La pandemia del SARS-Cov2 vino a desnudar las precariedades de nuestro sistema de salud. Esta frase, que fue bastante repetida durante el 2020, nos muestra también cómo de manera tardía llegamos a tener plena conciencia de un problema que es crónico e histórico. Solo después del cataclismo de la salud pública a nivel global, llegamos a elaborar de manera un poco más decisiva y poner en boca de todos que “algo deberíamos cambiar en la salud en este país”. Antes de eso, epidemias tras epidemias de dengue, crecimiento de epidemias silenciosas como la diabetes, el cáncer, accidentes de tránsito, violencia, desigualdades y una cada vez más mayor cantidad de muertes prematuras asociadas a la acentuación de estilos de vida poco saludables, unas de las tasas más altas del continente de mortalidad materno e infantil, nunca fueron suficientes para avivar un proceso de cuestionamientos constructivos que sean capaces de coordinar un deseo real de reforma del sistema de salud.
Países con indicadores de salud mejores que el nuestro se están cuestionando cambios radicales en sus sistemas de salud. En Paraguay, que en pre-pandemia tal vez se venía rumiando algo en esta línea, es la crisis de la pandemia quizás la gran encrucijada para encontrar con más fuerzas sustratos que ayuden a iniciar este proceso tan necesario.
Pero la reforma del sistema de salud no son solo cambios estructurales en el Ministerio de Salud Pública. Hay que entender que una reforma del sistema de salud no se hace sin reformas en la protección social, en el sistema tributario, en el modelo del mercado y derechos laborales, sin establecer prioridades medioambientales con impacto en salud, sin establecer modelos de compensaciones a la salud poblacional cuando se deciden políticas nacionales. No hay reforma del sistema de salud, si no hay fortalecimiento o reorientación de la investigación e innovación de insumos, medicamentos, nuevos procedimientos y saberes en salud, tampoco habrá cambios fundamentales si no tenemos una reforma educativa hacia un modelo más integral, y ni que hablar si no hay cambios hacia una educación superior de calidad.
Sobre este último punto debo destacar el vacío que existe a nivel nacional de un lugar académico de elite en la discusión de la salud pública del país. Un “think tank” en Salud Pública. Salud Pública es la bella durmiente entre todas las materias de diversas carreras de pregrado de nuestras universidades. Hay una variedad cursos de especializaciones en salud pública, así como cada vez hay más maestrías sobre el mismo tema. Pero ninguno es un ente transformador del sistema, porque no es generador ni evaluador de nuevas o viejas evidencias, por lo tanto, es incapaz de generar masa crítica que repiense el modelo. Es insostenible seguir entendiendo y reproduciendo a la salud pública como una materia de la medicina, cuando la salud pública justamente es todo lo contrario, incluye a la medicina de igual manera a que incluye otras áreas del conocimiento bio-ecológico, social, legal-administrativo, económico y político.
Es necesario que la Universidad entienda que se precisa de una Facultad o Escuela Nacional de Salud Pública que integre docentes de las diversas áreas de sus demás facultades. Es imperioso que los que se dediquen a la docencia y a la investigación en la salud pública interactúen entre sus pares de otras profesiones y especialidades, porque la salud pública es eso, es transversal y es el alma de la traslación de los procesos de investigación de las diferentes carreras y universidades. La salud pública es el mejor elemento traductor de las necesidades poblacionales a los investigadores y viceversa.
En la región, países como Brasil que lleva más de 30 años desde la creación del Sistema Único de Salud, o más recientemente el Sistema Integrado de Salud de Uruguay que lleva 15 años de reforma, entendieron perfectamente que además de las múltiples reformas que obliga una reforma en salud, es fundamental formar una masa crítica de profesionales de diversas áreas que entiendan el modelo del sistema, sus limitaciones, sus vacíos, sus contradicciones, para poder seguir acompañando los procesos poblacionales de un país que cada vez presenta cambios más vertiginosos, problemas urgentes y emergentes, procesos de resiliencias complejos, los cuales obligan a adaptarse de la manera más inteligente posible, a dar respuestas cada vez más precisas y siempre basadas en la evidencia científica.
El Instituto Nacional de Salud dependiente del Ministerio de Salud, actualmente poco protagonista como Escuela de Salud Pública, puede ser una piedra angular en el avanzar de esta necesidad nacional. Y, aunque esté muy ligado a los momentos políticos de los gobiernos, no podrá avanzar a paso firme si no existen pares institucionales con quiénes discutir, competir y crear. Eso significa que, si no hay Universidades, Facultades u otras Escuelas de Salud Pública en el país, el camino hacia el fracaso será el más probable. Además, la evaluación, crítica y debate de lo que los gobiernos hacen en la gestión del sistema, es siempre mejor si se realiza desde estructuras autónomas y académicas como son las universidades.
Necesitamos más investigaciones e investigadores en salud pública, centros que los aglutinen, que cada equipo lleve su línea de investigación y desarrollo, y que estos centros sean los lugares de formación para nuevos salubristas. El modelo actual de “clases de paquete” en el que cada profesor no articula con los demás docentes, solo mantiene y reproduce la incapacidad de los nuevos profesionales de salud de generar respuestas acordes a la complejidad de los problemas en la salud pública.
Es más que categórico de que es la hora de una reforma en salud, y que entre las diversas reformas que deben darse para fortalecer el proceso, la Universidad se debe concebir como protagónica y responsable de ser la generadora de los cimientos de esa masa crítica tan necesaria para luego sostener y seguir avanzando en la construcción a largo plazo del nuevo sistema de salud que queremos 1.