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Revista Internacional de Investigación en Ciencias Sociales

versión On-line ISSN 2226-4000

Rev. Int. Investig. Cienc. Soc. vol.13 no.1 Asunción jul. 2017

https://doi.org/10.18004/riics.2017.julio.1-3 

EDITORIAL

La tradición educadora de la sociedad: de la oralidad a las tecnologías de la información y la comunicación

The educating tradition of society: From orality to information and communication technologies

José Antonio Torres-González 1  

1Universidad Autónoma de Asunción. Paraguay


Antiguamente, algunas mentes liberales entendían que la educación era un bien necesario para el desarrollo de cualquier país, para el engrandecimiento de su gente y para la formación de sus ciudadanos como personas. Sin embargo, a lo largo de los tiempos, no todos los ciudadanos tenían las mismas oportunidades. Mientras que para los individuos de clase trabajadora y del campesinado, su demanda era poder seguir viviendo, la demanda de las clases pudientes era el conocimiento que permitiese afianzarse en su condición privilegiada y desarrollar los bienes de producción con la finalidad de producir más, mejor y al menor coste posible.

Pero la educación no siempre dependió de la institución escolar. Durante muchos siglos, las sociedades utilizaron mecanismos diferentes a la escuela para reproducir sus valores y sus maneras de pensar. La manera de ver el mundo de esas sociedades estaba regulada por un conjunto de rituales que no tenían que ver con un docente, un salón y unos estudiantes recibiendo clases de lectura o de geografía. La historia de la educación había tenido, antes de nuestra era moderna-occidental, otro tipo de prácticas, de instituciones y de sujetos que la hacía incomparable a la que hoy tenemos. En Europa, antes del siglo XVI o quizás del XV, la educación era un asunto propio de la Iglesia y se refería fundamentalmente a las prácticas de la fe. Además de la catequesis, la acción intencionada de educar a la población no era un asunto importante. En América este fenómeno perduró hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

Kowii, poeta ecuatoriano, nos describe cómo los ancianos kichwas (pueblos del continente AppiaYala en América) solían decir que empezamos a conocer desde el momento en que nacemos. A ese pensamiento se suma el de que el conocimiento es interminable y los principios de escuchar, mirar, hacer, aprender, siempre están presentes. Las sociedades, las culturas, en cualquier época que se encontraran, siempre pusieron interés por el conocimiento y se preocuparon por desarrollar su sistema de aprendizaje, su sistema educativo. La tradición oral siempre constituyó la principal herramienta para transmitir las enseñanzas a las nuevas generaciones, para imprimir en su conciencia su identidad cultural, para crear hábitos que garantizaran la autoexploración de sus habilidades espirituales y manuales; en suma, para contribuir en el desarrollo de la sociedad. Educar significaba compartir con todo aquello que estaba a su alrededor; el entorno constituía la gran escuela, el espacio adecuado para entrenar su mente y poner en juego su ingenio y creatividad. La oralidad, por tanto, ha facilitado siempre el intercambio y la conservación de saberes. Pero no debemos olvidar que el ser humano es un ser social y, al mismo tiempo, un ser cultural que se beneficia de la cultura comunicada entre los individuos. En este sentido, los individuos acumulan experiencias de manera individual aunque alimentadas por las experiencias, igualmente almacenadas, de sus semejantes a través de la comunicación en el marco de la comunidad social en la que se inserta. Esta dinámica de aprendizaje se genera gracias a que vivimos en una sociedad configurada por redes sociales, que vienen determinadas por las necesidades de los seres humanos de relacionarse “con otros” y que, a su vez, le dan carácter de universalidad a la naturaleza social humana.

Podemos estar de acuerdo, por tanto, en que la oralidad ha sido el mejor medio de comunicación y de transmisión de la cultura de los pueblos. La sociedad, a través de este medio, ha generado diferentes y múltiples prácticas educativas que han ido configurando multitud de significados que han constituido diferentes tradiciones. La realidad de la vida cotidiana se nos presenta como un “mundo intersubjetivo” que compartimos con otros, debido a que el ser humano es un ser social que se construye gracias a los intercambios que se producen mediante las relaciones sociales que mantenemos, y que nos permiten adquirir una identidad propia que facilita, por una parte, nuestro autoconocimiento, y, por otra, el conocimiento de los demás. Esta identidad es la fuente de la diversidad humana.

Siguiendo nuestra argumentación podemos comprobar que a la tradición oral, como mediación cultural importante, le sigue la escritura y la lectura como una forma de mediación que hace que la sociedad encuentre nuevas formas de trasmitir contenidos de cultura. Ello implica la aparición de formas de acción, de prácticas educativas inéditas que permiten liberarnos de la presencia de nuestros semejantes en la estructura comunicativa, y ganar en accesibilidad a las diferentes experiencias que se producen en contextos distantes al nuestro. Ello, sin duda, altera el abanico de posibilidades para la socialización de los individuos que podrá nutrirse de todo lo que queda almacenado en los textos y generar el establecimiento de nuevas identidades personales con más complejidad en cada sujeto. La afectividad, propia de la comunicación oral, pierde vigencia aunque gana espacio el espíritu de universalidad que lleva consigo la comunicación mediante la escritura y la lectura.

Una tercera dimensión, en este proceso descriptivo de la sociedad como generadora de prácticas educativas, lo constituyen las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que introducen nuevas experiencias en cada sujeto, y, a su vez, nuevas identidades. Se introducen grandes novedades que permiten integrar la palabra hablada y la escrita con sonidos e imágenes generando nuevas formas de trasformar los códigos de comunicación dominantes hasta ahora en los procesos educativos. Todo ello aumenta el carácter de universalidad ya iniciado con la lectoescritura, facilitando la configuración de comunidades culturales más amplias en las que se puede reordenar el espacio y el tiempo de cada sujeto abriendo nuevas posibilidades de elegir que los individuos antes no tenían aun cuando sea a costa de perder los lazos afectivos. Quizás lo más destacable sea sus consecuencias en el ámbito educativo, ya que todo el mundo se encuentra envuelto en dinámicas de universalidad de la cultura, en cambios constantes y continuados de factores culturales hasta hace poco tiempo impensables.

Desde estas perspectivas analizadas, podemos admitir, en un principio, dos evidencias. Una primera, inmediata a la experiencia, referida al hecho de que la sociedad es una convencionalidad, es decir, un sistema de relaciones de las que participan la mayoría de las personas que forman esa sociedad, aun cuando debemos entender, al mismo tiempo, que tal convencionalidad más que una arbitrariedad es una intencionada obra colectiva del hombre, sin planificación, pero orientada en su quehacer por convicciones. Por ello, la convencionalidad del comportamiento humano tiene el valor de la tradición, de las costumbres, de las creencias, en suma de la cultura.

La segunda evidencia pone de manifiesto que todo ser humano requiere de un aprendizaje, aunque sea mínimo, de los rudimentos socioculturales de su medio para poder valerse por sí mismo y, en la dimensión ciudadana, para poder ser un miembro activo en el desempeño social. Estas evidencias revelan cómo la sociedad ha sido siempre generadora de prácticas educativas y que además preexiste a cualquier biografía individual.

José Antonio Torres González Director

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