Según datos de la OMS, el 80% de la población mundial recurre a la medicina tradicional y, especialmente, a las plantas medicinales, para aliviar situaciones propias de la atención primaria de la salud. Esta situación es especialmente observada en países en vías de desarrollo, con énfasis en aquellos en los que las prácticas de la medicina tradicional conservan un fuerte vínculo con las prácticas de las etnias originarias 1).
El Paraguay no es ajeno a esta situación y el uso de plantas medicinales para prevenir o tratar diversas dolencias persiste, tanto en la población rural como en la urbana. Diferentes autores describieron cantidades variables de especies, entre las autóctonas y las introducidas, empleadas como medicinales, y éstas fácilmente superan las 300 especies 2.
Todas las plantas, en mayor o menor grado, ya sea íntegras o en alguno de sus órganos, son capaces de exhibir toxicidad, aún algunas especies consumidas en la alimentación. Esto se debe a la producción de moléculas conocidas como metabolitos secundarios, que les permiten -en el tema que nos ocupa a los vegetales- prosperar en el ambiente, relacionarse con otras especies y resistir los embates de factores bióticos y abióticos adversos del medio. Estos compuestos son de naturaleza muy diversa y entre ellos contamos a los alcaloides, los polifenoles, las saponinas, los terpenoides volátiles y una gran variedad de glicósidos, como los cianogénicos, los cardiotónicos y los glucosinolatos, etc. Esta respuesta metabólica de los vegetales compensa exitosamente su limitación de movimiento para evadir el ataque de depredadores o la excesiva exposición a las radiaciones y los agentes oxidantes.
El metabolismo secundario de los vegetales aportó a la humanidad, desde tiempos remotos y hasta hoy, numerosas moléculas útiles para el tratamiento de diversas enfermedades. Nadie discute la utilidad de los salicilatos, los glicósidos cardiotónicos, los purgantes antraquinónicos, los anestésicos locales, los analgésicos opioides y los inhibidores de despolimerización de tubulina, solo por citar algunos ejemplos. Todos ellos comparten su origen vegetal y desde ahí los tomamos como principios activos, precursores de ellos o modelos estructurales para el diseño de nuevos recursos terapéuticos. Su empleo es fruto de la tradición, la observación sistemática y la experimentación.
El artículo de Sánchez Insfrán y colaboradores 3 incluido en este número, nos enfrenta a una realidad que algunos ocultan y que muchos rechazan con base en la creencia errónea que las plantas medicinales están libres de toxicidad y efectos adversos. De diversas formas estamos expuestos a plantas con reconocida toxicidad 4 y el riesgo de sentir sus efectos deletéreos aumenta con su ingesta y la introducción de especies para diferentes propósitos. Por otra parte, gozamos en nuestro medio del acceso a una rica tradición en el uso de recursos fitoterapéuticos, cuyo uso racional requiere del apoyo de la ciencia para dar los pasos necesarios en su validación, con vistas a disponer de medicamentos seguros, eficaces y con calidad sostenida.