INTRODUCCIÓN
Las particularidades sociales del desarrollo sustentable continúan concurriendo como asignaturas irresueltas. Así, en muchas naciones tanto desarrolladas como en desarrollo, persisten enclaves sociales de minorías excluidas, haciéndose más evidentes en los conglomerados urbanos donde se reconocen mayúsculas carestías de carácter social que atañen a necesidades básicas insatisfechas (Cantú-Martínez, 2012). De esta forma la sustentabilidad social, se concentra en la búsqueda de garantizar un progreso de las sociedades que viabilicen la realización de las aspiraciones, tanto individuales como colectivas, y que permita abatir la falta de racionalidad existente del sistema socioeconómico imperante, el cual se ha revelado con suma dureza y crueldad, y “que es la causante del estado negativo de la sociedad” (Torres, 2013, p. 10).
Por lo tanto, la sustentabilidad social se yergue como una premisa imprescindible, ya que da testimonio de la asunción de metas comunes y de objetivos específicos, para concretar un desarrollo sustentable en toda sociedad. Buscando impulsar relaciones más justas entre las personas, como también en el uso social de aquello que les es común (Cantú-Martínez, 2015). Comprendiéndose que lo social, conlleva un carácter distintivo y más ecológico, tal como se registra internacionalmente a partir de la Comisión Brundtland (Cantú-Martínez, 2013).
De acuerdo a Wautiez y Llavero (2002) la noción de desarrollo sustentable integra como uno de sus fundamentos la equidad intrageneracional e intergeneracional; donde la primera de estas refiere a que debe haber equidad entre la población actual, mientras que la segunda, con el mantenimiento de condiciones para garantizar un porvenir a las generaciones futuras. Esto es, otorgando un derecho a cada miembro de la sociedad de bienes y servicios, de acuerdo a los juicios que la propia sociedad en su conjunto demarque, en un contrato social sustentado primordialmente en la equidad.
En las últimas décadas en México, se ha transitado por una significativa transformación en los ámbitos de la política, de la economía y del orden institucional para lograr el desarrollo sustentable. No obstante, a pesar de este avance aún persisten rezagos que conciernen a distintas esferas, como tal nuestro país, “se encuentra entre dos mundos y dos mundos coexisten en su interior”, como advierte el Banco Mundial (2007, p. 2); esto es, por una parte subsiste en nuestro país condiciones de vida, estructuras institucionales y un capital, tanto humano como físico, superior al de otras naciones en Latinoamérica, sin embargo también en el plano nacional, se advierte un alto nivel de desigualdad y pobreza, la cual se aprecia entre los miembros de la sociedad mexicana, como también se observa en un contexto distributivo de carácter territorial. En este sentido Infante y Philippi (2004, p. 12) advierten:
“El género condiciona la forma como los individuos y los hogares experimentan la situación de pobreza y logran o no superarla. Las mujeres están sobrerrepresentadas entre los pobres, son las más vulnerables y frecuentemente experimentan las formas más severas de la pobreza”.
Así, el gran desafío en este sentido, reside en llevar a cabo reformas que disminuyan la fragilidad del Estado mexicano por una parte y fomenten el crecimiento con equidad, el cual haga hincapié, en una restructuración del gasto gubernamental, como también, que promueva un mejor desempeño del sector público como privado, que conduzcan a garantizar la sostenibilidad del Estado, con el fin de disminuir la expresión de la miseria y aumentar la justicia social entre los ciudadanos mexicanos, tanto mujeres como hombres.
La línea conductora del presente trabajo se encuentra en la mujer mexicana, donde se pretende hacer una reflexión para dar cuenta de forma proximal de las condiciones sociolaborales, así como de su posición ciudadana. Esto toma suma importancia en un contexto nacional donde la población mexicana, constituida por 120 millones de personas, el 51.2% son mujeres (INEGI, 2015a).
Condición sociolaboral
En nuestro país, el escenario actual que se presenta en relación a los sistemas de protección social, es producto de una derivación generada de las actividades económicas que se ejercen en la colectividad social, al ostentarse tanto el trabajo en el sector formal como informal. Donde los trabajadores del sector formal, cuentan con prerrogativas mucho mejores al contar con servicios de salud y un sistema de pensiones. Mientras que los trabajadores del sector informal, carecen de lo anterior, y solo acceden a servicios de salud de acuerdo a su capacidad económica. En otras palabras, esto promueve que la protección social en México, dependa de la realidad de orden laboral que el trabajador exhiba y de los ingresos producto de su trabajo. En un estudio realizado recientemente sobre cobertura en salud en México por Urquieta-Salomón y Villarreal-Páez (2013), advierten que la cobertura de aseguramiento a nivel individual en el año 2006 fue de 34.78%, mientras en el año 2012 se reportó 36.84%, este incremento precario de tan solo 2.06%, muestra la insignificante aportación que el sector económico, ofrece a la sociedad mexicana, de poder acceder a un empleo formal con las prestaciones sociales que se encuadran en el marco legal vigente en nuestro país; además advierten que los trabajos no formales se han incrementado en la población ocupada total hasta en un 60%.
Esto coloca, en una circunstancia de desamparo a un gran número de mujeres en el país, las cuales se encuentran en empleos generalmente eventuales o de medio tiempo que se caracterizan por ser pesimamente pagados y en muchas ocasiones con un alto riesgo que afecta las condiciones de salud en sus personas. Esto se contrapone, como señala Cantú-Martínez y Waliszewski (2011, p. 20) a la
“Organización de las Naciones Unidas a través de la Declaración del Milenio, [que] se muestra de acuerdo en la importancia de la igualdad de derechos en la sociedad, así como el derecho que todo hombre y mujer posee de vivir sin padecer exclusión social en ninguna circunstancia de la vida, en esto se incluye el acceso a la atención en salud”.
Por lo anterior, se puede inferir que una gran parte de las tareas desempeñadas por las mujeres siguen ocultas o subregistradas, no obstante de la relevante contribución económica femenina en México. En este aspecto Rendón (2003, p. 16) comenta,
"El incremento de la participación femenina en la fuerza de trabajo, que venía ocurriendo de manera paulatina desde los años treinta del siglo XX, se aceleró a partir de las dos últimas décadas de esa centuria (sobre todo en los años noventa) y se generalizó a todos los grupos de edad y a los distintos estados civiles".
Lo antes expuesto queda demostrado, en los últimos 44 años, cuando se observaba que en el año de 1970 la tasa de participación económica femenina que se reportó fue del 17.6%, mientras que en el año 1991 pasó a ser del 31.5%, para alcanzar, en el tercer trimestre del año 2014, el 42.06%. Esto es, la participación de las mujeres en el mercado laboral en México se ha elevado un 41.8% (De la Vega, 2012; INEGI, 2015b). No obstante, la progresiva incorporación de la mujer al mercado productivo, subsisten aún esquemas de segmentación sexual del trabajo que sin duda limitan las oportunidades laborales, y es notorio que la mujer continúa afrontando múltiples inconvenientes para insertarse en el mercado laboral, a lo que hay que sumar su compromiso con la maternidad y la atención de los hijos, así como las labores inherentes al hogar (CIMAD, 2013). Por lo tanto, queda en evidencia como señala Hartog (2008, p. 314), “socialmente, las mujeres siguen estando poco reconocidas en la esfera pública, considerada [esta] como un territorio masculino”.
De acuerdo al Instituto Nacional de las Mujeres (2014a) en México, este señala que aquellas mujeres que se encuentran en una condición de población ocupada en nuestro país, con trabajo remunerado, dedican 39.5 horas a la semana, sin embargo se debe considerar que esta población femenina en particular ocupa una doble jornada de trabajo, ya que tienen que concertar su actividad laboral con las tareas domésticas y de cuidados en casa, lo que les ha creado un exceso de trabajo, debido a que las mujeres continúan siendo las principales responsables de las ocupaciones en el hogar. Por lo tanto, la ocupación de una parte relevante de la población femenina en México, se emplean en rubros de baja productividad y remuneración económica, o bien, de tiempo parcial, por cuenta propia o participando en el sector económico informal, que de acuerdo al Instituto Nacional de las Mujeres e INEGI (2014, p. 48), están desprovistas de “la jubilación, incapacidad con goce de sueldo, pensión o ahorro para el retiro [que] son prestaciones sociales a las que la población ocupada tiene derecho, pero no siempre se cumple”. El CIMAD (2013, p. 4) agrega
“Dos de cada tres mujeres ocupadas (64.8%) son subordinadas y remuneradas. El 44.7% de estas mismas trabajadoras no cuenta con acceso a servicios de salud, más de la tercera parte (35.2%) no cuenta con prestaciones y 44.1% labora sin tener un contrato escrito”.
En este sentido, Díaz-Barriga (2012, p. 362) menciona, “sabemos que las mujeres, por su trabajo, reciben una remuneración inferior que la de sus pares masculinos, ellas suelen estar subempleadas”. Lo cual concuerda con lo que señala el CIMAD (2013), al aseverar que las mujeres que han culminado una preparación universitaria, antes de que cumplan 30 años, se encontrarán con un ingreso salarial 10% menor con respecto al de los varones. A lo que hay que adicionar la doble jornada, que de acuerdo a Durán (2012, p. 81), es el “alto precio de la nueva identidad personal y de la integración social [de la mujer]”.
Así se yergue como un punto de análisis sumamente importante el contexto y edificación de ciudadanía para las mujeres en México, como un proceso de orden dialectico que opera entre la teoría y práctica, donde es manifiesto fuerzas sociales que conllevan marcos de inclusión o bien de exclusión, que durante mucho tiempo, han sido precedidos por antecedentes históricos de negación u omisión (Lister, 2012). Y que recientemente, se examinará de acuerdo a Estrada (2013, p. 3), en el Programa Nacional para la Igualdad de Oportunidades y No Discriminación para las Mujeres 2013-2018, denominado “Pro igualdad”, para
“disminuir las desigualdades y brechas que existen en el disfrute de derechos y oportunidades entre mujeres y hombres, así como señalar en qué medida responde a las recomendaciones que el Estado Mexicano ha recibido por parte del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer”.
Este programa nacional, “Pro igualdad”, ratifica las obligaciones reconocidas por el país, en su postura de hacer cumplir los preceptos concertados internacionalmente, en la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, como también de la Plataforma de Acción de Beijing (Instituto Nacional de las Mujeres, 2014b). El propósito del mismo de acuerdo al Gobierno Federal de México, 2013, (p. 2), es añadir en la,
“planeación y programación nacional las necesidades de las mujeres y las acciones que permitan el ejercicio de sus derechos; derechos que tienen un rango constitucional y que se encuentran explícitos en: la Ley del Instituto Nacional de las Mujeres, la Ley General para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos, la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia y la Ley General de Víctimas, entre otras”.
Lo anterior, pone en evidencia que en México concurren varios desafíos y contenidos aún no resueltos, por lo cual, es necesario robustecer las políticas públicas encaminadas a mejorar los ámbitos de la existencia de las mujeres en el país. Debido que es insostenible “la situación de marginación económica, política, jurídica y social en que se ha encasillado a la mujer” (Valenzuela, 2010, p. 326).
Escenario y construcción de la ciudadanía
Hoy en día, en el concierto internacional como nacional, se puede concebir la ciudadanía como un proceso aún no acabado, particularmente desde la perspectiva de la mujeres, que se ha impulsado desde las corrientes sociales que se originan en los derechos humanos y el feminismo (Vélez, 2006). Aproximarnos al concepto de ciudadanía, es muy trascendente, por lo cual podemos utilizar aquella que han expresado Conde e Infante en el año 2002, citado por Vélez (2006, p. 378) al señalar:
“[es] la expresión que sintetiza el conjunto de principios, valores, actitudes y modo de conducta a través de los cuales los individuos se reconocen adscritos a un conjunto geográfico-social y, como tales, son sujetos de derechos políticos y sociales”.
Actualmente uno de los problemas más serios, que pueden estar enfrentando las mujeres en México, puede radicar en que muchas de ellas aún no se descubren como seres humanos con derechos, aspecto que repercute en la perspectiva que poseen de sí mismas como ciudadanas (Sánchez-Olvera, 2006). ¿Cómo hablar de ciudadanía para las mujeres? aludiendo a Cortina (2008, p. 22), esta señala, “no es posible que la igualdad política [de hombres y mujeres] este conviviendo con una radical desigualdad económica, con una radical desigualdad cultural, con una radical desigualdad de todos los demás bienes”.
Esto es, de nada vale contar con una igualdad política y reconocimiento jurídico (Cossío, 2012), si en los demás ámbitos de carácter social persiste esta desigualdad con carácter sustancial para las mujeres, donde se ven coartados los derechos a la libertad de expresión, de reunirse, por citar algunos, que son derechos de primera generación, y aquellos de segunda generación como el de contar con asistencia sanitaria, trabajo, un ingreso y educación, entre otros (Zamudio, Ayala y Arana, 2014). En nuestro país, son nítidos estos eventos debido a que nuestra sociedad mexicana, como menciona Cortina (2008), es una sociedad moralmente pluralista, con diferentes planteamientos morales que inciden en la construcción de nuestra sociedad. Y por lo tanto, hacen distinguir que la ciudadanía para las mujeres es un tema aún no agotado, donde quizás el retraso para esto, se funde en el derrotero histórico de la fuerte carga social impuesta por la sexualidad, como se advierte en el Articulo 1 y Artículo 6 de la Ley General para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, en su última reforma realizada del 14 de noviembre del 2013 (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2013), cuyos principios rectores son la igualdad, la no discriminación y la equidad. En este orden de ideas, Durán en 1996, citado por Fonseca (2008, p. 21), hacía mención de la clara correspondencia de poder, en relación a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, al indicar que, “el sistema de género entrena a los varones para la jerarquización y la adopción de papeles formales, en cambio a las mujeres las alecciona para la socialización y para asumir papeles informales de tipo familiar y afectivo”.
Si retomamos en un contexto histórico como menciona Latapi (2006, p. 233), lo denotado por las expresiones de democracia y ciudadanía,
“encontramos que la primera no siempre ha buscado la integración de los miembros de la sociedad como iguales, y que la segunda no siempre ha significado el ejercicio real de derechos y obligaciones por todos y para todos [….] En realidad, no es que el papel de las mujeres no estuviera integrado al andamiaje político-“democrático”, sino que se las incluía rezagándolas a la vida doméstica [….] acotado, limitado y subordinado”.
En este sentido, retomamos la postura de Pimentel y Luna (2008) donde se pueden reconocer tres orientaciones que están relacionados con la actual construcción social de ciudadanía de muchas mujeres en México. Esta ciudadanía puede ser edificada bajo el concepto “súbdito/beneficiario”, en el cual, la mujer no entorpece la toma de decisiones y se sujeta a los deberes y compromisos que los son asignados. O bien, “con participación ciudadana”, donde a pesar que las mujeres pueden expresarse y evaluar el desempeño de las políticas públicas que el gobierno o los sectores sociales emprenden, estas aún, siguen siendo exclusivamente receptoras de las acciones emprendidas. Mientras que la tercera ciudadanía está sustentada en el “empoderamiento”, lo que significa, una mayor participación cívica de estas, que se fundamenta sobre el ostentar un mayor control sobre las decisiones que les afectan, donde las mujeres muestran una actitud más crítica, expresado esto en la generación de propuestas para encontrar resolución a los problemas que yacen en su entorno socio-ambiental y sobre sí mismas.
La importancia de seguir construyendo el concepto de ciudadanía en México, para que mayor cantidad de mujeres en nuestro país arriben a esta, particularmente el denominado de “empoderamiento”, radica en el ámbito de contemplar a la ciudadanía como un constructo social que representa un elemento de gran trascendencia para la integración social de cualquier colectividad, con lo cual conduzca a sus miembros a una mayor igualdad productiva, como también de orden simbólico social y del ejercicio de obligaciones y responsabilidades ciudadanas sin mediar ningún factor de exclusión social, como es el hecho, por ser mujer (Hernández, 2011; ONU-Mujeres, 2012).
Partiendo de lo anterior, Escrivá de Balaguer, citado por Solé (2011, p. 103), sanciona elocuentemente, “La presencia de la mujer en el conjunto de la vida social, es un fenómeno lógico y totalmente positivo […] Una sociedad moderna, democrática ha de reconocer a la mujer su derecho a tomar parte activa”. Para ello sería necesario acceder también, como lo señala Bustello (1998, p. 250), a una ciudadanía que denomina “emancipada”, y que para las mujeres sería de relevancia, al reconocerse el,
“Derecho de las personas […] a tener iguales oportunidades de acceder a beneficios social y económicamente relevantes. Igualdad implica equidad -proporcionalidad en el acceso a los beneficios y costos del desarrollo- y también, justicia redistributiva basada en la solidaridad colectiva”
Por lo tanto se presume, que la justicia social para las mujeres mexicanas se circunscribiría a la lucha y logros conseguidos en los ámbitos jurídicos, económicos y de autrorrealización; donde en el marco jurídico se ha avanzado sustancialmente, debido a los compromisos contraídos por el Gobierno Federal de México en el plano internacional.
CONCLUSIONES
Aún que en el marco Constitucional en México se advierte de la relevancia de la vida en democracia, que insta a que todos los mexicanos, tanto hombres como mujeres de manera consciente, encuentren una nueva forma de relacionarse y de convivir entre sí, para fortalecer y alentar la pluralidad, como también la participación de todos. Esto es, dejando de lado las diferencias económicas, ideológicas, culturales y de carácter de género, para así permear esta democracia y ciudadanía como una forma de vida, que permita aplicar lo mencionado en los discursos políticos de justicia social y de igualdad. Sin embargo, se debe reconocer, como señala Concha (2011, p. 63), que en el concierto nacional se dejó:
“el tema de la construcción ciudadana después de 1996, éste no ha vuelto a ser retomado, y el Estado lo ha abordado de manera indirecta y segmentada a través de instituciones especializadas como es el Inmujeres, El Injuve o el Conapred, bajo la idea de atender grupos poblacionales con necesidades específicas y no de atender la formación democrática de la población en su conjunto”
Así mismo, es terminante hoy en día la carencia o lo incipiente, de las políticas públicas y de programas que mitigan los efectos mordaces y desventajosos de la inserción de las mujeres en el plano sociolaboral, lo cual ha desencadenado una notable carga de compromisos y obligaciones por parte de ellas, que a su vez, derivan en un peso social adicional de responsabilidades y labores concluyentemente mayor, que originan un sentimiento de aflicción como de injusticia moral, donde además se observan obstáculos para acceder a una mejor condición material y a la autorrealización de los proyectos personales de vida. Lo anterior, a pesar de los notables avances en el país, en el ámbito e impulso de un marco jurídico como institucional, que promueve la igualdad entre mujeres y hombres.
Por otra parte, debemos reconocer que al abordar a las mujeres en México, como sujetos de estudio, se debe considerar tres ámbitos y un condicionante para establecer una visión más integral sobre las circunstancias en que estas subsisten, estos tres ámbitos son: desde la perspectiva de construcción social de su existencia, desde el plano sociolaboral y desde sus particulares condiciones ambientales y socioculturales; y el condicionante que es imprescindible, es que deben hacerse estas indagaciones desde la consulta a las propias afectadas, ya que el conocimiento a sus problemáticas de vida, solo pueden emanar en términos empíricos de la interacción social y de la comprensión de ellas mismas, en los distintos ámbitos en que se desenvuelven como es la familia, la sociedad civil y frente al Estado. En este sentido indica Torres (2013, p. 17), que la carencia de reconocimiento suscita “en la familia, maltrato y violencia a la integridad física; en la sociedad civil, negación de derechos y exclusión; y en el Estado, falta de consideración social (honor, dignidad)”. Por lo cual se puede aludir, que la exclusión y marginación de la mujer mexicana, no sucede solamente por las relaciones de carácter socioeconómico o de carácter cultural, sino también a las contradicciones sociales que se encuentran arraigadas en la base moral de la sociedad.
Finalmente, a pesar del déficit o indefinición de ciudadanía, que afecta a las mujeres actualmente en México en los distintos ámbitos nacionales, como es el caso del orden laboral y social, debemos persistir y alentar a seguir construyendo el precepto de democracia sustentada en los ciudadanos y no en los electores, como señala Cantú-Martínez (2014, p. 26) al indicar que “un régimen democrático con fundamentos de buena calidad, atributos y vigoroso no pueden existir intereses o fuerzas económicas, ajenas a los procesos establecidos en un marco legal acordado por la sociedad”. De respetarse esto, se podrá acceder a una sociedad mexicana más perdurable, justa, equitativa, razonable y más igualitaria, y en este caso para las mujeres, lograr la sustentabilidad social tantas veces anhelada.