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Población y Desarrollo

versão impressa ISSN 2076-0531versão On-line ISSN 2076-054X

Poblac.Desarro. vol.21 no.41 SAN LORENZO dez. 2015

https://doi.org/10.18004/pdfce/2076-054x/2015.021(41)072-080 

OPINION DE EXPERTO

El contexto socioreligioso de los años 60 y la evolución de la planificación familiar en el Paraguay

Religious context of 60 years and the evolution of family planning in Paraguay

Juan-María Carrón1 

1Filósofo, Teólogo y Sociólogo. Investigador Independiente. Asunción, Paraguay email: carron@tigo.com.py


RESUMEN

He estado tan involucrado personalmente en lo que voy a relatar que solo puedo hacer un testimonio. Pero aseguro que solo referiré hechos verdaderos y apreciaciones bien fundadas. Me referiré a lo que me toco actuar, siendo sacerdote católico, dentro de los programas de planificación familiar. Todo lo que digo es de mi exclusiva responsabilidad.

Palabras clave planificación-familiar; anticonceptivos; religión

ABSTRACT

I’ve been so personally involved in what I will tell that I can only make a testimony. But I assure you refer only true facts and well-founded assessments. I refer to what I play I act, a Catholic priest in family planning programs. All I say is my sole responsibility.

Key words family-planning; contraceptives; religion

INTRODUCCIÓN

Durante todo el tiempo de mi formación sacerdotal no fue el centro de mi interés la moralidad matrimonial. Me interesaba más la ética política y social en general Sin embargo, no podía dejar de enterarme acerca de algunos temas que se debatían durante las etapas preparatorias e iniciales del Concilio

Vaticano II. Uno de ellos era el del uso de anticonceptivos. Asistí a conferencias del Padre redentorista Hering y del Padre jesuita Fuchs, dadas a los futuros padres conciliares y a un público eclesiástico en general, donde abogaban por la licitud del uso de las píldoras anticonceptivas. Ellos eran los más famosos y respetados moralistas católicos que había en Roma en ese momento. Sus argumentos me parecieron convincentes y quedaron grabados en mi memoria.

Una vez llegado al Paraguay un grupo de matrimonios católicos me pidió que fuera su asesor dentro del Movimiento Familiar Cristiano. Así lo hice. Caí bien dentro del MFC que creció rápidamente hasta extenderse a casi todas las ciudades importantes del país, fui nombrado primero asesor arquidiocesano y luego asesor nacional.

El contacto con matrimonios de relativamente buena situación económica no me impidió ver lo que pasaba en la inmensa mayoría de las parejas paraguayas, de escasos recursos, con casi nulo acceso a servicios de salud, unidas de hecho, sin pasar por el matrimonio civil ni religioso, con muchos hogares donde la madre era el único jefe y proveedor, y con otros en los que el padre se alejaba a veces por períodos largos en emigraciones laborales cíclicas o estacionales hacia la Argentina. Y todos ellos con un alto números de hijos, 8 o 10, seguidos como en escalera, arracimados en ranchos donde el hacinamiento era la norma y la privacidad la excepción. Mientras que en Europa, incluso en los países más católicos de la misma, ya se había dado la transición demográfica, ya había bajado no solo la tasa de mortalidad, sino también la de natalidad, en el Paraguay la de natalidad se mantenía persistentemente alta.

En un país y en una época en la que no se aplican restricciones a la natalidad, ni a nivel público ni en la intimidad de las parejas, la tasa de natalidad por año puede llegar a casi 50 nacidos vivos por cada 1.000 habitantes, como aconteció en Rusia durante la segunda mitad del siglo XIX. Pero, por controles impuestos a la procreación por los mismos conyugues, estas tasas bajaron a menos de 30 en el año 1830 en Francia, en 1840 en Irlanda, en 1910 en Austria y Hungría, en 1920 en España, Italia y Portugal. En el año 1964 cuando inicié mis trabajos con matrimonios en el Paraguay la tasa bruta de natalidad en la muy católica Irlanda era de solo 22, la de Bélgica era de 17 y de 18 en Francia, la de Polonia llegaba a 20 y la de España a 21, la de Italia se mantenía en un modesto 19. La diferencia entre una tasa

“natural” de 50 y una de 20 era causada, no totalmente, pero si en gran parte, por el uso de condones, diafragmas, coitus interruptus y, no pocas veces, por aborto. De estas prácticas no estaban ajenas las parejas católicas.

Mientras tanto en el Paraguay la tasa promedio de natalidad se mantenía por encima de 40 y, en los estratos sociales más pobres, llegaba hasta los 45, mientras que en los grupos de mejor educación y nivel económico estaba alrededor de 30. Esto hacia que la tasa global de fecundidad, fuera, para la zona urbana del Paraguay de 3,6 y de casi 7 para la zona rural.

La mujer campesina iba a tener en promedio 7 hijos antes de que la menopausia cerrara el flujo de tan prolífica descendencia, y esto sin asistencia médica durante el preparto y el parto, sin alimentación especial para compensar el desgaste del embarazo, sin pausa adecuada entre una y otra gestación, sin contar con una ayuda suficiente del padre, o de los padres, de sus hijos, frecuentemente ausentes o irresponsables. Algunas mujeres, con magnífica dotación genética, llegaban a tener 15 o más hijos sin que su salud se resintiera, las que eran exhibidas como ejemplo de que la prole numerosa no hace daño a nadie, pero la mayoría de las otras perdían la dentadura y se avejentaban prematuramente, ancianas a los 40 años, candidatas a que su hombre buscase otra más joven, para seguir jugando a ser reproductor.

Esas mujeres necesitaban de planificación familiar. Algunos objetaban que los programas que se ocupaban de ello se originaban en una conspiración de los países ricos para evitar el triunfo de la revolución en los países pobres. A mi me costaba creer que esas parturientas pobres amenazadas por la preeclampsia y esos niñitos con la panza hinchada por los parásitos intestinales, aunque se contaran por centenares de millones, fueran una amenaza para la hegemonía de Norteamérica sobre el resto del continente. La cantidad de la población y la rapidez de su crecimiento no iban a tener un efecto importante en generar ni en acelerar la revolución, como tampoco en desencadenar el crecimiento económico; la multiplicación de los pobres no produce riqueza.

Fueran o no ciertas esas versiones de conjura antinatalista del país del Norte, poco me importaban a mi. Yo creía que no había que temer a la marea de mujeres en edad fértil sino que había que ayudarlas a regular el tamaño de su prole de un modo racional, responsable, respetuoso de los derechos humanos fundamentales y propicios a lograr una valoración del rol familiar y social de la mujer. No me inspiraba en lo que dijo un vocero de Norteamérica- “Se consigue más con 5 dólares gastados en anticonceptivos que con 100 en programas de ayuda al desarrollo”-. A mi me preocupaban las madres de escasos recursos de mi país, las que tenían que sacar adelante a su prole, sin saber cómo evitar que se sumaran más hijos a compartir el mismo único pan y, muchas veces sin querer hacerlo, porque se sentían condenadas a un fatalismo reproductivo ineludible.

Cuando el Dr. Morales y el Dr. Castagnino me invitaron a colaborar en la fundación de unas clínicas de planificación familiar asentí entusiastamente, así como otros destacados profesionales. Fui uno de los miembros del primer Consejo Directivo que tuvo el CEPEP, todos los cuales éramos voluntarios, sin recibir remuneración alguna. Nos propusimos encarar el estudio científico de la población paraguaya sobre la base de rigor y método adecuados, “sin distraer la atención de las grandes e imperativas necesidades de reformas básicas sociales y económicas”. No nos quedamos en la sola investigación, conseguimos recursos, al principio muy escasos, para ofrecer programas de asistencia médica y social en salud reproductiva, prevención del cáncer de la mujer y planificación familiar. A las mujeres casadas o unidas en edad reproductiva se les ofrecieron gratuitamente métodos anticonceptivos, excluyendo totalmente cualquier recurso al aborto. Desde el inicio pensamos que no era suficiente la asistencia médica, sino que debía ser acompañada por una labor educativa para incrementar la autoestima de las mujeres, la conciencia de que debían regular su actividad reproductiva, la responsabilidad de cuidar su propio cuerpo y de atender mejor la salud de su prole.

Conseguí el apoyo de buena parte del clero y de las religiosas del Paraguay a este programa, Tanto es así que de las 4 primeras clínicas de planificación familiar que creamos 2 estaban en locales cedidos gratuitamente por parroquias católicas. Años después crecimos hasta llegar a atender a decenas de miles de mujeres por año. Organizamos varios congresos de planificación familiar en el Paraguay, con asistencia de público muy interesado, donde no faltaba una notable presencia de sacerdotes, de religiosos y de religiosas. Ningún obispo se opuso a estas actividades, alguno que otro sacerdote si lo hizo, pero la mayoría del clero creía que era necesario ayudar a las mujeres campesinas y a las de sectores marginales urbanos a regular el tamaño de su familia. También veían con buenos ojos que se enseñara a las mujeres a tener conciencia de sus derechos y a ejercerlos corrigiendo la irresponsabilidad del varón. La planificación familiar era un buen camino para empezar a poner un poco de orden, de racionalidad, y hasta algo de principios morales, en las uniones de pareja paraguayas que se habían caracterizado por su poco apego a cualquier tipo de regulaciones y su alta propensión a la disolubilidad. Yo, aleccionado por lo que había escuchado de los grandes teólogos Hering y Fuchs, consideraba lícito el uso de píldoras anticonceptivas y de métodos de barrera. Eran más eficientes que los yuyos y brebajes, de difícil dosificación, que solían tomar las mujeres paraguayas, para evitar o interrumpir el embarazo. Estos yuyos de la farmacopea popular, o no tenían efecto alguno o eran más bien abortivos que anticonceptivos. El uso de períodos infecundos era muy poco seguro en mujeres que con frecuencia sufrían de tricomoniasis y muy poco aceptado por los varones que nada sabían de disciplina sexual.

Así trabajamos con tranquilidad y mucho éxito durante más de dos años, creando nuevas clínicas de planificación familiar en las principales ciudades del país, hasta que en julio del año 1968 se difundió la encíclica Humanae Vitae.

Pronto descubrí que para abordar las cuestiones matrimoniales iba a tener que luchar en dos frentes: con los matrimonios de clase media y alta en el tema de la espiritualidad conyugal y con los matrimonios de clase baja con el problema de una desoladora pobreza. Empecé revisando lo que ya había sobre espiritualidad y doctrina teológica y moral acerca del matrimonio. Los primeros hallazgos me escandalizaron.

Cuando leí algo acerca de lo que habían escrito grandes doctores de la iglesia el desencanto fue aun mayor. Para San Agustín el acto sexual dentro del matrimonio solo se justifica por la procreación, los esposos infecundos deberían abstenerse del sexo. Llega a decir “no conozco nada que rebaje más a la mente humana de las alturas que las caricias de una mujer y la unión de los cuerpos”. En la iglesia de los siglos II y III se fue instalando una imagen peyorativa del matrimonio. Estas ideas que no fueron unánimemente compartidas por los primeros cristianos provenían más de las doctrinas greco platónicas que del judeocristianismo. En el mismo Tomás de Aquino, de tanta lucidez intelectual, queda el resabio de ese menosprecio por el cuerpo humano, sobrevive la idea de la inferioridad de la mujer con respecto al hombre y esa infravaloración del matrimonio. En un pasaje de su obra dice que en la participación de los bienes del cielo los célibes tendrán 100, los viudos 60 y los casados 30.

Según los rigoristas el uso del sexo solo se justifica por la procreación. El sexo tendría siempre algo de sucio y bajo. Esta posición extrema poco tiene que ver con el legado bíblico. En el Cantar de los Cantares, antes de considerar cualquier simbolismo que quiera atribuírsele, el autor sagrado, inspirado por Dios, canta el amor erótico sin complejo alguno de vergüenza o de culpa. En el Nuevo Testamento se compara la unión del esposo y la esposa a la de Cristo con su Iglesia.

El Concilio Vaticano II enseña claramente la paternidad responsable: es a los conyugues a los que corresponde decidir cuántos hijos han de tener. “En el deber de transmitir la vida humana y educarla…con responsabilidad humana y cristiana con dócil reverencia hacia Dios; de común acuerdo y propósito se formarán un juicio recto. Atendiendo tanto al bien propio como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias del momento y del estado de vida, tanto materiales como espirituales y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de su propia familia, de la sociedad y de la Iglesia. Este juicio, en último término, lo deben formar ante Dios los esposos personalmente” (G.et S. nº 50). Es claro que el Concilio confía a los conyugues decidir acerca del número y del espaciamiento de los hijos y que esta decisión se debe tomar ponderadamente teniendo en cuenta el bien de los conyugues, por ejemplo su salud, el bien de los hijos, los recursos materiales con que se cuenta, la estabilidad emocional de los esposos y hasta el bien de la sociedad toda que puede verse abrumada, como ya se ha dicho en otro pasaje, por la explosión demográfica.

Resulta así que no es pecado limitar el número de hijos, no es contra Dios el no dejar librado este numero a lo que venga, sin previsión ni discernimiento alguno. Todo lo contrario, procrear en el ser humano no es solo una actividad biológica; es una actividad eminentemente humana, del ser humano total y como tal debe ser guiada por la razón, no debe quedar librada al azar, a los impulsos de la sexualidad o de los instintos. En el ser humano ya no existen períodos de celo que fijen los momentos de apareamiento y de procreación. Ahora la función de transmitir la vida debe ser regulada de otra forma, en el marco de una paternidad responsable a la que se llega después de sopesar racionalmente todos los factores en juego, solicitando para ello la ayuda de Dios.

De una manera tajante y definitiva el Concilio afirma que “el matrimonio no es solo para la procreación”. Mucho se había insistido acerca de que la procreación es el fin primario del matrimonio y se había menospreciado el fin unitivo del mismo, rebajándolo a “remedio de la concupiscencia”. Pero en el seno del aula conciliar se afianzaba la tendencia contraria, renovadora. El Cardenal Suenens, Primado de Bélgica, fue largamente aplaudido cuando dijo: “Se ha cargado el acento sobre el creced y multiplicaos; pero, ¿se ha descubierto todo el sentido de las palabras serán dos en una sola carne? Los mejores de nuestros fieles, y no gente depravada, esperan nuestra ayuda para vivir en la doble fidelidad a la Iglesia y al amor conyugal”. Del análisis de los debates conciliares resulta absolutamente claro que la mayoría de los Obispos presentes iba a votar por la licitud del uso de anticonceptivos orales. Yo ya había percibido esa tendencia mientras estuve en Roma, aun entre los episcopados latinoamericanos más conservadores. Corroboré esta percepción cuando años después, en 1970, fui a dar varias conferencias sobre planificación familiar a 22 obispos colombianos; a pesar de que ya había sido publicada la Humanae Vitae, casi todos ellos reconocían en privado que había que abrir la puerta en este punto, aunque no se animaban a decirlo en público por temor a sanciones del Vaticano. Pero el Papa Pablo VI prohibió que el tema de los anticonceptivos se tratara en el aula conciliar y siguió esperando las conclusiones de una comisión especial que había creado.

Pablo VI no se sentía seguro con las conclusiones de la primera gran comisión que había creado, por lo que constituyó otra en la que participaron 16 obispos, 7 de ellos cardenales, 15 sacerdotes teólogos, todo ellos cuidadosamente seleccionados por su sapiencia y su prestigio como teólogos, varios de ellos con una rica experiencia pastoral. Se suponía que todos ellos eran eclesiásticos en los que el Sumo Pontífice confiaba y a quienes recurría en un momento en que le asediaban serias dudas, sin saber qué camino tomar. El 28 de junio de 1966 esta comisión entregó sus conclusiones al Papa. Contenía el documento de la mayoría- tómese mucha atención con los números- que fue aprobado por 9 obispos y por 11 teólogos, el documento de la minoría que fue aprobado por tres obispos y 4 teólogos. Tres obispos no votaron y uno, el futuro Papa Juan Pablo II, no pudo asistir porque no le dejaron viajar a Roma las autoridades comunistas polacas. El documento de la mayoría era claramente favorable a la anticoncepción oral y a los métodos de barrera, el de la minoría se oponía tajantemente. El primero tenía el 65 % de los votos lo que en cualquier parte del mundo es considerado una victoria definitiva, por dos tercios de los participantes. La minoría en contra tenía solo 23% y había un 10% que podían considerarse votos en blanco Hacia fines de ese año una indiscreción hizo que se publicara este informe, que presuntamente debía ser secreto, en el Nacional Catholic Reporter. Yo lo leí apenas dos semanas después de haber sido publicado por primera vez, en el mismo año en que yo había sido uno de los fundadores de las clínicas de planificación familiar en el Paraguay, por lo que creí que estaba en el buen camino, sin apartarme de la ortodoxia católica.

La mayoría era muy calificada no solo por el número de sus proponentes sino por la calidad de sus argumentos El documento de la mayoría, que fue redactado principalmente por el Padre jesuita Joseph Fuchs, a quien desde el tiempo de mis estudios en Roma consideré como mi guía en cuestiones morales, afirmaba que no hay base bíblica alguna para rechazar la anticoncepción y que

tampoco son concluyentes los argumentos tomados de la ley natural.

Cuando leí este informe, a fines del año 1966, me sentí plenamente identificado con el documento de la mayoría. A las feligresas que venían a consultarme que me decían “deme Ud. permiso para usar anticonceptivos” yo les contestaba “No tengo la potestad de dar permiso a nadie”, pero sí las ayudaba a examinar su situación, a ponderar los pros y los contras, a que buscasen actuar con conciencia bien informada y con recta intención. Pude observar que si estas orientaciones se daban en un contexto de adoctrinamiento en espiritualidad matrimonial, el uso de anticonceptivos no inducía al relajamiento de la vida de pareja, al contrario, introducía una modalidad de vida conyugal más serena y dialogante, donde el clima era más propicio al crecimiento y a la maduración del amor. Ciertamente, los anticonceptivos también podían ser usados en relaciones extramatrimoniales y adúlteras, pero la historia mostraba que este tipo de relaciones existió en gran cantidad, sin que fuera necesario para nada la existencia de anticonceptivos para incentivarlas, como se vio en la conducta de tantos eclesiásticos y Papas libertinos de épocas pasadas, que usaron del sexo irresponsable y desvergonzadamente, sin preocuparse en absoluto de que por la relación pudiera salir un hijo del pecado.

Mucho tiempo pasó entre la fecha de entrega del informe de Roma al Papa y la promulgación de la Encíclica; prácticamente dos años, en los que el dubitativo Paulo VI se habrá visto en angustias de muerte, antes de tomar una decisión. Muchos le aconsejaron no publicar nada al respecto, entre ellos Jan Viser, quien había sido uno de los redactores del documento de la minoría, pero el Papa tomó partido. El redactor principal de la Encíclica fue el Padre Martelet, jesuita. El Padre Fuchs se negó a participar en el último acto de este drama del Magisterio eclesiástico que culminó el 25 de julio de 1968 con la promulgación de la Humanae Vitae.

En el número 11 la encíclica entra en materia con la afirmación de que “cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida” y sigue exponiendo “la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”(H.V. nº12). Es un progreso que se mencionen ambos significados, no solo el procreador y que se mencione en primer lugar el significado unitivo. Esto no se hacía en la doctrina tradicional rigorista. De estos principios la Encíclica deduce que es ilícito el aborto, la esterilización perpetua o temporal y cualquier acción que se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación. Pero no considera ilícito el uso de medios terapéuticos, “a pesar de que se siguiese algún impedimento, aun previsto, para la procreación con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido” (H. V. nº 15).También permite, en el siguiente nº de la Encíclica el uso de los períodos infecundos porque en este caso “ los conyugues se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales”. El recurso a medios anticonceptivos abriría un camino fácil y amplio “a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad”. Siguen exhortaciones pastorales a los esposos cristianos, a los científicos, a los sacerdotes, a los obispos y termina recordando, sin cargar las tintas, que “el Sucesor de Pedro es, con sus Hermanos en el Episcopado, depositario e intérprete” de la doctrina de la Iglesia. Sin embargo llama la atención que no haya dejado discutir esta cuestión por los obispos, en el aula conciliar.

Hay dos proposiciones en las que la Encíclica fundamenta la prohibición del uso de anticonceptivos. Una es que todo acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida, Esto se contradice con la permisión de usar los períodos agenésicos. Cuando los esposos deliberadamente y a sabiendas usan de un período infecundo para expresarse amor y gozar del sexo está excluyendo la procreación con todas las letras; en ese momento el acto conyugal no está abierto a la transmisión de la vida. Por lo tanto, si la proposición es de validez general el sexo debería estar prohibido en esos días. Es cierto que el método de Ogino Knauss era tan inseguro en aquellos tiempos que más parecía indicado para tener hijos que para evitarlos; nuestras estadísticas del CEPEP registraban 32 embarazos por cada 100 mujeres-año de uso de ese método. Pero de todos modos la intencionalidad era excluir la procreación del acto conyugal.

La segunda afirmación de la Encíclica se refiere a “la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador (H. V. nº 12). Esta afirmación es falsa. Si Dios quiere esta conexión de algún modo ha de manifestarla. Y así lo hace en los animales que tienen período de celo; ellos solo quieren y pueden aparearse cuando la hembra está en su período fecundo; fuera del celo no hay deseo de unión sexual. Pero en el ser humano no es así, ni lo es en los primates, que no tienen período de celo. Alguna vez, hace millones de años, en nuestros antepasados prehomínidos quizás haya existido. Quizás por eso todavía nos ponemos románticos cuando es luna llena, quizás porque entonces el ciclo menstrual de la hembra prehumana coincidía con el ciclo lunar y ese era el momento de la ovulación. Pero sería solo un tenue resabio de algo que ha sido ampliamente superado por la evolución biológica. En la constitución biológica del ser humano actual, donde están “leyes inscritas en el ser mismo del hombre” según la Encíclica, el deseo sexual, en su función unitiva, es separable de la procreación; se siente con la misma intensidad tanto en los períodos fecundos como infecundos de la mujer, se siente aun cuando la mujer entra en menopausia y ya no puede concebir. La misma naturaleza humana separa el significado unitivo y el significado procreativo del acto conyugal. Ya no somos animales, ya no estamos regulados en el ejercicio del sexo por períodos de celo. Mas aún, en la mayor parte de los casos, la unión de pareja se realiza sin que tenga referencia alguna a la procreación de un hijo, se hace solo con la intención de tener una comunión interpersonal, en una compenetración que llega hasta los cuerpos. Tal es la constitución psicológica del ser humano, que también hay que respetar, porque ella también es un signo de lo que ha querido para el hombre el Creador.

La iglesia nos pide que observemos las normas de la ley natural. Pero no han de ser leyes de cualquier naturaleza, sino de una naturaleza humana que ha ido emergiendo, cada vez más, del rígido condicionamiento de procesos biológicos, para quedar librada en su conducta a la orientación de la razón que emana de su mente y de su espíritu.

Cuesta imaginarse porqué se publicó esta encíclica que no tiene fundamento bíblico y cuyos argumentos tomados de la ley natural son tan flojos y poco convincentes. Y todo esto en una cuestión que no es de alta especulación de los teólogos sino que se mete en el lecho de cada matrimonio católico. Creo que el motivo principal fue el de defender el magisterio de la iglesia contenido en la Encíclica Casti Connubii de Pio XI. Paradójicamente ninguna encíclica contribuyó tanto como esta a desprestigiar el magisterio de la iglesia, ninguna fue más rechazada y desobedecida por los fieles católicos.

Pronto me dí cuenta que no estaba solo contra el Vaticano. El mismo hecho de que no fuera objetado ni refutado por persona alguna en una reunión que había sido convocada por el Nuncio, reunión en la que había obispos y otros sacerdotes, me indicaba que había muchas personas que estaban de acuerdo con las críticas a la Encíclica que formulé en esa ocasión. Además me fueron llegando documentos de todas partes del mundo donde se expresaba el mismo desconcierto, la sorpresa, el desacuerdo y hasta la indignación que inspiraba la toma de posición del Papa.

Los obispos alemanes reunidos en asamblea extraordinaria, a fines de agosto de 1968 dicen, refiriéndose a una declaración anterior “No excluíamos entonces la posibilidad de que un católico, por razones serias, crea poder apartarse de una proposición no infalible del Magisterio Eclesiástico. Es manifiesto que muchos católicos, sacerdotes y laicos, están convencidos, en conciencia, de que tal es el caso para ellos en lo que concierne a la cuestión de los métodos de regulación de la natalidad”.

El 30 de agosto de 1968 el episcopado belga, en asamblea extraordinaria, también publicó una carta pastoral sobre la Encíclica. Pide que ella sea “acogida con el respeto y el espíritu de receptividad que puede esperar legítimamente la autoridad establecida por Cristo”. Enseguida añade “Pero si nos encontramos ante una declaración no infalible y, por tanto, no irreformable .- como sucede generalmente con una encíclica y en este caso con la Humanae Vitae- no estamos obligados a una misma adhesión incondicional y absoluta como la que es exigida para una definición dogmática”. Aun así esta exige un asentimiento religioso de la voluntad. Pero “si, no obstante, alguien competente en la materia y capaz de formarse un juicio personal bien fundado- lo que supone necesariamente una información suficiente- llega, sobre ciertos puntos y después de un examen serio delante de Dios, a otras conclusiones, tiene derecho a seguir en este campo su convicción.

El 22 de septiembre de 1968 el episcopado austríaco publicó una carta pastoral en la que manifestó lo mismo que ya habían expresado los obispos belgas: si alguien no puede aceptar el juicio dado por el Magisterio de la Iglesia, si es competente, si ha llegado a ello después de un estudio serio “y no guiado por la soberbia y por la afectividad, puede, en principio, seguirla. No yerra, siempre que esté dispuesto a proseguir la búsqueda y a permanecer, por otra parte, respetuoso y fiel con la Iglesia”.

En octubre de 1968 los obispos canadienses se refirieron al tema. Su carta me dio elementos para orientar a las parejas católicas. Yo podía notar que la mayoría de esos matrimonios, jóvenes aun y ya con tres o cuatro hijos y no poca fertilidad, encontraban muy difícil prescindir del uso de anticonceptivos, aunque fuera por cierto tiempo, para espaciar los nacimientos. A ellos les repetía las palabras tranquilizadoras de esa carta: “Puesto que ellos no niegan ningún punto de la fe divina y católica, ni rechazan el Magisterio de la Iglesia, estos católicos no han de ser considerados, ni considerarse, alejados de la comunidad de los fieles”

Otros episcopados destacaron que esta encíclica no suprime el derecho y el deber de seguir la propia conciencia. Muchas voces se alzaron, de grupos de teólogos y de organizaciones laicales, que trataron de suavizar la rigidez de la doctrina para disminuir el rechazo que generó. Hacía décadas, quizás un centenar de años, que un documento papal no suscitaba críticas tan abiertas, de personajes tan destacados de la Iglesia. Pablo VI, quien había publicado 7 encíclicas antes de la Humanae Vitae, después de esta penosa experiencia de rechazo, no publicó ninguna más, durante los siguientes diez años que duró su papado.

Yo hubiera podido solicitar al episcopado paraguayo que emitiera un comunicado en términos similares; probablemente habría tenido éxito, pero no quise hacerlo. No quería exponer a mi pobre y vulnerable iglesia paraguaya a las sanciones del Vaticano. Por lo demás, los católicos paraguayos, acostumbrados a los vericuetos de los conflictos de conciencia, prosiguieron usando anticonceptivos. Según una encuesta hecha por el Padre Acha, en 1970 la encíclica Humanae Vitae no consiguió hacer variar en mucho los comportamientos reproductivos. Esta se hizo entre matrimonios practicantes católicos, de clase alta y media. El 74% asistían semanalmente a misa y el 70% comulgaban por lo menos una vez al mes. Casi la totalidad estaban informados acerca de las enseñanzas de la encíclica y el 46% la habían leído en su totalidad. A pesar de que ya habían pasado dos años de la promulgación de la Encíclica y de que tenían suficiente información acerca de ella la modalidad de uso de medios anticonceptivos no varió mucho: seguían a la cabeza las píldoras con un 46% y el ritmo solo había pasado de un 30% en 1967 a un 34% en 1970 y esto a pesar de que a la pregunta acerca del único método permitido el 75% respondió correctamente que era el ritmo. El resto del porcentaje fue a preservativos y a coitus interruptus. El 86% declaró que no había dejado la comunión por el hecho de controlar los nacimientos. Con respecto a la encíclica se formulan las siguientes objeciones, en las que se dan los porcentajes primero para los maridos y luego para las esposas: no es realista para nuestra época (28% y 22%), no da una visión humana del problema (21% y 20%), no comprende concretamente la vida matrimonial (20% y 22%), trata de algo que es una decisión puramente personal (22% y 18%). Los porcentajes de uso de anticonceptivos eran muy altos porque las parejas eran todas de clase alta y media y de buen nivel de instrucción; en los estratos de parejas campesinas y de clase baja urbana el promedio de uso era muchísimo menor. Cabe agregar que la mayoría de las parejas de la encuesta no excluía la procreación en el futuro; declaraban que querían tener más hijos y que iban a llegar a tener 4 o 5, estaban espaciando los nacimientos, no estaban rechazándolos definitivamente.

CONCLUSIONES

Existe poca información acerca de práctica anticonceptiva en el total de la población femenina paraguaya hacia el año 1970. Una estimación verosímil refiere que solo el 4% del total de mujeres casadas o unidas de 15 a 44 años usaba algún método de eficacia reconocida. Gracias al trabajo del Centro

Paraguayo de Estudios de Población (CEPEP), una encuesta seria, realizada con todo el rigor científico en 1977, comprobó que este porcentaje había subido considerablemente, a un 25,4% de uso de métodos de cierta eficacia entre las mujeres casadas o unidas de 15 a 44 años, excluyendo a la esterilización, el aborto y el uso de yuyos de incierta eficacia. Este incremento en el uso no causó disminución en la tasa de crecimiento demográfico del Paraguay que era entonces una de las más altas del mundo, por el hecho de que se usaban los anticonceptivos para espaciar nacimientos, no para evitarlos definitivamente. La población paraguaya siguió creciendo a una tasa cercana a un 3% anual acumulativo, lo que hizo que se duplicara en solo 24 años. Si los estrategas del país del Norte querían reducir el número de bocas y de potenciales revolucionarios con la planificación familiar se habían equivocado; para lograr esto la planificación familiar era un fracaso.

Este episodio de mi vida eclesial fue sumamente doloroso para mi. El dolor más intenso no provenía que la Encíclica fuese en contra de proposiciones y prácticas que yo sostenía con mucha convicción. No tengo tanto amor a mi propio criterio. Siempre he creído que debo ser honesto intelectualmente e íntegro en las tomas de posición que adopto, pero nunca hasta el extremo de creer que tengo el monopolio de la verdad. El dolor más intenso era causado por el procedimiento que se había usado: se había abierto una ventana hacia el cambio en una Iglesia que necesitaba urgentemente de reforma, se había iniciado promisoriamente la reforma y ahora se estaba volviendo a la oscuridad, al aire enrarecido de un manejo retorcido, excesivamente verticalista y arcaico de la gestión del poder dentro de la Iglesia. La ilusión y el orgullo de ser católico que había sentido hasta entonces se estaba quebrando dentro de mí. Resistí algún tiempo porque mi iglesia local me necesitaba y porque ella se merecía el apoyo de todo hombre de bien, pero en lo más íntimo de mí me estaba alejando de una causa de renovación de la Iglesia global que ya creía irremediablemente perdida.

Recibido: 10 de Octubre de 2015; Aprobado: 10 de Noviembre de 2015

Autor correspondiente: Juan-María Carrón. Filósofo, Teólogo y Sociólogo. Investigador Independiente. Asunción, Paraguay. Email:carron@tigo.com.py

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