes de un grupo interactuaron de cierta forma que les permitió renunciar a parte de su libertad irrestricta en manos del común que integraban y darse autoridades que organizaran y encausaran al grupo atendiendo los deseos de este14 .

2.2.3. La existencia de dos pactos diferentes

Antes de seguir adelante con otros temas, es necesario detenerse en el análisis de un asunto absolutamente conceptual, que no necesariamente tiene que haber ocurrido en la historia, pero al que haremos una aproximación teórico-doctrinaria. La preocupación nuestra no significa afirmar que las circunstancias consideradas, necesariamente se hayan producido en algún momento de la prehistoria o de la historia en la forma tan simplificada como la presentamos, sino que creemos que a través de un proceso multiforme se llegó de mil maneras15, a situaciones como las que describimos.

Hecha la aclaración pasemos al asunto. El pasaje del estado de naturaleza al civilizado a través de la coincidencia de las voluntades de los involucrados manifestada en cierta forma, debe haber supuesto la sucesión de varias decisiones trascendentes que, simplificando al extremo, puede sintetizarse al ubicarlas en dos momentos claves. En primer aquel en que los miembros del grupo desean abandonar el insatisfactorio estado de naturaleza y, de alguna forma, deciden hacerlo; y otro, posterior, en que resuelven sentar formalmente las bases de convivencia para poder vivir en estado civilizado, bajo regla y autoridades que a todos den seguridad y bienestar. El primer “pacto” (es el sentido laxo expuesto anteriormente), por razones lógicas debió concitar la unanimidad de voluntades. El transitar del estado de naturaleza en el que se goza de la entera libertad y se asumen sus peligros, al estado civilizado aceptando reglas y autoridades, significa una decisión que en definitiva involucra a todos y a cada uno de los participantes de la sociedad que se comprometen a concretar una nueva forma de vida. Por ello, en primer lugar, la inmensa mayoría, por grado o por necesidad, debió desear el cambio ya que esta era la única forma de lograr el vigor y reunir las fuerzas suficientes para impulsarlo y concretarlo. La minoría de seres humanos que dentro del grupo no estuvieron de acuerdo con el cambio, o se fueron de él para permanecer en estado de naturaleza, o formaron otra sociedad o se sometieron a las normas y autoridades de los que decidieron organizarse y, aunque forzados, coincidieron en la decisión, con lo cual esta, en los hechos resulta unánime. En definitiva, quienes quedan integrando la nueva sociedad organizada bajo reglas, en su inmensa mayoría habrán propiciado el cambio, también habrá una pequeña minoría que lo resistió en un principio y luego acató a la mayoría; y, los opositores recalcitrantes, o se insubordinaron y fueron sometidos por la fuerza o se excluyeron voluntariamente del grupo organizado16.

A este primer “pacto”, que en los hechos resultará unánime, sucederá otro aprobado por mayorías. En el segundo “pacto” se acordará la estructura que se dará el grupo, cuáles serán los instrumentos de gobierno, quienes serán las autoridades que conduzcan al grupo y la medida, extensión y condiciones de sus facultades y responsabilidades. Este pacto, que con el transcurso del tiempo se institucionalizará en las democracias y monarquías constitucionales bajo la forma de reglas constituyentes, no necesita de unanimidades, las que son imposibles de pretender, bastando para legitimarlo la simple mayoría y en su caso algún mayoría calificada. Este pacto es llamado por algunos “pacto constitucional”, en tanto que otros le incluyen en la idea de “soberanía constituyente”.

La manera de concretarse esta segunda coincidencia de voluntades puede ser variada17, y es dónde se establecerán las reglas de convivencia, se dirán cuáles serán las autoridades que las apliquen y de dónde saldrán ellas (por aceptación espontánea reconociendo a quienes de hecho actúan, por designación de un poder o, lo natural en las democracias, por elección).

En este pacto, expreso o tácito, formal o sedimentado a lo largo del tiempo es dónde se determinará: la concentración de poderes en una sola autoridad, o su división entre varias; el carácter absoluto del gobernante que sólo responderá ante su conciencia, Dios o la historia, o las limitaciones en el ejercicio de los poderes de gobierno que se le confían; la ausencia de todo condicionamiento, contralor y responsabilidad del gobernante o las condiciones a que está sometido para el ejercicio de los poderes de gobierno18, los contralores a que se les somete19 y las sanciones que les pueden alcanzar20.

Todos estos asuntos si bien son cuestiones que interesan a la filosofía y, por supuesto, a las ciencias políticas y jurídicas, en el sistema jurídico positivo deben ser resueltas, al menos en la concepción de las democracias y las monarquías constitucionales, por el común de las gentes, por los gobernantes y gobernados en conjunto y actuando en un mismo plano con iguales poderes de resolución, al decidir las orientaciones que quieren darle a su vida en común.

2.2.4. El proceso en las relaciones internacionales

Esto que todos aceptamos que, de alguna forma, se dio en los marcos internos de los que después fueron Estados ¿ocurrió también en el marco de las relaciones internacionales, de la sociedad internacional? Nosotros creemos que sí y que posiblemente el proceso sea más claro de visualizar en este caso por haber transcurrido la mayor parte de la evolución en tiempos históricos, aunque nadie lo haya señalado hasta ahora.

En los orígenes, que situamos en la Edad Media por ser la época de la aparición de las primeras normas internacionales de naturaleza pre-jurídica, tenemos que tomar como referencia un ámbito limitado espacialmente, el continente europeo y sus alrededores inmediatos. Esto no quiere decir que fuera de él no se dieran en otros ámbitos, vínculos entre Centros de Poder más o menos independientes, como en el caso del Celeste Imperio, ni que las relaciones en Europa fueran en todos los casos entre Centros de Poder independientes. Pero es en este último ámbito dónde aparecerán los primeros Estados y, por ende, las primeras relaciones internacionales; además los protagonistas de las mismas fueron hasta mediados del siglo XIX exclusivamente Estados europeos o inmediatos a ese espacio y, hasta la descolonización, estos y Estados americanos con fuerte impronta cultural europea.

En ese ámbito, lo que podría considerarse como un paralelo al pacto social interno, comienza a formarse con las relaciones entre ciudades comerciantes y otros centros de poder, se va mejorando con los vínculos entre los estamentos feudales bajo la supervisión y tutela del Papado y del Imperio y se desarrolla con las relaciones bajo nebulosas reglas consuetudinarias entre Westfalia y la Sociedad de las Naciones. El pacto de la Sociedad de las Naciones que funda esta institución, es un intento fallido de establecer “una especia de pacto constitucional” el que no se concretará por varias razones. La conciencia de asumir compromisos jurídicos no existía si no era en muy limitados centros de opinión; predominaba todavía una idea política de soberanía (ver supra nota 1) para las relaciones internacionales y esta y otras causas determinaban que no existiera un sistema propiamente jurídico de Derecho Internacional; y el propio Pacto tenía carencias que impedían considerarlo como constitucional: no reunía a suficiente número de Estados, carecía de un sistema de seguridad colectiva, sus autoridades eran muy débiles y de reconocimiento limitado, etc.

La Carta de las Naciones Unidas constituye el equivalente en la sociedad internacional de las cartas constitucionales en los ámbitos internos; esto no quiere significar que sea una constitución igual a la de los diferentes ámbitos de jurisdicción internas, ni mucho menos.

Las constituciones nacionales se estructuran y ordenan dentro de sistemas jurídicos de subordinación, entre seres humanos cuya característica esencial es ser libres y que, por ello, libremente, pueden enajenar parte de esas libertades naturales con el propósito de disfrutar de una libertad política, racional, segura, disfrutable y les permite también sin desnaturalizarse, someterse a normas y autoridades que resulten ajenas y exteriores a su voluntad. La Carta de las Naciones Unidas estructura a sus sujetos-protagonistas dentro de un sistema jurídico de coordinación, entre Estados cuya característica esencial es ser soberanos y que por ello son independientes, no pudiendo quedar sometidos a poder ajeno alguno que los subordine, aunque sí pueden someterse irremisiblemente a conjuntos de normas jurídicas que ellos, directa e inmediatamente, creen, vigilen su cumplimiento y castiguen sus violaciones y de esta manera ordenar pacíficamente sus relaciones, disfrutar de una independencia racional, segura y positiva, que evite se destruya al mundo que les sustenta y lo diluya en un caos atómico, en un desorden delictivo o en una pestilencia contaminante.

2.3. El sistema normativo que regula las relaciones internacionales tiene naturaleza jurídica recién a partir del sistema de Naciones Unidas

2.3.1. Caracteres de la norma jurídica

El Derecho Internacional Público, anteriormente pretendió ser y ahora lo es, un sistema jurídico y estos son “...conjuntos de normas jurídicas...objetivas que están en vigor en determinada época y espacio...”21 con la finalidad de ordenar la vida en sociedad de los sujetos a los cuales van dirigidos. De todo esto puede concluirse que, las jurídicas, no son cualquier tipo de normas, sino que, para poseer tal naturaleza deben tener algunas características especiales y ser efectivas, es decir ser capaces de cumplir con su finalidad reguladora sobre un conjunto de sujetos en un espacio y en un tiempo determinados; de lo contrario no son normas jurídicas, ni los sistemas que las integran tienen tal naturaleza, sino otra.

Las tres características propias, exclusivas y excluyentes de las normas jurídicas son el ser heterónomas, coercibles y bilaterales, a las que se agregan otras compartidas como la exterioridad, la generalidad, la abstracción, etc.

La bilateralidad consiste en que el poder ordenador de la norma jurídica se concreta en forma dual, a través de la legitimación que le otorga a algunos sujetos para exigir de otros un determinado comportamiento, y a la vez creando en estos otros un deber de cumplir un comportamiento que les puede ser exigido por aquellos. En consecuencia, la norma jurídica establece a la vez derechos y obligaciones: crea un imperativo de conducta para alguien a quien le impone un deber de actuar de cierta forma y, al mismo tiempo, por el mismo acto, autoriza a otro sujeto para exigir del obligado el cumplimiento de aquel deber.

Ser heterónomas significa que ellas pueden ser impuestas directamente al sujeto, sin necesidad de su asentimiento, que lo pueden afectar y someter en forma independiente de su voluntad, quedando este sometido a un poder externo que, desde fuera, le obligue a actuar de una determinada manera, aunque él no lo consienta y que puede impedir el desarrollo de su voluntad y naturaleza22.

La coercibilidad, la otra característica en exclusividad de las normas jurídicas, complementa las anteriores; el solo hecho de establecer un deber jurídico que deba ser cumplido por el obligado, no es suficiente para que ello ocurra en la realidad, para ello es necesario, además, que en caso de que el deber no sea cumplido voluntariamente por el obligado y este se niegue al honrarlo, exista la posibilidad de imponerle el cumplimiento del mismo. Esto no significa que necesariamente siempre, en los hechos deba realizarse la coercibilidad, sino que en caso de violación de cumplimiento voluntario debe sobrevenir una sanción, aunque está en la realidad, por causas de hecho, no pueda concretarse23.

2.3.2. ¿Son jurídicas las normas del Derecho Internacional Público?

2.3.2.1. Planteo del asunto

Acerca del Derecho Internacional Público se suscitó una larga polémica doctrinaria sobre si sus normas eran jurídicas, lo eran en forma imperfecta o tenían otra naturaleza (ver E Jiménez de Aréchaga, 1959-61 Tomo I, Capítulo I). Este problema, a nuestro entender, se vio obscurecido y la polémica alimentada, porque en las épocas que ella se inició y tuvo mayor auge, entre fines del siglo XIX y principios del XX, la Sociedad internacional se encontraba en estado medio civilizado y el sistema de reglas que regulaban las relaciones internacionales no era propiamente jurídico por la idea política de soberanía en la cual se sustentaba, la oscuridad de mucha de sus normas, la carencia de autoridades mundiales reconocidas, la falta de una jurisdicción institucionalizada y la carencia de todo sistema de seguridad colectiva medianamente objetivo.

Si consideramos el sistema a partir de mediados del siglo XX, de 1945 en adelante, cuando se estructura la Carta de Naciones Unidas y su sistema, se puede afirmar que el problema está superado. Ni nosotros, ni nadie que conozcamos en la doctrina, desconoce actualmente la naturaleza jurídica de las normas del Derecho Internacional Público. Pero, desde el año señalado en adelante la doctrina no se ha ocupado de esclarecer la evolución ocurrida, ni de explicar el problema, ni de señalar las carencias que aún deben ser superadas en aras de perfeccionar el sistema; lo ocurrido se tomó como un hecho, se le exhibió con satisfacción, se aceptó que la Carta de las Naciones Unidas y su sistema eran jurídicos, y, por añadidura, se dio por sobreentendido que las normas del sistema de la Sociedad de las Naciones y el consuetudinario que la antecede, también lo eran. Pensamos que esto constituyó un error de análisis y creemos que académicamente se ha partido de bases que no se demostraron como corresponde y es necesario hacerlo.

2.3.2.2. Bilateralidad

Para decidir si estas normas son jurídicas y desde cuando lo son es necesario saber si responden a sus caracteres definitorios (ver supra 3.3.1.). Los caracteres comunes de las normas jurídicas con otros tipos de reglas es indudable que son cumplidos. De los caracteres específicos y exclusivos de las normas jurídicas, nadie puede dudar que las reglas del Derecho Internacional Público, son normas bilaterales. Cada artículo de un tratado tiene un efecto dual ya que a la vez legitima a unos Estados a exigir de otros una determinada forma de actuar, les da un derecho, a la vez que crea para estos otros el deber de satisfacer una exigencia; y esto se manifiesta en forma clara, de fácil comprobación y con límites precisos. Cada regla consuetudinaria produce el mismo efecto dual; aunque siendo consecuente con lo que Jiménez de Aréchaga, 1959-61, describiera como “la maravillosa informe medusa”, en este caso las reglas se manifiestan a través de los hechos que transcurren a lo largo del tiempo y deben ser recogidos, explicitados y sistematizados por alguien, lo que disminuye su certeza. Esta característica de bilateralidad, acompaña a las normas convenciones, al menos desde Westfalia en adelante, aunque las reglas de este origen son pocas y de alcance limitado24; hasta la Sociedad de las Naciones y prácticamente hasta la Carta de Naciones unidas y su sistema, la inmensa mayoría de las normas que regulaban las relaciones entre los Estados eran de origen consuetudinario y, por lo tanto de menor claridad y precisión.

Puede afirmarse que las normas que regulan las relaciones internacionales, entre los tratados de Westfalia y la Carta de las Naciones Unidas, tiene un carácter jurídico en cuanto a ser bilaterales; se facilita esta comprobación partir del Pacto de la Sociedad de las Naciones, por acrecentarse el número de reglas nacidas de la fuente convencional. El problema consiste en determinar si esas reglas también son heterónomas y coercibles. Nadie que conozcamos se ha tomado el trabajo de explicar cómo, siendo los estados soberanos y aceptando que la soberanía es el poder político supremo que corresponde al estado independiente, o sea la alteza o excelencia no superada en ningún orden material, a estos sujetos se les puede imponer directamente normas, quedando sometidos a un poder externo.

2.3.2.3. Heterónomas

Más difícil de explicar es porque ellas son normas heterónomas. La calidad de heterónomas no es difícil de comprender en los sistemas jurídicos internos, de subordinación, donde, por definición, hay personas y entes que mandan y otros que obedecen. El problema se abre al querer entender cómo funciona esto en sistemas jurídicos de coordinación que pretenden someter a reglas jurídicas y ordenar a entidades que tienen como atributo principal, esencial y determinante la calidad de soberanos.

Ya dijimos que soberanía es el poder político supremo que corresponde al estado independiente (ver supra llamada 2), es la alteza o excelencia no superada en cualquier orden material; por otra parte hay que recordar que la libertad es la facultad que tiene el hombre (los seres humanos) de obrar de una manera o de otra, por lo que es responsable de sus actos (Diccionario RAE). El Estado es, y más allá de toda limitación, un conglomerado de seres humanos organizados de determinada manera. De esta afirmación Emmanuele Kant, 1784, concluye que, por ello los Estados formados por seres humanos que además les conducen y prestan su conciencia y voluntad para determinar la forma con que actúan, tienen iguales virtudes y defectos que los seres humanos que les sustentan. Puede agregarse que también tienen iguales posibilidades de actuar comprometiendo o preservando sus atributos esenciales; los seres humanos pueden defender, limitar (el Pacto constitucional) o destruir su libertad y los Estados pueden obrar con iguales consecuencias respecto a la soberanía.

Los ejemplos de defensas de la soberanía del Estado son abundantes, especialmente en los siglos inmediatos anteriores (por ej.: Polonia y tantos otros países enfrentando al nacional socialismo alemán), la destrucción de la soberanía, también encuentra ejemplos voluntarios (la anexión voluntaria de la República de Texas a EE.UU. en 1845) o forzados (las múltiples eliminaciones de Estados en la Europa de los siglos XVII a XIX). Más difícil de visualizar es la gradualidad en el ejercicio de la soberanía, sobre todo cuando se ha llevado al derecho un concepto político de soberanía como se ha hecho hasta mediados del siglo XX con el Derecho Internacional Público que regula las relaciones internacionales. Pero puede hacerse y se ha hecho.

De la misma manera que los seres humanos para proteger y potenciar su libertad, por su propia, única y libérrima voluntad puesta en común, pasan del ejercicio de la tumultuosa y peligrosa libertad natural a una libertad política y racional bajo reglas y autoridades y con ello no pierden su libertad, sino que la potencian al racionalizarla y resignar sus facultades desestructuradoras y destructivas, de la misma manera los Estados pueden hacerlo y lo han hecho respecto de la soberanía.

Los Estados han demostrado que pueden defender y destruir su soberanía; si quién puede lo más puede lo menos, también podrán sin desaparecer como Estados independientes asumir compromisos en el ejercicio de su plena soberanía, por los cuales se comprometen con otros Estados a determinadas conductas tendientes a abandonar las prácticas desestructuradoras y destructivas y se comprometen a seguir conductas concertadas con los demás en coordinación y cooperación con ellos. La experiencia indica que ello ha ocurrido, ocurre y es probable que continúe ocurriendo, sin que a ningún jurista avezado se le ocurra que con ello se pierde las soberanía; si no se acepta esto los Estados no podrían asumir compromisos dentro del marco del Derecho Internacional Público y mucho menos dentro de los parámetros del Derecho Comunitario u otros sistemas fundados en la supranacionalidad.

De la misma forma que el ser humano no sería absolutamente libre si, en el ejercicio de su libertad y sin imposiciones más que las de su propia conciencia y racionalidad, no pudiera comprometerse con sus iguales para limitar su libertad individual con el propósito de crear una nueva libertad individual y colectiva que les asegure a todos certeza y seguridad para vivir en paz y felices; de la misma manera los Estados no serían absolutamente soberanos si no pudieran hacer lo mismo en ejercicio de su plena soberanía limitando las decisiones individuales en algunos aspectos de su conducta para obtener con ello paz y seguridad internacionales y, de ser posible una sólida cooperación con sus pares en emprendimientos comunes.

Los Estados no pueden someterse a otros Estados sin perder su soberanía, tampoco pueden sin iguales consecuencias aceptar los mandatos de ningún otro poder ajeno a ellos; pero lo que sí pueden y lo hacen, es someterse a normas jurídicas heterónomas creadas por ellos mismos en colaboración con sus pares, es decir de normas jurídicas pertenecientes a un sistema jurídico de coordinación, como lo son las del Derecho Internacional Público; en este caso no se someten a normas jurídicas creadas por un poder ajeno, sino a normas jurídicas creadas soberanamente por ellos mismos en conjunción con sus pares y que por su honor soberano se obligan a acatar de buena fe, a las que en ocasiones desconocen y violan y en otras esas violaciones quedan sin sanción, lo que se trata de hechos, ya que en un enorme porcentaje de los casos son cumplidas de buena fe, y si se desconocen son sancionadas, permitiendo funcionar al sistema internacional. Nada diferente a lo que ocurre con los seres humanos, sus relaciones y el sistema jurídico que las regula, con una clara diferencia: este último sistema es de subordinación, porque puede serlo, y el Derecho Internacional Público es un sistema jurídico de coordinación, porque así debe serlo al ligar y obligar a ente soberanos.

¿En las relaciones internacionales, desde cuándo puede pensarse que existen normas que son heterónomas, por lo tanto jurídicas? En plenitud y acabadamente, recién después de la Carta de las Naciones Unidas. Hasta entonces la idea de soberanía que sustentaba al Derecho Internacional Público tenía un contenido radicalmente político girando en torno a la idea de poder (ver supra llamada 2) (Principio político del Equilibrio de Poderes); recién a partir de la Carta, si bien se continuó fundando el sistema en el Principio de la Igualdad Soberana de los Estados, todo el contenido de los compromisos asumidos por la misma demuestra que la idea de soberanía que se recoge y acepta en ella es la jurídica: la Carta ratifica el “pacta sunt servanda” (art. 2, inc. 2), prohíbe el uso de la fuerza (art. 2 inc. 4), obliga a la solución pacífica de las controversias (art. 2, inc. 3), crea un sistema de seguridad colectiva (Capítulo VII), establece un sistema jurisdiccional (Capítulo XIV). Lograr todo eso sin asumir compromisos de naturaleza jurídica y por ello heterónomos es imposible, por esto se les asume y por ser respaldada la obligatoriedad de los mismos por un sistema jurídico de naturaleza de coordinación, no violentan en absoluto su soberanía.

2.3.2.4. Coercibilidad

Explicado el carácter de heterónoma, resulta menos difícil referirnos a la coerción. Esta característica se concreta en la existencia de la posibilidad real de imponer por la fuerza el cumplimiento del mandato de la norma en caso de que ella no se cumpla voluntariamente o, si esto no es posible, en imponer una sanción.

En las relaciones internacionales, esta posibilidad no existió hasta la Carta de las Naciones Unidas. A partir de ella se presenta, aunque en forma no tan completa y definida como en los sistemas jurídicos de subordinación de los ámbitos internos, o en los mixtos, porque el sistema jurídico de coordinación que incluye al Derecho Internacional Público tiene sus propias limitaciones. Además el Derecho Internacional Público encierra en su sistema Principios, normas y estructuras que permiten a los Estados transitar desde él a otros sistemas mixtos, de coordinación y subordinación, más comprometedores y basados en los Principios de Soberanía y de la Supranacionalidad. En estos últimos sistemas jurídicos la coercibilidad de sus normas adquiere rasgos más acabados y definidos, aunque no tan evidentes como en los sistemas de subordinación.

Retornando al Derecho Internacional Público cabe decir que hasta la Sociedad de las Naciones, sus normas, pese a que la doctrina intentó sostenerlo de mil maneras, no tuvieron realmente carácter coercitivo. Si sus mandatos no eran cumplidos voluntariamente no existía una autoridad que los pudiera ejecutar o pudiera castigar su incumplimiento; la única forma de obtener algo de esto era que el Estado perjudicado dispusiera de fuerzas suficientes para imponerlas al Estado incumplidor o que aquel lograra el apoyo de otros Estados para disponer de ellas. En cualquier caso no se trataba de un uso de la fuerza fundado en un sistema jurídico que dispusiera legítimamente de ella, sino basado en el Principio de Auto Tutela o recurrente del apoyo de otros a partir del Principio del Equilibrio de Poderes. No había reglas jurídicas funcionales para esos casos, sino que la acción dependía del ejercicio de las fuerzas propias (y prestadas) desarrolladas en el estado de naturaleza o, a lo sumo, de usos de la conveniencia política pactados y aplicados en un estado medio civilizado, con reglas pero sin autoridades que las impusieran. Entre la Sociedad de las Naciones y las Naciones Unidas la situación se mantiene igual y los cambios se concretan más en los deseos que en la realidad: no se crea un sistema de seguridad colectiva, no se establecen sanciones eficaces y el sistema de solución de controversias previsto es débil25.

Recién con la Carta de las Naciones Unidas la sociedad internacional entra en estado civilizado, aunque de guerra en sentido lokiano y el sistema de normas que se aplica para regular sus relaciones se afirma a través de normas jurídicas, aunque con algunas carencias a los efectos de su ejecución en algunos casos y circunstancias particulares (especialmente la integración del Consejo de Seguridad, recibo del instituto del veto en él, la jurisdicción voluntaria de la Corte). Las normas del Derecho Internacional Público que recibe y desarrolla la Carta de las Naciones Unidas y su sistema, son coercibles. No sólo porque se institucionaliza la legítima defensa colectiva (art. 51), sino porque, además, el sistema crea autoridades, aunque no suficientemente fuertes26 que pueden legítimamente ejercer el uso de la fuerza para hacer cumplir el derecho a los Estados que se resisten a hacerlo o, en su caso, imponerles una sanción.

2.3.3. Una afirmación

Con la Carta de las Naciones Unidas se aportan al mundo de la comunidad internacional los elementos y los instrumentos que le permiten disponer, por primera vez, de un sistema jurídico para regular las relaciones internacionales. Este sistema jurídico es funcional y eficaz, pero acepta y respeta los límites que le imponen su pertenencia a un sistema jurídico de coordinación, a la vez que abre las puertas a la creación de otros sistemas más comprometedores y eficaces para regular esas mismas relaciones internacionales, o algunos de sus ámbitos de competencias. El Derecho Internacional Público, como sistema jurídico dispone de los principios, normas, estructuras y procedimientos que, mediando voluntad política, permiten crear a partir de él otros sistemas más comprometedores, como ocurrió en ámbito regional con el Derecho Comunitario.

Estas ideas también las recibí en el marco de la Escuela. Posiblemente, por los tiempos en que se vivía, en una forma confusa que todos ayudamos a presentar con más claridad; pero sin duda todas ellas estaban en germen dentro de la obra del Maestro Jiménez de Aréchaga.

BREVES CONCLUSIONES

Mientras una sociedad no se encuentre en estado civilizado, aún en el caso en que este también sea de guerra en sentido lokiano, ella no podrá disponer de normas de naturaleza jurídica, porque aunque se dispongan de algunas reglas no se dispone de autoridades que manden para ordenar y, en consecuencias, permitan actualizar los caracteres de heterónomas y coercibles, propios de la esencia de las normas jurídicas. La sociedad internacional recién entra en estado civilizado poseyendo autoridades de mando con reconocimiento y acatamiento mundial, con la Carta de las Naciones Unidas (ver supra 2.1), razón por la cual las normas que regulan a la sociedad internacional poseerán naturaleza propiamente jurídica a partir de entonces.

A nuestro entender, hasta entonces, las reglas que encaminaban de alguna manera a las relaciones internacionales, eran políticas, en algunos casos sustentadas por acuerdos que facilitaban su puesta en práctica, pero sólo estaban respaldadas por la voluntad de las partes, en algunos casos valorizada por largos períodos de aceptación y muchas veces respaldadas por valiosas, aunque equivocados razonamientos doctrinarios27, pero nunca por la práctica de los Estados hasta la aprobación de la Carta de Naciones Unidas.

Aún en las propuestas de la Carta existen fallas y carencias especialmente para disponer de un sistema de jurisdicción plena y un sistema de seguridad colectiva que permita castigar la mayoría de las violaciones de las normas del Derecho Internacional Público cualquiera sea el infractor28; pero los instrumentos existen y funcionan en un marco jurídico; aunque en ese mismo marco jurídico se incluyan institutos como la jurisdicción voluntaria de los tribunales internacionales y la admisión jurídica del instituto del veto. Son cuestiones a perfeccionar, pero dentro de un sistema jurídico que permite, además, transitar, existiendo voluntad política, desde él a sistemas más fuertes y comprometedores. Estos son instrumentos, normas e institutos que antes de la Carta de Naciones Unidas no existían, salvo en la imaginación y deseos de algunos autores.

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NOTAS

1En él, en cambio, puede funcionar el concepto político de soberanía. La idea política de soberanía se concreta como la capacidad de obtener el poder necesario para no depender de los demás, la ciencia de cómo adquirirlo, mantenerlo y acrecentarlo y, en los casos de vocación imperial, en la medida suficiente para imponerse, someter y dominar a los demás. En cambio, desde el punto de vista jurídico, el atributo de la soberanía justifica por legitimación una determinada forma de ejercer un poder ordenador supremo pero condicionado en su ejercicio: en las relaciones internacionales a que se constituya por la reunión de los poderes soberanos de todos los Estados involucrados actuando en su conjunto, con lo que se impide el voluntarismo individualista y se garantiza la no afectación del atributo paradigmático de la soberanía (independencia) de los Estados; y en el ámbito interno a que el poder ordenador se ejerza para el fin que los seres humanos se propusieron al renunciar a parte de su libertad para entrar en el estado civilizado: obtener certeza y seguridad y poder logar la máxima felicidad individual congruente con la máxima felicidad grupal del conjunto y que se atienda a sus necesidades y deseos, si esto no ocurre, el gobernante viola el pacto y habilita el derecho de resistencia a la opresión de los gobernados.

2ARBUET-VIGNALI, Heber. Teoría jurídica de la soberanía. Y su influencia sobre la doctrina del Estado posmoderno. El Pinar: Inédito, 2016, Cap. III, numeral. 3, b ).

3Por Centros de Poder independientes debe entenderse a los grupos humanos cerrados en algún límite; que tienen reglas y alguna especie de organización interna, de la cual resulta algún tipo de autoridades que no dependen de ningún otro Centro de Poder que les subordine, es decir que poseen una medida bastante extensa de lo que hoy llamamos independencia; y que generalmente disponen de un territorio propio o, al menos, se desplazan por un territorio más amplio que comparten, utilizan o disputan, con otros Centros de Poder. Dentro de este concepto genérico pueden comprenderse las hordas, las tribus, las ciudades-Estados, los imperios de la antigüedad, los reinos, ducados y principados, las ciudades libres, los Estados modernos, etc.

4Salvo aquellas ocasionales, precarias, localizadas, restringidas y muy politizadas como la de la Santa Alianza y el Concierto Europeo, lo que prácticamente les quitaba el carácter de tales.

5Lo que se procurará corregir sin resultados a partir de 1927 con la firma del pacto Briand-Kellogg, las adhesiones a él y otros que le siguieron.

6Esta afirmación se respalda: en la prohibición que en ella se hace de recurrir al uso delas fuerza (Art 2 Inc. 4) en la obligación de arreglar las diferencias por medios pacíficos (Art 2 Inc.3), en la creación de un tribunal jurisdiccional internacional (cap. 6) y en el establecimiento de un sistema de seguridad colectiva (cap. 7) aunque estos últimos débiles y con carencias que se deben superar.

7Las Naciones unidas tienen 191 Estados miembros plenos y 2 Estados miembros observadores. Fuera de ellos las entidades importantes con pretensión de ser reconocidas como Estados, son dos: Kosovo y República Árabe Saharaui; las demás tienen poca trascendencia.

8Es lo que ocurre con el llamado de Derecho Internacional de los Derechos humanos, con las normas del Derecho Internacional Público para la protección ambiental, con el intento de regular y perseguir a los delincuentes internacionales, etc., que encuentran en el sistema del Derecho Internacional Público regulaciones excelentes y muy bien intencionadas pero que él no puede respaldar por carecer de estructuras apropiadas para hacer cumplir y ejecutar las decisiones, porque el sistema, por su propia naturaleza no se las puede proporcionar.

9El estado de naturaleza puro y total, abarcando a todos los seres humanos de un contorno, es posible que no haya existido nunca. El fuerte espíritu gregario del ser humano, sus necesidades para sobrevivir y conservar la especie, indican que la relación de alguna manera reglada y jerarquizada siempre existió al menos en el marco de la familia básica, aquella que atiende a las necesidades esenciales de la especie humana. También es altamente posible por las características del ser humano y sus tendencias que, fuera del marco de estos pequeños grupos familiares o cuasi familiares, la competencia de todos contra todos y por todas las cosas materiales y humanas, por mucho tiempo se diera en forma totalmente desarreglada o muy precariamente ordenada.

10En la actualidad también se dan algunos pocos casos de Estados en vías de afirmación, en cuya organización priman o influyen todavía los caracteres pre estatales, tribales o de liderazgo personal. Pero estas características sociales siempre se dan dentro de marcos políticos y jurídicos que procuran transitar hacia la afirmación de un Estado y que, en general, con muchos sufrimientos y dificultades, avanzan hacia él.

11Que llego a tal posición por su fuerza, su capacidad de liderazgo, su actitud para atender las necesidades del grupo, su malignidad para dañar, sus maquinaciones exotéricas, u otras características aptas para llevarle al fin propuesto.

12Lo que no quiere decir que celebró un acuerdo formal y menos que elaboró un contrato, quizá debería decirse que espontánea e informalmente se llegó a un consenso. Puede afirmarse que éste “contrato” si bien en los hechos históricos no pudo haber sido realizado como nosotros hoy hacemos los contratos, de alguna manera se concretó. Seguramente durante el tránsito de mucho tiempo; con variadas alternativas; en ocasiones manifestándose con posicionamientos de voluntad expresa ante ciertas circunstancias y en otros casos con manifestaciones tácitas; y, con seguridad , esos “acuerdos” nunca fueron convenidos, sino por un común de las gentes más limitado, reducido a quienes no eran esclavos, solo a los hombres, dentro de estos a los más ricos o prestigiosos, o a los vinculados a los dioses, o a los que estaban en armas y apoyaban a su conductor, etc.

13Como cualquier lector atento puede darse cuenta, las primeras coincidencias debieron ser acerca de la relación entre el acatamiento y la obediencia a que se comprometían las mayorías y el asegurarles a estas que los conductores actuarían en procura del bienestar y la defensa del grupo. Los milenios irán ampliando y profundizando los compromisos.

14Es muy probable que originalmente el orden fuera impuesto por un caudillo y sus acólitos pero el común de las gentes por alguna razón y de determinada manera, debió aceptarlo para que esto funcionara.

15Justamente la diversidad y complejidad de los procesos, ocurridos en la nebulosa de los tiempos, nos impiden absolutamente, al menos a nosotros, poder narrarlos de una perspectiva histórica, pero los hechos e instituciones que conocemos en el presente, indican a nuestra razón que no son de surgimiento espontaneo y que se produjeron y evolucionaron, por ciertos caminos y determinadas vías.

16Es necesario reiterar que la expuesta no es una secuencia que creamos se haya producido en la realidad, al menos en todos los lugares y en la forma que narramos. Sólo decimos que, de alguna manera, mucho más confusa, complicada y extensa, en alguna medida se transitaron por hechos, vaya a saberse de qué tipo, pero encuadrados en los narrados, que condujeron a los resultados descriptos.

17Puede proyectarse un texto y llamarse a un grupo de la población, o a los representantes de la misma para que lo apruebe y juren solemne acatamiento, como se hicieron las primeras constituciones del siglo XIX. Puede aprobarse el proyecto con la participación de todos, votándolo, como se hace ahora. Puede, como ocurrió con los déspotas ilustrados, que estos acordaran un texto y entenderse que el pueblo la aceptó al no revelarse y cumplirlo.

18Por ejemplo, que se ajuste a las normas constitucionales; que se ejerza en la forma en que lo desea el común de las gentes para su beneficio y bienestar; que atienda a los intereses generales y no a los particulares o sectoriales; que no traicione el pacto originario; etc.

19Verticales, las elecciones periódicas; y horizontales: jurisdiccionales (cortes constitucionales o supremas, tribunales para lo contencioso administrativo, tribunales de cuentas, tribunales electorales) o políticos (defensores del pueblo, juicio político, etc.).

20Remoción del cargo, inhabilitaciones, sanciones políticas, penas jurisdiccionales, etc.

21La Enciclopedia libre Wikipedia se refiere en este artículo a los sistemas jurídicos internos a los que agrupa en cuatro grandes familias: la del derecho (continental) europeo o sistema romanista o civil law, dentro de cuyo marco se comprenden los sistemas jurídicos internos de los países europeos, latinoamericanos en general y, como herencia de la colonización no británica, de buena parte de los países de Asia y África; la del derecho anglo sajón o common law, que comprende los sistemas de Gran Bretaña, Irlanda, EE.UU. Canadá, Australia, Nueva Zelanda y como consecuencia de la colonización británica de varios países de Oceanía, África y Asia y algunos de América y el Caribe; la del derecho religioso, especialmente musulmán, que comprende los sistemas internos de Irán, Arabia Saudita, países de cercano y medio oriente, varios de Oceanía y, en África un par de países del Sahel; y el antiguo sistema soviético, bastante extendido hasta la implosión de la URSS y que ahora comprende el sistema de la República Popular de China, muy influido por el pragmatismo, las tradiciones imperiales y las ideas de Confucio, los de Corea del Norte, Cuba, Laos y Vietnam, con diferentes particularidades, y los de algunas democracias populares de África, con formas muy primitivas y lindantes con las dictaduras. Además de estos sistemas internos, todos ellos con estructuras de subordinación, debe de tenerse en cuenta la existencia de los sistemas de coordinación, el Derecho Internacional Público general a nivel mundial y algunos de los sistemas jurídicos internacionales de alcance limitado por lo geográfico, OEA, por el idioma, Liga Árabe, o razones histórico-políticas, Mancomunidad Británica; y los sistemas jurídicos internacionales de estructuras mixtas, como el de la Unión Europea y el de la Comunidad Andina de Naciones.

22En la filosofía Kantiana es “la voluntad que no se encuentra determinada por la razón del individuo, sino más bien por cuestiones ajenas a ella, entre éstas: la voluntad de los demás, la fortaleza de los hechos, los designios de Dios”.

23Otras características, aunque no exclusivas, son: la generalidad por la cual la norma no atiende a un caso en particular, sino que lo hace y se aplica a toda una categoría de sujeto, los comportamientos reglados son los de toda una categoría de sujetos (los Estados, Las Organizaciones Internacionales); la abstracción, por lo cual la norma no dispone para casos concretos, para hechos particulares, sino para categorías de hechos, esta característica es la contracara de la anterior.

24Los tratados eran pocos y generalmente referidos al estado de guerra y las adquisiciones territoriales, siempre eran bilaterales, porque hasta la Sociedad de las Naciones no se conocen los tratados multilaterales, generales, abiertos y organizativos.

25No se prohíbe el uso de la fuera, ni se obliga a la solución pacífica de las controversias. El Consejo no es un órgano permanente (art.4, inc. 3); todos los órganos deciden por unanimidad (art. 5, inc. 1), las normas para el mantenimiento de la paz son débiles y poco precisas (arts. 8, 10 a 12, 15, 17); las sanciones previstas son débiles y poco precisas (art. 16) y resultaron ineficiente ya que no fueron acatadas. Algunas de estas debilidades se procurarán superar, aunque sin éxito, con los Pactos Briand-Kellog.

26ARBUET-VIGNALI, Heber. Un sistema de seguridad colectiva universal obsoleto. Montevideo: Consejo Uruguayo para las Relaciones Internacionales, 2015, [10/15 del 23/12/2015]. Disponible en: <http://curi.org.uy/archivos/estudioscuri10del15arbuet.pdf>

27Entre cuyos autores nos incluimos, en etapas anteriores de nuestra producción.

28ARBUET-VIGNALI, Heber, 2015. Op. cit.

Recibido: 24 de Enero de 2017; Aprobado: 28 de Febrero de 2017

Autor de Correspondencia: Heber Arbuet-Vignali es Miembro y director del Consejo Uruguayo para las Relaciones Internacionales (CURI), Uruguay. Libre investigador en ejercicio, premio CONICYT 1999-2001, grado III. Antiguo Catedrático de Derecho Internacional Público y antiguo Catedrático de Historia de las Relaciones Internacionales, Facultad de Derecho, Universidad de la República. E-mail: heber@arbuet.com

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