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Revista Internacional de Investigación en Ciencias Sociales

On-line version ISSN 2226-4000

Rev. Int. Investig. Cienc. Soc. vol.9 no.1 Asunción July 2013

 

 

ANÁLISIS

 

Gobernanza y diseño institucional. Marco conceptual y análisis de caso (Regulación y gobierno del sistema educativo en Uruguay)

Governance and institutional design. Theoretical framework and case analysis (Regulation and governance of the education system in Uruguay)

 

Nicolás Bentancur(1)

 

1. Docente e Investigador en Políticas Públicas, con especialización en Políticas Educativas. Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales. Universidad de la República, Uruguay.

Correspondencia: Nicolas Bentancur. E-mail: nicobent@fcs.edu.uy

Recibido: 30/04/2012; Aceptado: 03/11/2012.

 


Resumen: En este artículo se sientan algunas bases teóricas y operativas para determinar la influencia del diseño institucional en las políticas públicas. Se parte de la conceptualización de la gobernanza, como forma específica de relacionamiento entre autoridades públicas y grupos de interés para la dirección del sistema, y de la determinación  del rol de los arreglos institucionales en ese esquema. Luego de esbozado ese marco teórico, se avanza en el análisis de caso de la nueva normativa de la educación sancionada en Uruguay en el año 2008 (Ley General de Educación), procurando elucidar en qué medida favorece o dificulta una gobernanza efectiva del sistema educativo nacional.

Palabras clave: Gobernanza, políticas educativas, Uruguay.

 

Abstract: This article defines some theoretical and operational basis to determine the influence of institutional design in public policies. It begins with the conceptualization of governance, as a specific form of relationship between public authorities and stakeholders to steering the system, and determine the role of institutional arrangements in this scheme. After this theoretical framework outlined, we will proceed to the analysis of the case of the new education legislation passed in Uruguay in 2008, in order to elucidate their impact on the educational system governance.

Keywords: Governance, educational policies, Uruguay.


 

INTRODUCCIÓN

El enfoque pluralista de la producción de políticas. Aún siendo un concepto de auge relativamente reciente entre las explicaciones sobre las modalidades de regulación político-social, la gobernanza tiene anclajes sólidos y de más larga data entre los marcos interpretativos de la formulación de las políticas públicas.

Todas las sociedades necesitan de alguna forma de regulación, esto es, de gobierno. En el mundo occidental, suele situarse a mediados del siglo XVII el inicio de un modelo de estado denominado “de Westfalia”, surgido como resultante del pacto que culminó la guerra europea de los Treinta Años y ambientó la formación de los estados-nación modernos de base territorial. Desde entonces, el patrón dominante de gobierno fue de tipo jerárquico, a través de autoridades políticas que decidían que leyes y políticas serían adoptadas y luego procedían a la implementación de esas directivas.

En sus manifestaciones democráticas los actores sociales podían ser involucrados en el proceso, pero el gobierno continuaba siendo el decisor último de las políticas (Peters y Pierre 2006:209-210). Desde esta génesis se alumbraron explicaciones del proceso de políticas que reivindican un estatus de considerable autonomía de los estados con respecto a la sociedad civil, reconociendo que los gobiernos pueden ejecutar proyectos políticos propios como consecuencia de la condensación de poder en su seno, de su capacidad coactiva y sus aparatos especializados, elementos que le otorgan una mayor capacidad de dirección sobre la sociedad civil (Torres y Morrow 2008:231).

Como reacción a estas visiones estadocéntricas de las políticas públicas, hace décadas que los pluralistas han sostenido que las políticas surgen de un continuo e intrincado proceso de elaboración, ya que los recursos de poder se encuentran distribuidos ampliamente en la sociedad y por ende, las decisiones de políticas públicas son resultado de la intervención e interacción de múltiples actores que sostienen posiciones diversas, no resolubles por expedientes técnico–racionales. La decisión no deriva de una ponderación exhaustiva de los méritos e inconvenientes de cada línea de acción factible, como pretenden las visiones racionalistas, sino que es la resultancia de las disputas de sujetos y grupos sociales por satisfacer sus intereses (Lindblom 1992:212). Ello es especialmente cierto en el marco de sistemas democráticos, por cuanto habilitan mayores oportunidades para expresar, organizar y representar las preferencias políticas, y propician una mayor variedad de preferencias e intereses políticos con probabilidades de estar presentes en la vida política (Dahl 1989:31 y 33).

Por ello, para comprender los procesos políticos es imperioso prestar atención a la actuación de diferentes actores con intereses, perspectivas, recursos y racionalidades distintas, que por medio de la interacción entran en un juego político que producirá resultados determinados. Las interacciones políticas abren un “juego de poder” a través del cual los actores se controlan recíprocamente entre sí, en el marco de ciertas reglas que especifican quiénes son elegibles para ocupar cargos de decisión, y los mecanismos mediante los cuales son seleccionados.

Estas visiones pluralistas “clásicas” han dado lugar con el paso de los años a varias reformulaciones, que sin embargo no han alterado sus axiomas fundacionales: a) el Estado como tal no es la fuente material de las decisiones políticas, sino una arena en la que diversos actores políticos y sociales desarrollan estrategias y movilizan recursos de poder para promover sus visiones e intereses; y b) en la medida en que esos recursos de poder de distinta naturaleza (autoridad, persuasión, intercambio, amenazas) se encuentran amplia –aunque no igualitariamente- distribuidos, ningún actor puede imponer completamente sus designios, por lo que es necesario un proceso de “mutuo ajuste” de las demandas.

Desde esta perspectiva, los gobiernos –el poder propiamente político- cumplen predominantemente un rol de árbitros, componedores o facilitadores de los acuerdos entre grupos, procurando conducir los conflictos dentro de márgenes aceptables para el funcionamiento del sistema. En términos de Charles Lindblom:

“Los sistemas democráticos requieren un lugar imaginativo para controlar los conflictos entre el gran número de intereses que presionan libremente con sus demandas. Se requiere un liderazgo con habilidad en el análisis partidista y con capacidad para reestructurar las controversias políticas, para identificar intereses comunes a los distintos grupos que se encuentran enfrentados, y por tanto para alejar a la nación de controversias inútiles a favor de nuevas visiones e iniciativas” (Lindblom 190:79).

Por cierto que el paradigma pluralista tuvo adversarios, entre las cuales se destacó el corporativismo (o neo-corporativismo), que gozó de extendido predicamento en la década de 1980. En estas lecturas, la distribución del poder político era básicamente asimétrico, por cuanto la naturaleza cerrada del proceso de elaboración de políticas sólo permitía jugar un rol destacado a los grupos de interés dotados de mayores recursos, bien organizados y legitimados por el Estado (Williamson 1989; Schmitter y Lehmbruch 1979). Pero en cualquier caso, el neocorporativismo no negaba radicalmente la pluralidad de los sujetos de las políticas, sino, en cambio, el carácter plenamente democrático del policy making.

Naturalmente, la asunción de que el Estado no es el único actor y tampoco necesariamente el más relevante es compatible con una modalidad jerárquica de gobierno y de conducción de las políticas públicas. Es afín, en cambio, a una forma de coordinación asentada en procesos constituidos por redes inter-organizacionales de actores. Precisamente en este entendido se sustenta la categoría de la gobernanza.

Del gobierno a la gobernanza. Como lo manifiesta un autor clave sobre este punto, la nueva terminología pretende dar cuenta de un giro significativo en las formas de gobernar:

“Current uses does not treat governance as a synonym for government. Rather governance signifies a change in the meaning of government, referring to a new process of governing; or a changed condition of ordered rule; or the new method by which society is governed” (Rhodes 1996:652-3)(2).

Mayntz da cuenta del pasaje del “gobierno” a la “gobernanza” como categoría analítica en los siguientes términos:

“… en la actualidad el término se utiliza, sobre todo, para indicar un nuevo modo de gobernar. Tengo que llamar a este nuevo modo de gobernar “gobernanza moderna”. Gobernanza moderna significa una forma de gobernar más cooperativa, diferente del antiguo modelo jerárquico, en el que las autoridades estatales ejercían un poder soberano sobre los grupos y ciudadanos que constituían la  sociedad civil. En la gobernanza moderna, las instituciones estatales y no estatales, los actores públicos y privados, participan y a menudo cooperan en la formulación y la aplicación  de políticas públicas. La estructura de la gobernanza moderna no se caracteriza por la jerarquía, sino por actores corporativos autónomos (es decir, organizaciones formales) y por redes entre organizaciones” (Mayntz 2001).

Esta modalidad de regulación aparece como alternativa, por tanto, a las prácticas tradicionales de contralor estatal jerárquico de las acciones de gobierno y de las conductas de los colectivos sociales con ellas relacionadas. Representa el pasaje de un tipo de Estado pretendidamente externo a los factores sociales que inciden en las políticas, como estrategia para preservar su diferenciación y autonomía, a otro que resuelve sus cometidos a través de una “autonomía arraigada” (Evans 1995), que le posibilitaría penetrar más profundamente en las redes de actores en las que se gestan las políticas. Asimismo, es también una forma de direccionamiento diferente a la de mercado, por cuanto aquí no se postula la autorregulación de los grupos de interés, sino una variante de la injerencia estatal en nuevos formatos.

En los últimos años se ha hecho énfasis en una variante específica que es la gobernabilidad democrática, que procura asociar los valores de eficacia y legitimidad en el procesamiento de las políticas. Así, en un estudio sobre democracia y desarrollo en América Latina se ha expresado:

“La expresión gobernabilidad democrática hace referencia a la capacidad de los sistemas democráticos para aprobar, poner en práctica y mantener las decisiones necesarias para resolver problemas sociales, resultado de procedimientos democráticos institucionales que consideran plenamente los puntos de vista e intereses de los actores políticos y sociales relevantes” (Payne et al 2003:14).

Un concepto nodal dentro de la arquitectura de la gobernanza es el de las redes de políticas. Las “policy networks” están integradas por grupos de organizaciones públicas y privadas independientes y auto-organizadas, con competencia e interés compartido en una esfera de políticas determinada. Estas organizaciones necesitan intercambiar recursos (dinero, información, expertise) para alcanzar sus objetivos particulares, por lo que constituyen relaciones amalgamadas de distinta forma por encuadres institucionales o vínculos personales, según los casos.

En este esquema de gobernanza de redes, las políticas públicas son un producto de la interacción entre autoridades gubernamentales y organizaciones de la sociedad civil de disímil naturaleza (por lo general –pero no exclusivamente- grupos de presión económicos). Por lo general, las redes se constituyen en parcelas sectoriales de políticas, con configuraciones más o menos cerradas o abiertas a la participación de nuevos miembros (desde las “comunidades de políticas”, en un extremo, a las “redes de asuntos”, en otro) (Marsh y Rhodes 1992; Marsh 1998; Rhodes 1995 y 1997).

Pero el tránsito de la modalidad tradicional de regulación por vía jerárquica a la gobernanza moderna estructurada por redes de actores requiere de una serie de precondiciones políticas y sociales. Entre ellas, se han señalado:

a. Poder social disperso, pero no de manera fragmentada e ineficiente.

b. Autoridades políticas legitimadas como “guardianes del bienestar público” (aunque no omnipotentes), y dotadas de diversificación funcional, competencias y recursos apropiados para cumplir su misión.

c. Sociedad civil fuerte, plural, funcionalmente diferenciada, bien organizada y compuesta por organizaciones autónomas de las autoridades políticas.

d. Integración social y cultural entre los distintos grupos sociales y organizaciones, que asegure un mínimo de identificación y de responsabilidad con respecto al colectivo (Mayntz 2001).

Por su parte, en el “Libro Blanco” de la Comisión de las Comunidades Europeas (2001) se identificaron cinco principios para una buena gobernanza: .

a. El principio de participación, asegurando que todos los actores que ostenten intereses, recursos o visiones deberán poderse incorporar en las redes de acuerdo con las normas y pautas establecidas.

b. El principio de transparencia, para facilitar la participación activa de los ciudadanos y evitar la perpetuación de redes herméticas.

c. El principio de rendición de cuentas (accountability), en su modalidad horizontal, permanente y ante públicos específicos, que va más allá del contralor y la eventual sanción en instancias electorales.

d. El principio de eficacia: producción de los resultados buscados sobre la base de objetivos claros.

e. El principio de coherencia, entre distintos organismos y esferas de las políticas.

El lugar del Estado en la nueva forma de regulación.El auge y la amplitud del concepto de gobernanza según se desarrolló en las últimas décadas, y las cambiantes formas y realidades a las que fue aplicado, ha impreso cierta polisemia al término. Particularmente, las interrogantes se orientaron a la incidencia de las instituciones gubernamentales en este particular entramado público – privado, que demostró ser variable en distintas experiencias nacionales y sectoriales. Por ello, con la intención de precisar sus alcances y de recoger sus distintas versiones, han comenzado a ensayarse algunas tipologías de la gobernanza.

Es el caso de uno de los trabajos de Peters y Pierre (2006:210), se identifican cinco modelos de gobernanza según el peso de las instituciones como portadoras de intereses y objetivos colectivos, por un lado, y de la autonomía de actores sociales y mercados, por otro:

a. Modelo Estatista: rol dominante de estado e instituciones. Involucramiento y retroalimentación social limitada.

b. Modelo Liberal: involucramiento de un número limitado de actores sociales, seleccionados cuidadosamente por las instituciones estatales.

c. Modelo Estado – Céntrico: el estado permanece como actor dominante, pero los actores sociales tienen ciertas fuentes autónomas de legitimidad, y demandas de participación (ej. intercambios corporatistas).

d. Modelo “Holandés”: las redes son protagonistas principales o dominantes, pero el estado conserva la capacidad de tomar decisiones autónomas y de efectuar un control a distancia.

e. Modelo de gobernanza sin gobierno. Las redes y los mercados son los actores dominantes, limitándose el estado a legitimar sus acciones.

Como puede apreciarse, para estos actores la cuestión fundamental no es el tránsito del gobierno a la gobernanza, sino cuál es el rol del gobierno dentro de la gobernanza.

Los métodos de la gobernanza. En un nivel de abstracción menor, pero también vinculado con las modalidades de intervención de las autoridades públicas, otros análisis han reparado en las estrategias específicas para traducir los productos de las redes de políticas en una forma de coordinación efectiva de los sistemas.

En esa senda, y atendiendo a los dispositivos instrumentales puestos en práctica, Spicker (2008) ha identificado variantes más o menos impositivas de regulación dentro de la gobernanza, y estilos de intervención de mayor o menor externalidad a los procesos de políticas. De esos énfasis se puede mostrar en la siguiente figura 1.

 

Como puede apreciarse, aún dentro del esquema de la gobernanza los gobiernos pueden seleccionar sus modalidades de intervención dentro de una caja de herramientas bastante amplia, que incluye desde mecanismos emparentados con el tradicional modelo de regulación jerárquico (sanciones, regulaciones, planeamiento) hasta otros más cercanos a la regulación de mercado (incentivos y desincentivos, subsidios, etc.).

La incidencia del marco institucional en la gobernanza de las políticas públicas. De regreso al análisis de las formas: las corrientes neoinstitucionalistas. Como deriva de lo consignado en los numerales anteriores, la gobernanza implica una modalidad específica de procesamiento del “juego político” característico de las políticas públicas, pautada por intercambios significativos y estables entre los sujetos públicos y privados relevantes en una arena de políticas. Pero como todo juego, está estructurado en torno a reglas, que determinan las condiciones de dichos intercambios. De allí la importancia de reparar en la función de esas reglas y de las instituciones que conforman en el proceso de las políticas públicas.

Como relatamos en otra ocasión (Bentancur 2008a: 105 y ss.) la apelación a variables de naturaleza institucional para explicar la vida política, que puede rastrearse hasta la antigüedad, fue retomado por la Ciencia Política a partir de la década de 1980, propugnando “traer nuevamente el Estado al centro” de los análisis. El reclamo de una mayor atención a la incidencia de las instituciones en general, y especialmente al estado, originó un número creciente de aportes teóricos e investigaciones empíricas que suelen ampararse bajo el amplio arco teórico del “neoinstitucionalismo”.

Con matices, las distintas corrientes neoinstitucionalistas señalan su acuerdo en dos supuestos fundamentales: a) las instituciones influencian los productos políticos porque ellas conforman las identidades, poder y estrategias de los actores; b) a su vez, las instituciones son constituidas históricamente, lo que les otorga inercia y robustez y por ende, la capacidad de influenciar los desarrollos futuros (Putnam 1993: 7-8).  Adicionalmente, podría señalarse que también comparten, en mayor o menor medida, que el impacto efectivo de otros factores causales de las decisiones políticas -como el ejercicio del poder y la interacción política, y el rol de las ideas- depende de su articulación con dispositivos institucionales.

Más allá de estas coincidencias – por cierto medulares - los caminos de los nuevos institucionalistas se bifurcan, al punto de haberse ensayado varias tipologías sobre los distintos tipos o variedades de neoinstitucionalismos. En uno de estos intentos, Hall y Taylor (1999) identifican tres variantes: el institucionalismo histórico, el de la elección racional y el sociológico. En tanto el último repara fundamentalmente en instituciones no formales, los dos primeros prestan atención al impacto en las políticas públicas de las normas y regulaciones jurídicas, aunque con variantes sustantivas entre sí

Por un lado, el institucionalismo histórico destaca la importancia de las instituciones políticas formales y desarrolla conceptos más amplios de cómo y cuáles son las instituciones que importan, con especial destaque para la organización institucional de la política y de la política económica.  Por su parte, para la variante de la elección racional los individuos actúan maximizando el cumplimiento de sus propias preferencias, lo que puede generar un comportamiento sub-óptimo para la comunidad; son precisamente los arreglos institucionales los que garantizan el comportamiento complementario de los actores, reduciendo los costos de transacción en los intercambios y favoreciendo acuerdos que permitan ganancias más amplias.

Naturalmente, tal disparidad de enfoques ha dado lugar a distintas definiciones del concepto mismo de institución. Para los institucionalistas históricos, se consideran instituciones los procedimientos formales o informales, rutinas, normas y prácticas insertadas en la estructura organizacional de la política. Se incluyen, entonces, las organizaciones y las reglas o convenciones promulgadas por una organización formal (Hall y Taylor 1999:17-18).

Por su parte, los teóricos institucionalistas de la elección racional entienden como instituciones a las limitaciones que los humanos se imponen a sí mismos, dictando los márgenes conforme a las cuales operan las organizaciones y por consiguiente hacen inteligible la relación interna entre las reglas de juego y la conducta de los actores (North 1995:16 y 143). Por último, otras definiciones conjugan varios de los énfasis señalados y ponen un pie a cada lado de las fronteras de estos paradigmas teóricos, como es el caso de la siguiente:

“… diferentes estructuras institucionales fijan las reglas del juego de las políticas en diferentes formas. Las reglas institucionales proveen incentivos diferenciales a los actores políticos, concediendo variados recursos de poder e intereses. Diferentes instituciones configuran el contexto dentro del cual individuos y grupos definen sus intereses; por lo tanto, las instituciones conforman las opciones estratégicas de los actores de políticas” (traducción propia de Steinmo y Tolbert, 1998:168).

No es imprescindible en este trabajo, por tanto, establecer una adscripción definida a una u otra escuela institucionalista para reivindicar la necesidad de indagar sobre la influencia de las normas y estructuras organizativas vigentes en un sistema dado sobre la gobernanza del mismo.

Instituciones, “buen gobierno” y políticas públicas. Ahora bien, ¿cuál es la incidencia efectiva de esas instituciones revalorizadas en el gobierno de una política específica? ¿Y cuáles son las instituciones que efectivamente importan a estos propósitos?.

Probablemente los estudios con más predicamento sobre este punto son los de Weaver y Rockman (1993a y 1993b). Estos autores centraron sus desarrollos en el concepto clave de las “capacidades de gobierno”, que estarían asociadas al nivel de efectividad de un gobierno en sus interacciones con su entorno.

Se trata de un catálogo de tareas y capacidades que favorecen el cumplimiento de sus fines, con independencia de sus preferencias y objetivos políticos específicos; en cierta lectura, podría considerar como un decálogo del “buen gobierno”(3).

Estas capacidades estarían influenciadas por la arquitectura institucional, y a su vez, impactarían posteriormente en la orientación y los productos de las políticas públicas, de acuerdo a la siguiente secuencia ( Figura 2).

 

Si efectivamente las capacidades de gobierno están en cierta forma predeterminadas por el diseño institucional, es ineludible prestar atención a sus variables críticas. Entre ellas, suelen postularse las siguientes: el tipo de régimen político (democrático o autoritario), el sistema de gobierno (presidencial o parlamentario, y las distintas variantes de cada uno), la estructura del Estado (federal o unitario), la composición del poder legislativo (unicameral o bicameral), las características del sistema de partidos políticos, el régimen electoral, el número y las características de los actores con capacidad de veto de las políticas, la estructura organizativa de la administración pública (jerarquía, distribución de competencias, nivel de autonomía, existencia de agencias independientes).

Con el objetivo de relacionar causalmente instituciones y capacidades de gobierno Weaver y Rockman seleccionan y ordenan esta larga lista de instituciones relevantes en tres niveles: en el primero, ubican al sistema de gobierno (presidencial o parlamentario); en el segundo, al tipo de régimen y tipo de gobierno (variaciones dentro del sistema de gobierno, según sus operativas específicas); y en el tercero, la estructura del Estado y otras variables institucionales históricas y culturales, como los antecedentes de los programas, los resultados de opciones anteriores de políticas, las creencias dominantes entre los lideres y la cultura política de la sociedad.

Dando cuenta de los hallazgos de una investigación comparada que coteja la influencia de esas instituciones políticas en las capacidades de gobierno en un conjunto de países desarrollados,  estos autores identifican los siguientes patrones generales:

a. Los diseños institucionales afectan las capacidades gubernamentales, pero sus efectos son contingentes (crean oportunidades para desarrollar un una mejor gobernanza, o exacerban carencias existentes);

b. Arreglos institucionales específicos frecuentemente crean tanto oportunidades como riesgos para distintas capacidades de gobierno (por ejemplo, pueden otorgar mayor autonomía a los gobiernos pero al mismo tiempo hacerlos menos responsivos frente a la ciudadanía);

c. Las instituciones pueden afectar de manera diferencial las capacidades de construcción de políticas públicas en distintas áreas de actuación del mismo sistema político;

d. Los efectos de las instituciones en las capacidades de gobierno están mediados por ciertas características del proceso decisorio, entre ellas: la cohesión de las  élites, la existencia de múltiples puntos de veto, la estabilidad de las élites, el acceso de los grupos de interés y la autonomía de las élites a las presiones políticas de corto plazo;

e. El tipo de régimen político y el tipo de régimen de gobierno influencia las capacidades de gobierno tanto como el diseño institucional de la relación entre los poderes ejecutivo y legislativo (separados o fusionados);

f. La existencia de un sistema de gobierno presidencialista o parlamentarista no explica satisfactoriamente las capacidades de gobierno (no se hallaron evidencias de superioridad de uno u otro para este fin);

g. El “gobierno dividido” (control de las cámaras legislativas por diferentes partidos) dificulta la gobernanza, especialmente para fijar prioridades de políticas;

h. Hay un “trade-off” entre algunas capacidades institucionales (así, un diseño que promueve la innovación en la hechura de las políticas limitando los puntos de veto puede dañar su estabilidad); y

i. Frecuentemente se generan mecanismos compensatorios para ciertos arreglos institucionales básicos (delegación de atribuciones de un poder a otro, pasaje de atribuciones a regiones, creación de agencias gubernamentales independientes, constitución de redes para contrapesar excesiva fortaleza o debilidad del ejecutivo o el legislativo) (Weaver y Rockman (2003b:a).

Otros enfoques atienden a la jerarquía de las reglas institucionales, enfatizando su peso diferencial sobre los procesos de gobierno según su rango y competencia. Así se han distinguido al “marco constitucional” en un nivel superior, que instituye las reglas fundamentales de un estado y fija las condiciones para el arbitraje democrático de los conflictos de interés. En un segundo nivel las “reglas institucionales” que regulan las organizaciones administrativas que forman el aparato estatal, esto es, las  herramientas y recursos a disposición de los gobiernos. Y en la base, los “acuerdos político – administrativos”, denominación con la que se hace referencia a las lógicas de acción específicas de los autoridades públicas competentes para la coordinación de sus actividades (Subirats et al 2008:106-107). 

 

ANÁLISIS DE CASO

El gobierno del sistema educativo uruguayo según la Ley General de Educación Nº 18.437 de 2008. Antecedentes normativos y caracterización. La norma de jerarquía superior relativa al gobierno de la educación es la Constitución Nacional vigente desde 1967. Esta establece sólo dos elementos de organización institucional: que la enseñanza pública estará regida por uno o más Consejos Directivos Autónomos, y que existirá una forma –no precisada- de coordinación de la educación; el resto de la organización se confía a la ley. Esta es una configuración distintiva del sistema uruguayo: la autonomía de esos Consejos supone que no están sometidos a ninguna forma de supervisión jerárquica de las autoridades políticas (Presidencia de la República y/o Ministerio de Educación)(4). Por tanto, las decisiones fundamentales de políticas educativas para la enseñanza básica y media de Uruguay son adoptadas por un ente autónomo del resto de la institucionalidad política, incluyendo a la organización de sus recursos humanos (estatuto de los funcionarios).

Los resortes efectivos de poder de los gobiernos sobre la arena educativa se reducen a  tres:  a) la designación de los jerarcas máximos de ese ente autónomo; b) la aprobación por parte del Poder Legislativo del presupuesto del ente para desarrollar su programa educativo; y c) la determinación por vía legislativa de la forma de designación de los miembros de los Consejos de Educación, sus cometidos y atribuciones. Esta última competencia de regulación por parte del poder político es, precisamente, la que habilita la sanción del marco legislativo que se analizará.

Al momento de la sanción de la Ley General de Educación de 2008, existían tres organismos públicos con competencia en la educación no universitaria: la Administración Nacional de la Enseñanza Pública (en adelante: ANEP), la Comisión Coordinadora de la Educación y el Ministerio de Educación y Cultura.

El primero fue creado en 1985 por la Ley de Emergencia de la Educación (Nº 15.739), norma sancionada para pavimentar el camino desde la salida de la dictadura a la normalización institucional. De conformidad con la previsión constitucional, a la ANEP se la concibió con naturaleza de ente autónomo, y de acuerdo a la normativa es indudablemente la institución educativa de mayores y más amplias competencias. A su vez, constituye el organismo más complejo: se compone de un Consejo Directivo Central (en adelante: CODICEN) con competencias generales de gobierno, y de tres Consejos Desconcentrados (Primaria, Secundaria y Técnico Profesional) dotados para la administración de los subsistemas. La elección de los integrantes del CODICEN es esencialmente política, al ser designados a propuesta del Poder Ejecutivo y con venia del Senado; y su Presidente era denominado “Director Nacional de Educación”(5).

En cambio, según la Ley de 1985 la designación de los integrantes de los Consejos Desconcentrados compete al CODICEN, lo que resguarda un espacio mayor para los criterios de selección técnico – profesionales. Cabe destacar que por cierta ambigüedad de la normativa, y por la propia incidencia de los factores políticos, el verdadero equilibrio de poder y reparto de competencias entre el Consejo Central y los desconcentrados ha variado en los últimos veinticinco años, asistiéndose a ecuaciones de mayor o menor centralización - descentralización de las decisiones.

Por su parte, según la normativa vigente hasta la aprobación de la Ley General de Educación, la Comisión Coordinadora de la Educación (integrada por representantes de ANEP, Universidad de la República, el Ministerio de Educación, la Comisión Nacional de Educación Física y la enseñanza privada) detentaba cometidos y atribuciones que, en los papeles, aparecían como de gran importancia: proyectar las directivas generales de la política educacional y coordinar la enseñanza pública mediante recomendaciones impartidas a los entes. Pero aunque en algún período se trató de dotarla de protagonismo, por lo general sus intentos chocaron contra la defensa celosa de su autonomía por parte de ANEP y de la universidad pública y por tanto no cristalizaron. Es, por tanto, un espacio institucional de escasa incidencia en la definición de políticas.

Por último, el Ministerio de Educación y Cultura aparece en la norma del año 1985 fuertemente retaceado en competencias si se lo compara con sus pares de la región, con excepción de algunas áreas particulares como la educación inicial y superior privadas. Sin embargo, cuenta con dos resortes jurídicos eventualmente relevantes, como el manejo de los vínculos internacionales (especialmente los asociados a apoyos financieros externos) y su ya citada presencia en la Coordinadora. Asimismo, su pertenencia al Poder Ejecutivo y visibilidad pública -con todo lo que ello implica- constituye un activo político potencial, escasamente explotado en las últimas dos décadas. En un primer diagnóstico, por tanto, la organización del sistema de gobierno de la educación conformado en esta evolución histórica puede ser caracterizada como fragmentada –aunque jerarquizada-, centralizada funcional y territorialmente, de hegemonía estatal y estatus autonómico (Bentancur 2008a:232). En ese contexto normativo y legado institucional se inscribe la reciente Ley de Educación General Nº 18.437, de 12 de diciembre de 2008, promovida y votada durante el primer gobierno de una coalición política de izquierda en Uruguay (el Frente Amplio).

Apuntes sobre el proceso político de construcción de la Ley General de Educación. Si bien no es nuestro objetivo en esta instancia reconstruir íntegramente el proceso que alumbró la nueva regulación –tarea que hemos acometido en una ocasión anterior (Bentancur 2008b)-, es pertinente repasar sucintamente sus principales trazos para facilitar el entendimiento de sus resultancias.

Tras la experiencia de intentos previos de reformas en la enseñanza nacional construidos verticalmente, de controvertida legitimidad política y social y, por ende, de dificultosa implementación y pervivencia en el tiempo, el gobierno de izquierda apostó a un proceso de elaboración de una normativa general para el sector  mucho más extendido y complejo, pero presumiblemente dotado de niveles mayores de consenso en la sociedad en general, y en los sujetos protagónicos en la vida educativa en particular. Con ese objetivo se diseñó un esquema de deliberación y decisión compuesto por dos grandes momentos, el primero de naturaleza societal, encarnado en el “Debate Educativo” y su culminación en un “Congreso Nacional de Educación”, y el segundo político-institucional, tramitado con la iniciativa del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) y resuelto luego de la discusión y aprobación de una Ley General de Educación en el parlamento.

El momento societal de preparación de la Ley se encarnó en el Debate Educativo llevado a cabo a lo largo del año 2006. Tuvo como objetivo explícito la promoción de la más amplia discusión sobre educación, velando por su pluralidad y amplitud, y se realizó a través de asambleas territoriales y encuentros sectoriales en los que participaron aproximadamente 20.000 personas. Deliberadamente, el rol de las autoridades de la educación en el direccionamiento del Debate fue poco significativo, aportando apenas un documento (“Desafíos de la educación uruguaya. Interrogantes para el debate educativo”), en el que se manifestaba expresamente la voluntad del poder político de no iniciar el proceso con una propuesta articulada y acabada. Este Debate culminó en un Congreso, que tendría carácter resolutivo, pero cuyas resoluciones sólo se traducirían en “recomendaciones” para a las autoridades autónomas de la enseñanza y los poderes Ejecutivo y Legislativo. En cuanto a la composición del Congreso, el 53% de los delegados provenían de distintos colectivos docentes.

Esa hegemonía en el Congreso contribuye a explicar que haya sido aprobada en esa instancia la principal reivindicación de estos colectivos: la ampliación de la autonomía del gobierno de la enseñanza a su máxima expresión. En una de las mociones más relevantes aprobadas por el Congreso, la autonomía de gobierno fue entendida como “... la consagración del cogobierno por parte de todos los actores involucrados, definiendo las políticas educativas con independencia del gobierno del momento, a través de mecanismos democráticos de participación. Por tanto para garantizar la autonomía, las autoridades deben ser electivas, rechazando su designación por el Poder Ejecutivo” (CODE 2007:199).

En cuanto a la posterior etapa político –institucional, debe anotarse que si bien las características de las etapas preparatorias del proceso de formulación del proyecto de Ley General de Educación auguraban un ensanchamiento de su base de respaldo social a expensas de más amplios apoyos políticos, el producto enviado al Parlamento expuso flancos débiles en los dos terrenos. Por un lado, luego de haber concedido a lo largo del Debate un relevante espacio de legitimación a los intereses y perspectivas gremiales, posteriormente el Poder Ejecutivo, a través del MEC, se distanció de las recomendaciones del Congreso y elaboró una propuesta ecléctica que recogió parcialmente los postulados gremiales y de círculos afines en cuanto a la radicalización del marco autonómico, y resultó insuficiente para satisfacer las demandas de los sectores más movilizados de estos grupos. Por otro lado, el proyecto tampoco estuvo anidado en consensos político-partidarios extendidos: la Ley resultó aprobada tras una breve tramitación parlamentaria, con los únicos votos de los legisladores del gobierno.

Permanencias e innovaciones en la regulación de la educación. La Ley General de Educación no introduce un esquema alternativo de regulación del sistema educativo, pero propicia importantes innovaciones de naturaleza institucional, que pueden agruparse para su análisis en cinco dimensiones: gobierno, coordinación, descentralización, participación, y evaluación y formación docente. Pasaremos revista a cada una de ellas a continuación.

En cuanto al gobierno del sistema educativo –entendido en sentido estricto- persiste la tradicional solución de procedencia constitucional, consistente en confiar su dirección a Consejos Directivos Autónomos, lo que otorga un carácter peculiar a la organización de nuestra enseñanza en el concierto internacional. En el caso de la enseñanza no universitaria se mantiene incluso la denominación del ente autónomo (Administración Nacional de Educación Pública, ANEP; art. 52).

En cambio, se modifica sustancialmente la integración de sus órganos directivos: de los cinco miembros del Consejo Directivo Central sólo tres serán designados por el Poder Ejecutivo con venia de la Cámara de Senadores (para la cual se requiere los votos de tres quintos de sus componentes en primera instancia y de mayoría absoluta en una segunda), en tanto los dos restantes serán electos por el cuerpo docente del ente y permanecerán cinco años en sus cargos. Por el mismo procedimiento de designación de los consejeros “políticos” se elegirá al Presidente del Codicen (art. 58) quien, por otra parte, ya no ostentará la denominación de “Director Nacional de la Educación Pública” que le asignaba la Ley de Emergencia Nº 15.739. Mediante una ley modificativa de abril de 2012, se otorgó doble voto al Presidente del organismo.

La responsabilidad de los distintos niveles educativos le es confiada a cuatro Consejos desconcentrados, competentes respectivamente sobre la educación inicial y primaria, la educación media básica, la educación media superior (estas dos últimas, desdoblamiento del actual Consejo de Secundaria)(6), y la educación técnico – profesional (art. 62). Cada Consejo estará integrado por tres miembros, dos de los cuales serán designados por el Consejo Directivo Central con el voto de cuatro de sus integrantes, exigencia que se reduce a la mayoría absoluta por el simple paso del tiempo; mientras el tercero será electo por el respectivo cuerpo docente. El mismo procedimiento de designación de los dos consejeros electos por el CODICEN se aplica a al Director General de cada Consejo (art. 65). La relación entre el CODICEN y los desconcentrados se mantiene básicamente incambiada. No obstante, en la nueva ley la responsabilidad de cada Consejo por los niveles educativos respectivos es más clara y explícita que en la normativa anterior (que les atribuía como cometido principal “impartir” la enseñanza, art. 14 nral 1º Ley Nº 15.739). También se reconoce ahora a cada Consejo la potestad de aprobar por sí los planes de estudio de su nivel, limitándose el órgano jerarca a su homologación (art. 63 lit. b)(7).

Por su parte, el Ministerio de Educación y Cultura no constituye estrictamente, según las previsiones de la Ley (art. 51) y de la propia Constitución Nacional, un órgano de gobierno de nuestro sistema educativo. Las atribuciones que se le confían lo sitúan más bien como una “arena” que como un “actor” con facultades de decisión. Ello es así en virtud de sus múltiples y jerarquizadas tareas de coordinación y de articulación, y por alojar en su órbita a varios de los organismos de esta naturaleza. Más allá de esto, la responsabilidad política de su titular frente al parlamento, sus facultades propositivas, su rol en el relacionamiento internacional e incluso algunos cometidos genéricos que le asigna la Ley (“Desarrollar los principios generales de la educación”, literal A) del art. 51), constituyen argumentos que inhiben su menosprecio como protagonista potencial en el escenario de las políticas educativas de los próximos años.

En materia de coordinación se plantea la constitución de un “Sistema Nacional de Educación Pública” (SNEP) que agrupa a la ANEP, la Universidad de la República (UDELAR) y el Ministerio de Educación y Cultura, estructura inexistente como tal en la normativa vigente. Este organismo de naturaleza compuesta está articulado por la “Comisión Coordinadora del SNEP”, integrada por ocho miembros (tres por cada ente autónomo y dos por el Ministerio), y dotada de competencias muy genéricas con excepción de algunas citadas especialmente (derechos humanos, educación física, concesión de becas). En líneas generales, las atribuciones de esta comisión de coordinación replican las correspondientes a la Comisión Coordinadora de la Educación según la Ley de Emergencia de 1985, salvo algunas que fueron transferidas a otros organismos de participación y asesoramiento que se crean en la nueva norma.

Las novedades son mayores en la línea de la descentralización, aunque diferenciable en tres niveles: desconcentración (pasaje de atribuciones del CODICEN a los Consejos Desconcentrados), descentralización territorial y descentralización funcional, con destino en los centros de enseñanza. La relación entre el CODICEN y los desconcentrados se mantiene básicamente incambiada, salvo la relevante potestad que ahora se reconoce a cada Consejo para aprobar por sí los planes de estudio de su nivel. En la dimensión territorial se destaca la creación de las Comisiones Coordinadoras Departamentales de la Educación, integradas por representantes de cada gobierno departamental, la UDELAR y varios Consejos e Institutos de ANEP. Si bien sus atribuciones no son sustantivas y no afectan la histórica matriz centralista de nuestro sistema educativo, por la vía de la coordinación, el asesoramiento y la consulta a los centros educativos suponen una primera experiencia nacional de adaptación de planes y programas y de obras de infraestructura a los intereses y problemáticas locales.

Por último, debe destacarse el reconocimiento de los centros educativos como ámbitos institucionales con competencias y recursos propios, y no sólo como meros implementadores de políticas definidas por la cúpula del sistema. Si bien esas competencias no se establecen taxativamente, se refiere en el proyecto a su fortalecimiento pedagógico, de recursos docentes y no docentes y financieros. Los fondos presupuestales a asignar se destinarán al mantenimiento del local, a la realización de actividades académicas y proyectos de extensión. Significa, por tanto, un paso acotado pero significativo hacia cierto nivel de autonomía de gestión de las escuelas y liceos, de escasos antecedentes en la organización de nuestra enseñanza.

La participación de los educandos, familias, docentes y de la sociedad en general es consignada a texto expreso como uno de los principios básicos de la educación pública. En consonancia con esta norma programática, son múltiples los espacios de participación social incorporados en la Ley, insertados en distintos niveles del sistema y transitando mayoritariamente por los andariveles del asesoramiento y de la consulta.

Así, se institucionaliza el Congreso Nacional de Educación, en carácter de instancia de debate; se instituye la Comisión Nacional de Educación (COMINE), de conformación amplísima con representantes públicos y privados, como ámbito nacional de deliberación sobre políticas educativas; y se incorporan a la estructura de los Consejos desconcentrados Comisiones Consultivas de funcionarios, padres y estudiantes, ampliadas a representantes de empresarios y trabajadores en la enseñanza técnica. Merece una mención específica el reconocimiento de la actuación de las Asambleas Técnico-Docentes tanto en la cúpula (Consejos) como en la base (Centros Educativos) del sistema, con derecho de iniciativa y función consultiva, que resulta preceptiva para la aprobación de planes y programas de estudio.

La última dimensión institucional que puede identificarse en el texto en análisis es la de la evaluación y formación docente. Si bien analíticamente se trata de conceptos distintos, las presentamos en conjunto por su directa vinculación con la calidad de la enseñanza a impartirse. Aquí debe registrarse la incorporación, en la última fase de elaboración del proyecto, del Instituto Nacional de Evaluación Educativa. Se trata de una persona jurídica de derecho público no estatal, por lo que se regirá en su funcionamiento por normas de derecho privado y no estará sujeta a la jerarquía del Ministerio de Educación. Está compuesta por seis miembros propuestos por el propio Ministerio (2), la ANEP (2), la UDELAR (1) y la educación privada (1). Tendrá por función la evaluación de la calidad de la enseñanza inicial, primaria y media, de cuya condición dará cuenta públicamente en un informe bianual. Por último, la creación del “Instituto Universitario de Educación” como ente autónomo y con dirección cogobernada tiene por objeto la formación de maestros y profesores de rango universitario, lo que constituye una innovación absoluta en el sistema educativo, de tradición “normalista”

La gobernabilidad del sistema educativo en el nuevo diseño institucional. La determinación de las variables institucionales pertinentes. Hemos asumido que el diseño institucional es una variable relevante para explicar la gobernanza en una arena de políticas determinadas. Asimismo, hemos consignado más arriba (nral. 2.2.) un repertorio de las instituciones que en teoría se reputan más influyentes.

Sin embargo, al proceder al análisis de la regulación del sistema educativo uruguayo se advierte que las definiciones institucionales a las que suele prestarse mayor atención no son las de mayor rédito explicativo. Ni el régimen político, ni el sistema de gobierno, ni las características del régimen electoral o del sistema de partidos políticos determinan la capacidad de gobierno del sistema educativo uruguayo(8). En cambio, resalta claramente el impacto de otra variable que en tipologías como las elaboradas por Weaver y Rockman forman parte de una última categoría, centrada en las estructuras organizativas y culturas organizacionales específicas, o en un nivel intermedio al aludir Subirats et al a las “reglas institucionales” que regulan las organizaciones administrativas que forman el aparato estatal. Nos referimos al estatus autonómico del gobierno del sistema educativo uruguayo.

Esta peculiaridad institucional es la más importante para condicionar la gobernanza de este sistema específico al menos por razones: a) por la negativa, la autonomía de los Consejos que rigen la educación actúa diluyendo el peso de las otras variables institucionales, al constituir un dique de contención a la incidencia de manifestaciones políticas más comprehensivas como los sistemas de gobierno o de partidos; y b) por la positiva, el estatus autonómico de los organismos de dirección de la enseñanza –especialmente al haberse complementado con un régimen de cogobierno político/docente en la nueva Ley- constituye en su propio seno un terreno en el que debe ejercerse la gobernanza del sistema.

Esta es una constatación necesaria para una correcta intelección del gobierno de la educación en Uruguay, pero al mismo tiempo amerita la interpelación de los marcos conceptuales neoinstitucionalistas que predeterminan con cierta rigidez la ponderación de los diferentes tipos de arreglos institucionales. Más concretamente: en el análisis de casos particulares la ordenación de las variables institucionales influyentes pueden revertirse, al punto que la regulación de una estructura determinada del aparato estatal incida más en las formas y productos de gobierno que la arquitectura general del sistema(9).

Asimismo, corresponde resaltar la importancia de otras dos variables institucionales también ubicadas en la esfera de la organización sectorial: el grado de concentración de las facultades decisorias en ciertos organismos, y el nuevo reparto de poder, ahora formalizado e institucionalizado, entre “gobernantes políticos” y “gobernantes gremiales” de la enseñanza.

¿La nueva legislación de la educación favorece la gobernanza del sistema? Las implicancias de las transformaciones para la modalidad de gobierno sectorial El nuevo esquema de gobierno representa cierta forma de equilibrio entre varios valores institucionales dicotómicos: concentración y descentralización, representación político-ciudadana y participación corporativa, autonomía y responsabilidad pública.

En cada uno de estos tres ejes, el primer término es predominante, conforme a la tradición institucional nacional en el sector educativo. Por tanto, aún luego de la puesta en vigencia de la nueva Ley este sistema de enseñanza continuará ejerciéndose de manera centralizada, mayoritariamente por directores electos por los partidos políticos y en un marco legal de autonomía sustantiva y procedimental.

Sin embargo, los desplazamientos en cada uno de los ejes explicitan transformaciones de interés en las reglas de juego del sistema. En primer término, la apertura a una “voz institucionalizada” de diversos actores indudablemente incidirá –en mayor o menor medida- en la hechura de las políticas a adoptarse. Especialmente, el empoderamiento de los centros educativos abre una brecha a las posibilidades de innovación, adaptación y retroalimentación de las medidas decididas centralmente, y genera un nuevo punto de intervención de directores, colectivos docentes y familias. En un plano más operativo, la descentralización insinuada puede colaborar parcialmente en la desburocratización y racionalización del sistema (aunque múltiples voces de la política y la academia reclaman avances más decididos en esa dirección).

En segundo lugar, a pesar de que la norma preserva un recurso de poder de los partidos políticos al confiársele la designación en el parlamento de la mayoría de los Consejeros, la fórmula aprobada modifica dos aspectos importantes. Por un lado, dificulta la coparticipación entre distintos partidos en el gobierno del ente de enseñanza. En efecto: en la medida en que los representantes políticos constituirían una ajustada mayoría de tres contra dos miembros electos por los docentes en el nuevo CODICEN, la incorporación de un miembro de la oposición a esa cuota dejaría al partido de gobierno en minoría, lo que constituye un claro desincentivo a la coparticipación. Este factor no está necesariamente remedado por la mayoría especial requerida en el Senado para otorgar la venia, por cuanto se reduce a una mayoría simple que podría obtener el partido de gobierno con el mero correr de los plazos.

Por otro lado, no debe desestimarse la repercusión del espacio conseguido por los colectivos docentes en los órganos de dirección, que en una hipótesis de mínima le asegurarán una fuerte presencia en las discusiones de políticas, y excepcionalmente, pueden constituir una coalición mayoritaria en el caso de disidencias entre el triunvirato de origen partidario. En el mismo sentido opera el mecanismo para designar a los integrantes de los Consejos Desconcentrados, que requiere el voto de al menos uno de los representantes docentes. Aunque este apoyo puede subsanarse transcurrido cierto plazo, constituye un incentivo normativo para los acuerdos entre ambos estamentos.

En tercer término, la autonomía sustantiva del ente de enseñanza subsiste como un rasgo principal y determinante del diseño institucional, pero aparece interpelada por dos tipos de construcciones de la Ley: por un lado, las instancias de coordinación (especialmente la COMINE y la Comisión Coordinadora del SNEP) y el Instituto de Evaluación Educativa (al que se hará referencia en el párrafo siguiente). Las primeras suponen una mirada horizontal al sistema, de naturaleza político-institucional, y permiten una injerencia lateral del Ministerio de Educación en el esquema de decisiones. Según la experiencias de las últimas dos décadas, y a pesar de que no se le confían a estas comisiones competencias privativas relevantes, el distinto grado de activismo de los Ministerios y las coyunturas políticas específicas le pueden otorgar un lugar más importante que el definido taxativamente. Aunque la COMINE opere en el ámbito del sistema educativo general y la Coordinadora se restrinja a la educación pública, es previsible además cierto solapamiento entre las funciones de estas dos Comisiones, con desenlaces alternativos en favor de la predominancia de una u otra según el contexto. No puede escapar al análisis que, en tanto la Comisión Coordinadora del SNEP se construye por agregación de las autoridades educativas, la COMINE incorpora además a actores externos al sistema de educación pública, que podrán adquirir voz institucionalizada sobre sus estrategias y funcionamiento.

Si esta perspectiva desafía a las autonomías desde la política, el Instituto de Evaluación lo puede hacer, fundamentalmente, desde el saber especializado y la técnica, en aras de la independencia política a la que contribuye su estatus “no estatal”. Constituye por tanto una novedad de porte, que en su versión positiva puede contribuir a trasparentar los resultados obtenidos por el sistema educativo, pavimentando la rendición de cuentas pública de las autoridades de la enseñanza. En una modalidad alternativa, el INEE representaría un mecanismo de orientación e inducción “a distancia”, incompatible con el ejercicio más genuino de las potestades autonómicas de la ANEP(10).

Analizados estos movimientos en su conjunto, puede aseverarse que el diseño institucional del sistema educativo uruguayo propicia una forma de regulación acorde a la lógica de la gobernanza, en tanto demanda una fuerte imbricación de actores públicos y privados para la toma de decisiones y su implementación. Notoriamente, se excluye un tipo de regulación de mercado por cuanto el rol de las autoridades públicas continúa siendo predominante. Pero tampoco es factible que el gobierno del sistema se resuelva a través de los expedientes jerárquicos tradicionales, en virtud de la incrustación en los aparatos formales de decisión de colectivos sociales (que cuentan, además, con los recursos de poder connaturales a su naturaleza), de cierta ampliación en los reductos de autoridad del sistema (descentralización, organismos de coordinación y evaluación), y de la continuidad de competencias acotadas pero igualmente trascendentes de los partidos políticos representados en el parlamento, que los mantiene como actores de pleno derecho. La incrementada complejidad de este sistema de múltiples niveles y reductos, la pluralidad de actores con distintas formas de legitimidad y recursos de poder, la ampliación de los issues y las propias condiciones diferenciales de la escena educativa son todos datos que inducen a un trámite negociado de las políticas afín al modelo de la gobernanza.

La materialización de las condiciones para una buena gobernanza. Si es cierto que el diseño institucional propicia la gobernanza como estrategia de gobierno del sistema educativo uruguayo, corresponde ahora recuperar los basamentos teóricos propuestos antes (numeral 1.2.) para elucidar el mérito y las posibilidades de éxito de la misma, en relación a los citados principios de participación, transparencia, rendición de cuentas, eficacia y coherencia.

Si bien es notoria la ampliación de las instancias para la participación en la operativa del sistema, desde la cúpula a la base, es posible que en los hechos se limite a un reforzamiento de la incidencia de actores con protagonismo y recursos de poder preexistentes: los sindicatos docentes. Es cierto que por primera vez se inauguran espacios para la participación de familias y otros miembros de la comunidad, pero enfrentarán el desafío de incrustarse efectivamente en instituciones con una cultura organizacional adversa a su incorporación, contando además con escasos recursos organizativos como actor social. Si la participación termina concentrándose en los mejor organizados, la gobernanza afectará su potencial de representar perspectivas e intereses diversos. Aunque parezca paradójico, la apertura efectiva a estos nuevos actores sociales requeriría de una intervención decidida de las autoridades políticas para allanar la participación plena de estos intereses en principio difusos. Un segundo apunte relativo a la participación refiere a la considerable fragmentación interna de algunos de los actores principales (partidos políticos y sindicatos), que agrega complejidad a la operativa de la gobernanza(11). Por último, podría ponerse en cuestión si, como demandaba Mayntz, existe aquí una integración social y cultural entre los distintos grupos sociales y organizaciones participantes que asegure un mínimo de identificación y de responsabilidad con respecto al colectivo.

Las características del juego político desarrollado en esta arena en Uruguay, con frecuentes confrontaciones entre actores y gran dificultad para arribar a soluciones consensuadas, permiten interrogarse sobre las posibilidades de canalizar de manera positiva una participación plural.

En segundo término, la nueva normativa legal uruguaya implica un avance en términos de transparencia y rendición de cuentas, fundamentalmente por la creación de un organismo externo de evaluación del sistema. Por la conocida importancia de los rasgos fundacionales de las instituciones (path dependence), serán claves los primeros pasos que se den en su conformación y funcionamiento, de forma de establecer una cultura institucional apropiada a estos fines. Eventualmente, el contralor social ambientado por los nuevos canales abiertos a la participación también puede resultar funcional a una mayor transparencia en las políticas sectoriales. Pero estas innovaciones institucionales positivas se encuadran en una tradición organizativa poco propensa a la rendición de cuentas, retroalimentada por la autonomía del ente que gobierna la enseñanza.  

En qué medida la gobernanza de un sistema con estas características favorece la eficacia de las políticas es un aspecto de difícil dilucidación. Como surge del proceso de elaboración de la Ley General de Educación que sintetizáramos antes, al diseñar la norma se consideraron en primer término los factores y condicionantes políticos, más que un armado ideal orientado por los diagnósticos y las problemáticas propiamente educativas. Esa impronta incremental se encuentra en la estructura orgánica, en los mecanismos de conformación de los órganos de gobierno, en las competencias atribuidas a las distintas instancias. En una primera lectura, esa atención a los factores de poder en el campo educativo conspira contra un diseño institucional más apegado a la racionalidad instrumental y a la eficacia de las decisiones.

Sin embargo, la frustración de experiencias reformistas nacionales previas, indica que la subestimación de las variables políticas –posiciones e intereses de los actores-, aún cuando resten cierta racionalidad al sistema, es un error grave en esta arena pública. Por ello, cierta participación de los colectivos docentes en la ingeniería diseñada aparece como necesaria para asegurar vínculos más directos entre el mundo de la política y el mundo de la educación, y favorecer la efectiva implementación de las medidas que se decidan. Asimismo, el recorte ministerial de las pretensiones gremiales al cogobierno del sistema –no concediendo el autogobierno reclamado- constituye un límite necesario para preservar la determinación pública, de base ciudadana, de una política de capital importancia para el desarrollo individual y social.

En cambio, la vocación monopartidista de esa ingeniería y del propio proceso de elaboración y sanción de la norma liga su suerte futura a la permanencia del actual partido de gobierno. Este es sin duda un dato negativo tratándose de la institucionalidad de las políticas educativas, que requieren de un horizonte de aplicación más largo para desarrollar efectivamente sus líneas. En todo caso, la estrategia de construcción de la norma vigente admitió cierta pérdida de apoyos políticos y sociales con el fin de garantizar al gobierno de turno una representación mayoritaria en la dirección de la ANEP y en sus órganos desconcentrados, de manera de asegurar patrones críticos de gobernabilidad para el sector.

Por último, la coherencia de las políticas educativas es uno de los aspectos no saldados en el diseño del sistema. El estatus autonómico del gobierno de la educación aparece de nuevo en este ítem como la variable clave. Por un lado, cierta distancia de la conducción educativa con las fluctuaciones en los partidos en el gobierno es capaz de favorecer la permanencia de las políticas en el tiempo, divorciándolas de los avatares electorales. Por otro, esa misma autonomía dificulta la articulación con el accionar de otros estamentos estatales con competencias residuales en materia educativa y con otras políticas relacionadas (sociales, de infancia y adolescencia, de ciencia y tecnología, de empleo, etc.).

A modo de cierre: diseño institucional, actores y coyuntura política. El diseño institucional actual del sistema educativo uruguayo propicia una forma de conducción de las definidas como  “de gobernanza”. Preanuncia, por ello, procesos decisorios tal vez más ricos y plurales, pero sin duda más complejos políticamente. A su vez, deja interrogantes abiertas sobre la posibilidad de construir políticas que excedan en su aplicación a un período de gobierno, y sobre los márgenes disponibles para separarse en su dinámica de una política de intereses (ahora formalmente institucionalizada), orientar las decisiones por pautas más objetivas y concretar los valores presuntamente asociados a la gobernanza.

Claro está que el marco institucional es una variable importante, pero no la única, para explicar el desempeño de un subsistema de políticas, en este caso el educativo. Las instituciones condicionan, pero no determinan, la conducta de los actores. Por ello, en última instancia su accionar es el que decidirá si este armado ecléctico de realismo político y cambio en la continuidad, con sus fortalezas y debilidades en términos de incentivos y desincentivos para concretar un “buen gobierno”, resulta adecuado para ambientar un proceso de políticas eficiente y eficaz.

Pero al menos en la coyuntura actual, aparece en tensión con otras demandas extendidas en el sistema político uruguayo, que reclaman una conducción más directa de la enseñanza por parte de las autoridades de gobierno. Si estas demandan prosperan, y nuestra interpretación sobre la incidencia del diseño normativo sobre la forma de coordinación política del sistema es correcta, el trasiego de una modalidad de gobernanza a otra más netamente jerárquica probablemente requerirá de una nueva transformación del marco institucional del sector.

 

NOTAS

2.Las palabras en negrita aparecen en letra cursiva en el original.

3. Esas capacidades de gobierno son: fijar y mantener prioridades entre demandas conflictivas, asignar recursos a los objetivos donde sean más efectivos, innovar cuando las políticas precedentes fallaron, coordinar objetivos conflictivos en un conjunto coherente, capacidad de imponer pérdidas a grupos poderosos, representar intereses difusos y desorganizados, asegurar la efectiva implementación de las políticas adoptadas, asegurar la estabilidad de las políticas hasta su maduración, cumplir con los compromisos internacionales y , sobre todo, manejar  las variables políticas para asegurar que la sociedad no degenerará en una guerra civil.

4. Excepcionalmente, los integrantes de los Consejos que rigen la educación pueden ser destituidos por las causales de ineptitud, omisión o delito.

5. La forma de designación de los integrantes de los Consejos fue modificada por la Ley 16.115 de 1990.

6. A tales efectos se crea una “Comisión de Implantación del Consejo de Educación Media Básica” (Disp. Transitoria G).

7. Anteriormente y según la ley nº 15.739, los consejos desconcentrados proyectaban los planes de estudio para su posterior aprobación por el CODICEN.

8. Salvo en un sentido muy general: obviamente, que se trate de un régimen democrático y no autoritario es un prerrequisito para cualquier otra argumentación posterior.

9. En la literatura especializada la cuestión de las autonomías ha sido estudiada especialmente en el aspecto de la relación principal-agente, y en el surgimiento de agencias independientes dentro de la esfera del gobierno. Pero su racionalidad es distinta a la del caso en estudio: en tanto las recientemente extendidas “agencias” de los países del mundo desarrollado se concentran en funciones de implementación y regulación, aquí el estatus autonómico con respecto al poder político ampara el cumplimiento de cometidos que son, estrictamente,  de decisión y gobierno.

10. Al respecto corresponde advertir que si bien la categorización jurídica de este organismo preserva su autonomía en mayor medida que la formulación originaria que la situaba en la esfera del MEC, igualmente no constituye una valla infranqueable para la disputa de su control como potencial espacio de influencia por parte de diversos actores interesados.

11. Aunque los partidos políticos uruguayos han firmados dos documentos de “acuerdos educativos” en los últimos dos años, sustentan visiones distintas sobre el procesamiento y el contenido de las políticas educativas. A su vez, los sindicatos docentes están organizados por rama de la enseñanza (primaria, secundaria, técnica) y organizados territorialmente como federaciones, lo que los convierte en actores con racionalidades y estrategias no siempre coherentes.

 

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