INTRODUCCIÓN
En 1982, en una revista chilena de ciencia política, el sociólogo francés Julien Freund, profesor de la Universidad de Estrasburgo, dio a conocer un breve, pero agudo artículo denominado “La crisis del Estado”, en el cual desarrolló en profundidad algunas de las ideas ya contenidas en sus grandes libros, ahora devenidos en clásicos de filosofía política: La esencia de lo político (1968) y Sociología del conflicto (1995). Estas ideas remiten a un corpus acotado de factores que provocan, en sus palabras, una “crisis” de lo estatal, descrita para un particular momento del siglo veinte, la que se presentaba con diversa intensidad en varios frentes de las naciones del mundo occidental y remiten a un nivel lógico y analítico de la más prestigiosa y fructífera ciencia política: la que se acomete con realismo, rigor y basada en hechos históricos. Esta publicación surgió durante la visita del autor a Chile para dictar conferencias y propiciar encuentros académicos, momento que le permitió mirar con una perspectiva novedosa los preludios del fin del bipolarismo mundial y los elementos que erosionaban al Estado como creación histórica “cuyo origen se remonta a los albores del Renacimiento” (1982, p. 10).
En “La crisis del Estado” (1982) Freund detalló y presentó los pormenores de su crítica a los Estados modernos occidentales, de raíces europeas y con expansión universal, en torno a los elementos que deterioraban su predominio como unidad política eminente de la organización de la sociedad moderna, en un tiempo que daba por cerrada una de las más importantes etapas del “corto” siglo XX (Hobsbawm, 1996) al momento del derrumbe de los comunismos reales. Discutió en este texto cómo esta crisis hunde sus raíces en la lógica de su constitución, su surgimiento como resultado del proceso de racionalización y de regulación de la vida, su universalización y las herramientas que posee para ejercer control sobre la facultad del uso de la violencia, marcando un cambio de época, pues unidades políticas preestatales tenían ciertas instancias privadas de violencia y eso era una situación normalizada.
Esta pieza politológica de Julien Freund resulta clave para comprender el tiempo presente. En efecto, al leerla a la luz de los acontecimientos actuales se advierte que la crisis del Estado que este autor describió se puede comprender todavía con más claridad, décadas después, al observar un extenso período posterior de larvada decadencia de esta entidad política, situación que la ha marcado a fuego y que se ha hecho con el paso de los años más sostenida y permanente, agudizada en tiempos posmodernos, producto de la maduración de los factores que esgrimió Freund, como de elementos interrelacionados posteriores. Acaso el argumento o factor más importante, y que sostiene el presente estudio, es conceder que la desviación del Estado de su función esencial, esto es, garantizar la seguridad interna y externa, ha continuado y se ha acentuado todavía más, ya que su intromisión en asuntos que no le conciernen, en esferas de la sociedad que no son de su competencia, lo lleva a despreocuparse de lo principal, desviarse de su razón de ser.
En este artículo hago un repaso de algunas de las principales tesis o explicaciones de Julien Freund en torno a la idea de la crisis estatal; especialmente en sus elementos de crisis de racionalidad, de violencia, de soberanía, de legitimidad y de autoridad, desarrolladas en el mencionado artículo y, en lo central, y adicionalmente a ellas, junto con reflexionar sobre sus manifestaciones contemporáneas, presento un análisis no especificado del todo en su época por este prestigioso teórico, pero que, sin duda, se deriva y nace de sus reflexiones sobre esta unidad política, otorgándole los honores a las claves de interpretación que este autor presentó desde el análisis sociológico de la realidad. Se trata de fenómenos interrelacionados y concebidos como problemas públicos: crimen, violencia e inseguridad; los que representan desafíos de enorme magnitud para los países hispanoamericanos que poseen una perenne fragilidad estatal (Naím, 2006). Esto se realiza mediante un análisis histórico comparado como base metodológica. Ciertamente, el crimen, la violencia y la inseguridad han alcanzado en estas latitudes una magnitud y crecimiento inusitados; acaso sean de los sucesos más complejos y subrepresentados en teoría política y en especial su relación con las capacidades estatales. A este aspecto se dirigen las siguientes líneas y se enlazan con la noción de crisis propuesta por el sociólogo francés, en un ejercicio de aplicación práctica de sus presupuestos teóricos. No obstante, huelga reconocer que Freund no se sitúa en un único paradigma teórico de interpretación, sino que se despliega en una estructura de referencias tanto fenomenológicas como históricas, e incluso ontológicas, que por cierto no son competencia del presente artículo, donde apenas se insinúan. Esta línea de base permite que teóricos y analistas puedan continuar y coger alguna línea de investigación de las aquí sostenidas y perseverar en el análisis.
No se debe olvidar que una de las teorías más asentadas y con mayor respaldo a nivel mundial para explicar el surgimiento del crimen y de la delincuencia en alta magnitud es la que le otorga un rol relevante al aparato estatal y sus expresiones ya sean de debilidad/fortaleza estructural, de complejidad gubernamental, robustez administrativa, dirección política e incluso su “resiliencia” institucional en relación a la criminalidad (Garland, 2001; Gambetta, 2007; De la Corte y Giménez-Salinas, 2010; Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, 2021). Esta aproximación teórica básicamente señala que la criminalidad surge e impacta con mayor fuerza en territorios y contextos en los cuales el Estado dejó de cumplir sus funciones básicas: soberanía, aplicación de justicia, vigilancia, control, capacidad de dirección, de previsión, entre otras. Por cierto, como se apreciará en este artículo, teorías deudoras y relacionadas con los postulados de Julien Freund, escasamente correspondido en este particular aspecto, con quien se tiene, cabe reafirmarlo, una deuda intelectual de importancia, sobre todo en el espacio de la América hispana. Acaso las referencias que le hacen mayor honor y que han logrado relevancia, en cuanto a su aporte a este campo del conocimiento politológico, de la sociología del conflicto, la polemología y la filosofía política las presentan connotados estudiosos de su obra, más no en cuanto a su relación con la inseguridad pública o el problema de la criminalidad en sí, baste reiterarlo, pero sí en cuanto al desarrollo de materias clave, por ejemplo, el estudio de la violencia política y criminal o cuestiones sobre teoría del conflicto que Jerónimo Molina ha desplegado en artículos y especialmente en su libro Julien Freund, lo político y la política (Molina Cano, 2000), también realzan su aporte en materia de filosofía, ética y derecho Dalmacio Negro Pavón (2010), catedrático que también abordó en numerosas obras aspectos de la teología política de Carl Schmitt, quien tuvo una influencia insoslayable en el pensamiento de Freund; como también Juan Carlos Valderrama, intelectual que ha expuesto los fundamentos epistemológicos y filosóficos del enfoque político del profesor de Estrasburgo (2017; 2019); a ellos se podría agregar, dentro del ámbito hispano, al profesor Jorge Giraldo (1999) en teoría del conflicto y estudios sobre violencia.
DESARROLLO
Noción de crisis estatal: racionalidad, violencia y soberanía
Julien Freund (1921-1993), distinguido sociólogo, polemólogo y filósofo francés, fue reconocido lector e intérprete de clásicos de la ciencia política, la filosofía y la sociología como Maquiavelo, Weber, Schmitt, Simmel, Raymond Aron o Ferdinand Tönnies, y, a través de ellos y directamente, cómo no, se reconoce también en sus escritos como un profundo heredero intelectual de un notable filósofo político premoderno, Thomas Hobbes (1588-1679), quien acaso haya instaurado la noción de Estado moderno. Hobbes funda y desarrolla una teoría del poder de amplia trascendencia y sostiene una comprensión de la unidad política “Estado” totalmente vigente y que es la pieza que busca completar en el siglo veinte Julien Freund.
De acuerdo con este último se debe entender por Estado a “un tipo de unidad política que se han dado la mayoría de los países independientes, uno tras otro, a partir del siglo XVI” (1982, p. 9). Plasmando su lógica weberiana de comprensión de realidad continúa: “el Estado es un aparato jurídico-administrativo, por cuyo intermedio la voluntad política cree en nuestros días poder organizar lo más eficazmente posible el orden público y la concordia internos, así como la seguridad externa” (1982, p. 19). Freund testifica la complejidad de este “ente” o “aparato artificial” que surge, al estilo hobbesiano, basado en el miedo y en la necesidad de dominarlo y en la esperanza y en la confiada seguridad que trae la paz (Hobbes, 2003). Pues bien, descomponiendo analíticamente esta afirmación se puede explicar que conviven en ella cuatro elementos intrínsecos: primero, su caracterización como “dispositivo jurídico-administrativo”, es decir, como una “máquina” institucionalizada, organizada y estructurada, capaz de formular y aplicar normativas legales, así como de practicar la gestión administrativa sobre los asuntos públicos. En segundo lugar, esta máquina o ente artificial “se somete a una voluntad política” en el sentido de que acciona o despliega sus funciones activado por quien detenta el poder político, una vez más en sentido hobbesiano por el soberano, ya sea individual o colectivo, desechando desde ya su autonomía o pretensión de máquina desligada de un actor político; hay “un quién”, una persona humana tomadora de decisiones gubernamentales, desde donde se derivan las políticas públicas y la legislación. Es un dispositivo que los seres humanos se dan a sí mismos para contener la inseguridad y sujetar los factores disruptivos de la voluntad humana. Esto implica una carga de responsabilidad significativa para quienes ejercen el poder estatal y su consiguiente compromiso con los gobernados (súbditos), ya que sus decisiones no son otras que garantizar la paz y la estabilidad de la comunidad política y hacerlos duraderos en el tiempo. Tercero, y en línea con el punto anterior, existe una obligación de intentar por todos los medios posibles de garantizar “el orden público y la concordia interna” ya que éstas son las pretensiones finales de este ser artificial, aquellos son los propósitos de la máquina estatal: la aspiración de alcanzar estabilidad y cohesión. Es decir, y esta es una cuestión crucial, el Estado debe establecer un marco normativo que fomente la convivencia pacífica y la resolución no violenta de conflictos. En tiempos actuales este propósito final puede abarcar, por ejemplo, aspectos que van desde la protección de los derechos fundamentales hasta la gestión eficiente de recursos. Evidente sería la promulgación de leyes que protejan a las personas participantes de la comunidad política de actores no estatales que ejerzan la violencia interna o de grupos criminales, insurgentes, terroristas o partisanos refractarios de la estatalidad -un combatiente ya sea en guerra o en política activa- (Schmitt, 1966), que afecten los derechos individuales, así como la propiedad privada o el derecho a la vida, los cuales obviamente erosionan la paz social y el bienestar general. En cuarto lugar, también su definición implica intentar por todos los medios posibles garantizar la “seguridad externa”, es decir, llevar la responsabilidad del Estado hacia el exterior de la comunidad política, resguardando los intereses nacionales y la integridad territorial ante amenazas externas. Una cuestión asentada sobre todo en el ámbito de las relaciones internacionales. Este último elemento puede englobar la preservación de la soberanía, punto cúlmine de la teoría del Estado de Hobbes, como también establecer la defensa contra agresiones militares y otro tipo de materias que dificulten asegurar la estabilidad global.
En el mismo artículo, Freund sostiene que la función primordial del Estado radica en salvaguardar a los ciudadanos ante cualquier amenaza y violencia, ya sea de origen interno o externo. Su propósito es establecer las condiciones óptimas para la armonía interior, de modo que cada esfera de actividad humana (económica, religiosa, científica, moral o artística), pueda desenvolverse conforme a su lógica inherente.
No obstante, y en este punto está la vigencia de la postura del sociólogo francés, existen una serie de factores que han provocado una “crisis” del Estado, en varios frentes y que, desde el punto de vista lógico y analítico, erosionan algunos o incluso todos los elementos que componen su definición de Estado. A saber, desde el punto de vista del deterioro en materia de estructurar un “dispositivo jurídico-administrativo” para dirigir la vida en sociedad, Freund afirma que el Estado ha instaurado constituciones para combatir lo arbitrario de los poderes indirectos, pero algunos tienen “una Constitución idealmente ejemplar que no aplican” (1982, p. 16). Una cuestión contradictoria que pervierte el sentido original de esta entidad y que abre la posibilidad de que el Estado, al abordar sus desafíos a través de métodos políticos, distorsione actividades no políticas, despojándolas de su esencia. Es el crecimiento abusivo de la estatalidad que ensombrece otras áreas de la vida humana que no deberían estar bajo su arbitrio. En vez de salvaguardar a los ciudadanos, el Estado podría enviarlos a instituciones carcelarias o psiquiátricos en su nombre, lo cual representa un desvío de su propósito intrínseco. Una cuestión de hecho evidente, sobre todo en países de Hispanoamérica: lugar de persecución política interna de parte de elites gubernamentales que, usando a discreción su poder estatal corrompido, intimidan, censuran, encarcelan y asesinan a opositores (Nicaragua, Venezuela, Cuba, Bolivia).
Ahora bien, acaso la mayor crítica de Freund sea que el Estado siempre ha sido definido como un “moderador”, un medio, un artefacto al servicio de la voluntad política y en aras de garantizar la paz interior y la seguridad externa, en línea con la teoría política de Weber, Schmitt o Aron. No obstante, esta misión moderadora ha sido debilitada y pervertida con el transcurso del tiempo. En efecto, los hechos históricos señalan a cuantiosos soberanos (jefes de Estado) que han adulterado este sentido primordial que básicamente consistía en encausar los conflictos, en reducir la violencia; pero, sustancialmente, durante las últimas décadas éstos han convertido la “máquina” del Estado en un fin en sí mismo, degenerando su sentido original. Líderes, caudillos y cuadros partidarios politizados e ideologizados han usado al Estado, sistemáticamente, como un botín a su servicio, tanto para la persecución de disidentes, como para su enriquecimiento personal y para la creación de redes delictivas o al filo de la legalidad, algunos incluso para la represión y el terrorismo estatal: “sólo una mente pervertida puede pervertir la noción del Estado haciendo de él un instrumento de violencia” (1982, p. 16). Esta es un evidente paradoja puesto que esconde hipocresía, demagogia, cinismo y dolo de parte de quienes tienen o han tenido alguna vez en sus manos las riendas del poder estatal: con supuestas intenciones nobles y mesuradas numerosos jefes de Estado han llevado a cabo acciones perturbadoras y siniestras, burocratizando la vida pública, reduciendo la distinción entre los campos públicos y privados, han asfixiado la libertad y la autonomía personal, estableciendo múltiples controles sobre el resto de las actividades humanas, al borde del totalitarismo. Han convertido al Estado en un tirano que copa todas las esferas de la vida, haciendo carne lo expresado por Schmitt (2004): éste es el primer producto de la era de la técnica. Esto ha sido palmario en los años recientes. Años de pandemia y de confinamiento, de crisis económica, de guerras mundiales regulares e irregulares, máxime si han sido años de violencia política y de violencia criminal, lo que ha incidido en una brutal alza de la inseguridad pública. Han sido, además, años de caudillos autoritarios y populistas que orquestaron campañas públicas y masivas de acoso, coerción y persecución de las libertades y de censura a las opiniones divergentes (como el Correísmo en Ecuador, el Kirchnerismo en Argentina, el Orteguismo en Nicaragua, el MAS boliviano o el Castro-chavismo continental); en suma, claros ejemplos de manifestaciones que incluso Freund no alcanzó a vivenciar ni a reseñar del todo, pero que coinciden con su perspectiva teórica basal respecto de la noción de crisis: ha sido incapaz, muy especialmente en Hispanoamérica, de organizar “lo más eficazmente posible el orden público y la concordia internos”, de hecho, esta subversión de su esencia como constructo político se manifiesta en el seudo totalitarismo de Estado que por décadas está al servicio de voluntades políticas que incumplen este mandato y actúan inversamente: promueve, conduce y alimenta la violencia revolucionaria muy propia de los últimos cuarenta años en esta región, lo que, en consecuencia, únicamente ha contribuido a fortalecer la capacidad coercitiva del Estado en beneficio de los soberanos y en desmedro de los súbditos: “todos los que han querido debilitar al Estado mediante la violencia revolucionaria no han hecho más que reforzar al Estado en la violencia” (1982, p. 21). Ahora bien, y más allá de estas primeras consideraciones conceptuales según el texto de este polemólogo francés (1982), se desprenden de su artículo argumentos que apuntan a tres ejes clave de análisis político para describir su noción de crisis estatal: una crisis de racionalidad, una crisis del monopolio del uso legítimo de la violencia y una crisis de soberanía.
En primer término, en su empeño por racionalizar y estructurar la sociedad, el Estado ha alcanzado un punto en el cual su propia burocracia y organización se han desbordado, se han vuelto excesivamente intrincadas, confusas y de difícil gestión. En lugar de ser un medio o un moderador para alcanzar objetivos racionales, la burocracia estatal ha evolucionado hasta convertirse en un fin en sí misma, convirtiéndose en un dispositivo ineficaz y con una falta de flexibilidad tal que perjudica el proceso de toma de decisiones. En términos simples, el Estado ha llevado la racionalización a tal extremo que desemboca en la irracionalidad, generando así nuevas problemáticas: “El Estado se ha transformado de moderador en agresor de los ciudadanos” (1982, p. 24). Se inmiscuye en temas no políticos descuidando los que le son propios. Es la perversión de lo racional por lo insensato.
En segundo término, también se manifiesta una crisis del monopolio del uso legítimo de la violencia. Una cuestión muy evidente en el panorama americano actual. Esto implica la sostenida pérdida de la capacidad del Estado para ejercer un control exclusivo sobre el uso legítimo de la violencia en la sociedad, en el sentido weberiano de la expresión. Freund argumenta que el fundamento del Estado moderno descansa en la concepción de que posee “el derecho legítimo de emplear la violencia” con el fin de preservar el orden y la seguridad. No obstante, actualmente, diversos actores, tanto grupos delictivos, organizaciones terroristas y milicias privadas, como bandoleros, individuos terroristas aislados o radicales temporales, han adquirido un inusitado y amplio acceso a la violencia (material y simbólica), dando lugar a una grave crisis sobre el uso de la violencia. En América se debate fuertemente sobre las guerras de cuarta generación o guerras irregulares que ocurren en numerosos países: México, Haití, Brasil, Ecuador, Colombia, Chile, Paraguay (Kilcullen, 2006; Ortiz, 2015). Esta coyuntura ha generado desafíos sustanciales para el Estado en cuanto a su habilidad y gestión para mantener la paz y la seguridad, instando a la formulación de nuevas estrategias y enfoques destinados a abordar dichos desafíos. Sus modos y estrategias han devenido en obsoletas y se ha desnaturalizado la función primigenia estatal ya que ha debido inmiscuirse en guerras internas asimétricas, difusas, con numerosas pérdidas de vidas humanas y lo hace en el marco de enfrentamientos bélicos excesivamente prolongados. El monopolio de la fuerza estatal está a diario en disputa y es usurpado por agentes como narcoguerrillas, paramilitares, carteles de drogas, terroristas, grupos de autodefensas, pandillas, milicias civiles que dominan amplios territorios “liberados del Estado” y que están en situación de descontrol y donde las fuerzas estatales policiales y militares han sido cooptadas o desplazadas o derrotadas o todas las anteriores. Es la perversión del uso legítimo de la fuerza por la violencia desbocada indiscriminada.
En tercer lugar, según Freund es manifiesta la crisis al núcleo central de la noción de Estado moderno, vale decir, a la noción de soberanía (en sus palabras: el “corazón” estatal). La crisis del Estado es esencialmente explicada por una disminución de la soberanía, una característica primus inter pares, de hecho, cabe recordar que sin soberanía no hay Estado y sin Estado no hay soberanía, pues acaso sean lo mismo, según la frase comúnmente atribuida a Jean Bodin (1530-1596). La soberanía implica la autoridad exclusiva del Estado para tomar decisiones políticas y para ejercer el control sobre su territorio y población sin interferencias externas. Territorio y población referenciados por el autor francés en el sentido que le daba Carl Schmitt a ambos términos ya que “territorio” es el espacio físico sobre el cual el Estado ejerce su soberanía y control, es la base espacial, geográfica, de su autoridad; en tanto, “población” es la comunidad humana (no individuos aislados) habitantes de ese territorio, que, con identidad común, están sujetos y son obedientes de la autoridad estatal (Schmitt, 2006; 2007). En opinión del polemólogo francés entidades como la Unión Europea o el Parlamento europeo son ya unidades políticas post estatales (algo que no le preocupa demasiado, pues lo considera como una fase de integración más que de supresión de las formas estatales). En tanto, las reivindicaciones nacionalistas interestatales son una forma más clara de desaparición de los Estados, lo que de hecho le preocupa mucho más, porque dinamitan directamente la noción soberana: “estos movimientos autonomistas tratan de hacer estallar el Estado, a veces incluso entregándose a actos terroristas, contribuyendo así en gran medida a envenenar la actual crisis del Estado” (1982, p. 19). Sin embargo, en el contexto actual de una sociedad postmoderna -al exterior de las fronteras- la globalización y la interdependencia económica y política han ejercido una permanente fricción sobre esta noción de soberanía a escala mundial, provocado una pronunciada merma de ésta, ya que los Estados enfrentan actualmente mayores restricciones que las que vio y previó el sociólogo francés. En tiempos actuales estos fenómenos globales atentan contra la capacidad del Estado para tomar decisiones y para ejercer control sobre su territorio y ciudadanía, acentuando su debilidad. Es más, en otra esfera -al interior de las fronteras- la soberanía también está siendo usurpada a tiempo completo por agentes no-estatales con los que se libra una batalla intensa e irregular, cultural, política, a nivel de propaganda e incluso bélica, siendo estos agentes estructuras criminales trasnacionales u organizaciones terroristas que han tendido a converger en formas de actuación y en vínculos organizativos, inclinando la balanza de poder a su favor. Ambos, desde distintos frentes, dan cuenta de la pérdida de autoridad estatal que no logra garantizar la insubordinación de los súbditos ni evitar los excesos del poder que puede derivar en tiranía, tal como concibió Bodin la esencia de la soberanía en las repúblicas (Bodin, 2006). Es la perversión de la soberanía exclusiva por formas post estatales que le disputan el dominio de lo político.
A estos tres ejes clave, racionalidad, violencia y soberanía, también Freund agrega en otro nivel la crisis de legitimidad, un posible cuarto factor o más bien un efecto de los tres primeros, en el sentido de que se ha evidenciado una disminución en la confianza de los ciudadanos hacia las instituciones políticas y una desafección a la actividad política, puesto que se produce una ruptura entre las intenciones y las promesas de los líderes (por ejemplo de los defensores “discursivos” de la democracia) y los resultados concretos (apoderándose de la “palabra” democracia y aplicándola en regímenes autoritarios, haciendo exactamente lo contrario del significado original). Este fenómeno encuentra sus raíces, en parte, en la corrupción, también en la ausencia de transparencia y la falta de rendición de cuentas por parte de líderes políticos (códigos y conductas sociales). Además, se atribuye a la creciente complejidad, burocratización de la vida cotidiana y opacidad de los sistemas políticos y económicos (crisis de racionalidad). Visto desde el tiempo actual cabría por agregar la inseguridad y el crimen en mayor escala (que perpetúa la crisis de violencia). Por supuesto, que estos elementos se manifiestan en el mundo real profundamente entrelazados, pues la desconfianza política de las personas también incide en la evidente crisis de autoridad (un probable quinto factor o consecuencia de los primeros), y así, ambas, legitimidad y autoridad, debilitan al aparato estatal en el dominio legítimo sobre su territorio, provocando cuestionamientos profundos desde las bases sociales. Freund indica que cuando un poder o una institución siente que ya no dispone del consentimiento popular tiende a adoptar con facilidad prácticas autoritarias con el fin de imponer sus ideologías a toda costa, en otras palabras, se radicaliza, el actor se vuelve autócrata. Se pasa de la preocupación por el bien común al provecho exclusivo de la oligarquía. De hecho, este punto merece especial consideración y pertinencia hispanoamericana: según los datos de Economist Unit (2023) solo hay dos democracias plenas, Uruguay y Costa Rica, el resto son democracias defectuosas, regímenes híbridos y autoritarios; es más, en esta región la impunidad de las elites gobernantes por los delitos que comenten, los altos niveles de corrupción y la decadencia democrática han propiciado el desarrollo de proyectos populistas y autoritarios, como los que han encabezado en distintos momentos caudillos como Lula da Silva, Dilma Rousseff, Rafael Correa, Juan Orlando Hernández, Otto Pérez, Nicolás Maduro, Francisco Flores, Mauricio Funes, Daniel Ortega, Ricardo Martinelli, Cristina Fernández de Kirchner, Evo Morales o Pedro Castillo, solo por nombrar algunos ya que la lista es extensa, quienes han sido investigados, enjuiciados y/o condenados por delitos graves o crímenes de alto impacto, activos líderes que se apropiaron del gobierno, defensores “discursivos” de la democracia, pero que utilizaron la máquina estatal para sus propios fines, derivando algunos de ellos en el autoritarismo y otros en el populismo.
En definitiva, Freund sostiene que el origen de la crisis del Estado se sitúa en la lógica primigenia de su constitución, fundamentada en la concepción de que el Estado es una entidad autónoma y soberana. No obstante, “la crisis del Estado no es más que un aspecto particular de una crisis más general, que sacude tanto a la religión como a la economía, al arte como al derecho” (1982, p. 25). Esta afirmación es notable y aclara que la premisa de circunscribir la noción de crisis solo a esta unidad política coyuntural no debe dejar de lado otras materias incluso más globales y poderosas. A lo largo de la historia han surgido concepciones y teorías renovadas acerca de la libertad individual y la democracia que debilitan la idea general del Estado como ente que, en esencia, entrega orden y garantiza la paz, evitando la guerra de todos contra todos. La crisis estatal es múltiple y ha experimentado transformaciones a lo largo del devenir. Muchas de ellas se han profundizado con el paso de los años y tienen a su vez matices, debido a las características históricas y culturales heterogéneas de las naciones. Claro que existe la posibilidad de que los Estados desaparezcan y den paso a otras formas de organización política, lo han afirmado una gran cantidad de especialistas, Schmitt acaso sea el principal denunciante del fin del Estado liberal moderno, no obstante, en términos de Freund eso no implicaría un descalabro ni un caos, ya que la esencia de la política persistirá en otra estructura novedosa: “los hombres se han dado, en las diversas épocas de la historia, instituciones, en lo posible, conformes a sus condiciones de vida, aunque algunas hayan sido más adecuadas que otras” (1982, p. 26).
Nueva criminalidad y crisis del Estado en la región
En Hispanoamérica es donde efectivamente se presentan los más altos niveles de violencia del mundo. De acuerdo con Rettberg (2020) la problemática de la violencia en esta región es de alta magnitud y muy distinta de la que acontece en otras zonas del planeta. Se registran continuamente elevadas tasas de homicidios: “más de tres millones de personas fueron asesinadas entre 2000 y 2018 (…) Venezuela (56,8), Honduras (41,7) y Brasil (30,5), y ciudades como Tegucigalpa, San Pedro Sula, Cali y Caracas, se destacan por su elevado nivel de homicidios” (Rettberg, 2020, p. 3). En términos continentales, se manifiestan múltiples formas de violencia, ya sea violencia urbana (delincuencia común y criminalidad organizada nacional y trasnacional), violencia política (conflictos armados internos, guerrillas, milicias civiles, paramilitarismo; nacional y trasnacional) y anomia institucional y/o corrupción e impunidad, las que representan un tipo de criminalidad de alto impacto, en especial, de parte de la clase dirigente. Siguiendo los presupuestos teóricos de Freund (1995) se distinguen analíticamente, en estos territorios, acciones de violencia política, violencia criminal y violencia anómica (Molina Cano, 1999). Cabe sostener aquí que pandillas callejeras o maras, bandoleros y bandas de delincuentes que en el pasado eran considerados simples criminales (cuyo afán es el lucro), hoy, mancomunados, sostenidos y contenidos por entidades terroristas (cuya ideología es el combate) ya se han convertido en actores propiamente tal del crimen organizado, subiendo el nivel de amenaza en contra de las sociedades (Sánchez y López, 2023). Es más, el crimen organizado es el responsable de la mitad de los homicidios en Hispanoamérica, 8 de cada 10 ciudades con las más altas tasas de homicidios del mundo están en esta región y “la combinación de organizaciones narcotraficantes, pandillas callejeras y milicias desplegadas en todo el continente crean un ambiente propicio para el escalamiento de la violencia” (Centro de Estudios Internacionales, 2024, p. 11).
El panorama en esta región presenta algunas tendencias comunes durante los últimos diez años y hacen posible sostener la tesis de que existe una nueva criminalidad, más violenta, osada y masiva, la que se ha profundizado. Si bien se debe reconocer que la intensidad y frecuencia de la acción delictual y de la inseguridad pública varían entre los países, como el caso de El Salvador en que se aprecia una mejoría puntual, pues presenta durante los últimos años una disminución ostensible y única de los asesinatos: pasó de una tasa en 2017 de 62,02 a 7,8 en 2022 (Appleby et al., 2023). También se debe dar la razón a las variaciones que se exhiben al interior de las fronteras, por ejemplo, en regiones de Chile y Argentina -países menos violentos en términos comparados- se registran tasas de homicidios tan altas como en Centroamérica. No obstante, en lo principal: hay patrones comunes en toda la región y un impacto tal que supera los límites nacionales.
En Ecuador el punto cúlmine de la delincuencia desbocada llegó con la toma de parte de un grupo criminal de un canal televisivo que transmitió en vivo y en directo a todo el mundo el secuestro de personas; a este hecho estricto (simbólico) se le agrega un factor sintomático: masacres masivas de personas al interior de las cárceles y asesinatos públicos, directos y selectivos contra figuras políticas, fiscales y jueces. Perú ha decretado “estados de excepción constitucional” para contener la criminalidad y los desórdenes públicos tal como lo han hecho Chile, Honduras, México, Ecuador, El Salvador, Colombia en distintos momentos de la historia reciente. Costa Rica y varias naciones del Caribe, también Paraguay, Haití y México han duplicado sus tasas de homicidios. Costa Rica empeoró sus cifras desde 2017 en adelante, los años más violentos de su historia, pues llegó a una tasa de 12,2 homicidios en 2022. En México mientras la tasa de homicidios a nivel global es de 6,1 éste llegó a 25,2 en 2022 (Appleby et al., 2023). En Chile entre 2018 y 2022 los homicidios sin autor conocido pasaron de un 23% a 41,6% (Centro Nacional para la prevención de homicidios y delitos violentos, 2023). En Argentina, pese a contar con bajos índices de asesinatos a nivel nacional (una tasa de 4,3), el foco de la violencia criminal ocurre en la ciudad de Rosario (tasa de 19,8) conocida por los problemas derivados del narcotráfico, como el sicariato. No obstante, algunas zonas del cordón urbano que rodea a Buenos Aires presentan indicadores similares a los de Rosario (Appleby et al., 2023).
De acuerdo con el Índice de Conflictividad ACLED, el cual evalúa a los países de todo el orbe, en función de cuatro indicadores de conflicto y violencia: letalidad, peligro para la población, dispersión geográfica y fragmentación de grupos armados (ACLED, 2024), los cuatro países hispanoamericanos que experimentan niveles de conflicto “extremos” son México, Brasil, Colombia y Haití; si bien no acusan guerras tradicionales sí poseen conflictos múltiples, letales y generalizados; por otra parte, con un nivel de conflicto “alto” se clasifican Honduras, Jamaica, Guatemala, Venezuela y Trinidad y Tobago; en tanto, países hispanoamericanos que experimentan niveles de conflicto “turbulento” son Ecuador y Puerto Rico. Todos ellos dentro del rango de los 50 países más violentos del mundo (ACLED, 2024).
Según el Índice de Riesgo Político en América Latina “el crimen organizado sigue creciendo donde el Estado es relativamente débil, los niveles de corrupción [son] altos y predominan economías informales” (Centro de Estudios Internacionales, 2024, p. 12). En este punto cabe recordar que no siempre la presencia del crimen organizado o de agentes insurgentes conduce a más violencia, hay ejemplos en que los grupos delictivos adquieren tanto poder y control territorial que es posible advertir una disminución de la violencia en sus asentamientos ya que han afirmado su control y ejercen “gobernanza criminal”, por eso muchas veces son aceptados por la población local. Este punto reafirma la tesis de que el monopolio exclusivo de la violencia por parte del Estado está en entredicho, por cuanto la pregunta por su reivindicación es más bien quién lo detenta y no tanto quién lo usa (aunque esto último sea igualmente importante) ya que esta matriz analítica es devota estrictamente de la racionalidad, en términos weberianos, pues la ley de un país determina en qué condiciones el Estado recurre legítimamente a la violencia, para de este modo evitar un uso arbitrario de ésta o eliminar de raíz la violencia privada (Freund, 1995). Ahora bien, aunque empíricamente no haya mayor violencia en esa sociedad sí hay, teóricamente, pérdida de soberanía.
En cualquier caso, esta violencia y criminalidad, asumiendo la tesis de una mayor intensidad, frecuencia y masividad, que actúan como poderosas fuerzas disociativas, poseen la capacidad de profundizar la crisis de lo estatal, llevada a su apogeo estos últimos veinte años, ¿por qué? y ¿bajo qué perspectivas?
En primer lugar, porque el crimen organizado, la delincuencia, la inseguridad y la violencia (criminal-política) crean un escenario social -en tiempo y espacio extensos- donde la convivencia pacífica se ve amenazada y desquebrajada (Naím, 2013). Factores multifacéticos, que van desde la falta de oportunidades económicas hasta la desarticulación de sistemas educativos han incubado un caldo de cultivo propicio para la gestación de prácticas delictivas. Los jóvenes, en particular, como perpetradores mayoritarios de estas prácticas antisociales, pero también víctimas de la violencia desbocada se ven atrapados en un dilema donde la delincuencia se presenta como una vía atractiva y, en ocasiones, la única salida posible ante un mínimo horizonte de posibilidades (Alvarado, 2013). En el plano económico, el crimen organizado ha tejido redes de penetración en sectores clave que llevan a la extorsión de empresas, a la captura de la inversión, al surgimiento de economías ilícitas e irregulares y al desvío de recursos para fines privados. En el ámbito político, este decenio ha presenciado cómo los tentáculos del crimen organizado han infiltrado las estructuras gubernamentales, corrompiendo la integridad de las instituciones y socavando la confianza de la ciudadanía en sus líderes (Alda Mejías, 2014). La falta de transparencia y la connivencia entre actores estatales y organizaciones criminales han minado la legitimidad de los gobiernos, generando una espiral de descontento (Bohn, 2012; Rotberg, 2019). Acá se sitúa una de las falencias más importantes de la política como actividad práctica y contingente (Freund, 1968), en especial el rol de dirigentes y autoridades al mando (el soberano): ellos han actuado con indecisión frente al problema, eternizándolo. En otras palabras, el mando político, que encabeza los Estados, no ha ejercido su función primaria y ha, mediante su inacción, facilitado la formación y crecimiento de conflictos que, por una parte, degeneran en enfrentamientos violentos y, por otra, alimentan la presencia de actores y unidades que le disputan al Estado su monopolio de lo político. Cabe recordar que la finalidad de la actividad política es, precisamente, en términos de Freund (1994; 1982): dominar o encauzar la violencia. Es más, en palabras de Molina Cano: “la ideología del antidecisionismo ha desorientado a la dirigencia política” (2009, p. 278), permitiendo -salvo casos muy excepcionales- mediante aquella desidia, negligencia y pasividad un apogeo de la violencia y la criminalidad durante estos últimos diez años.
En segundo lugar, en estas dos últimas décadas muchos países de la región se han visto envueltos en una compleja trama de corrupción e impunidad, dos fuerzas intrínsecamente ligadas, que han permeado los sistemas políticos, desde alcaldías hasta altas esferas gubernamentales, desde empresas públicas hasta cuerpos policiales. La impunidad, contracara de la corrupción, ha permitido que aquellos responsables de malversación, fraude y abuso de poder evadan las consecuencias de sus actos (Yuhui, 2021). Los fenómenos de la corrupción y la impunidad se han entrelazado de manera íntima con la pasividad, con la ilegalidad y con la tolerancia hacia la violencia por parte de algunos sectores sociales: grupos políticos corruptos y grupos violentos han estrechado lazos y, en consecuencia, desviado recursos destinados para fines públicos hacia particulares.
Chile, mediante el “caso Fundaciones” -ligado a la coalición de gobierno Frente Amplio/Partido Comunista- es un fiel reflejo de esta trenza de corrupción: se acreditaron delitos como fraude al fisco, tráfico de influencias y malversación de caudales públicos y han resultado imputados parlamentarios, concejales y secretarios del gobierno del presidente Boric (2022-2026), más de 37 millones de dólares fueron extraídos del Estado para financiar irregularmente decenas de fundaciones afines (El Mostrador, 2023; Palazzo, 2023; Laborde, 2023). En Argentina, la Fiscalía nacional acusó en 2023 a la líder peronista Cristina Fernández de Kirchner de delitos de administración fraudulenta y de liderar una asociación ilícita para desviar fondos públicos mientras fue mandataria (2007-2015) (Clarín, 2022; Rivas, 2022). En Guatemala se conoció el “Caso La Línea”, descubierto en 2015 por el Ministerio Público, el que reveló una red de fraude público aduanero con implicación del expresidente Otto Pérez Molina y su exvicepresidenta; ambos fueron acusados de liderar la red criminal, de asociación ilícita y de fraude al fisco, siendo sentenciados como culpables y condenados a 16 años de prisión cada uno (BBC, 2022; CICIG, 2018). Lo llamativo de estos casos delictivo-políticos, que sostienen la tesis de alta criminalidad, de corrupción (investigada y acreditada -Argentina y Guatemala-) e impunidad (en Chile los procesos de investigación continúan sin sanción a la fecha), es que remiten al elemento de la “crisis de legitimidad” explicitada por Freund, es decir, se prueba fácticamente la ruptura entre las intenciones y las promesas de los líderes y sus prácticas concretas y reales: los benefactores del pueblo, los redentores de los oprimidos, los defensores “discursivos” de la democracia la pervierten y dinamitan. En el fondo, las propias herramientas de la democracia son utilizadas para debilitarla, minando la confianza en los procesos democráticos y abriendo la puerta a medidas autoritarias, al surgimiento de líderes populistas y a la apatía de la población.
En tercer lugar, una de las encrucijadas políticas más dañinas y sostenidas durante décadas: las acciones directas de confrontación en contra de los Estados bajo la forma de ataques terroristas, la proliferación de milicias, guerrilleros y numerosos actos de sabotaje en nombre de diversas razones (ideológicas, raciales, nacionalistas o religiosas que impulsan a estos perpetradores a enfrentarse a un enemigo percibido). Los ataques terroristas, en su diversidad de formas y expresiones, han dañado la estabilidad de la región y la capacidad de los Estados para resistir la presión de esta “exaltación de la violencia” (Freund, 1982, p. 68). Grupos extremistas, en busca de imponer su visión particular, refractarios de la estatalidad y en calidad de enemigos internos (Schmitt, 1991), han sembrado el terror en distintas latitudes hispanoamericanas, perturbando la paz y desafiando la capacidad de respuesta estatal. Para Schmitt, de acuerdo con su distinción politológica basal de amigo/enemigo, el Estado tiene la responsabilidad de identificar y combatir a estos enemigos internos, utilizando todos los medios necesarios, incluyendo el uso legítimo de la violencia. Freund también sustenta esta facultad soberana en los mismos términos: “se sabe que una de las características del Estado moderno es la lucha contra la violencia privada, y por consecuencia contra los conflictos internos que pretenden conseguir el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia en fronteras definidas” (1995, p. 32). Las milicias y guerrilleros, emblemas de la lucha armada privada, insurgentes y grupos calificados como terroristas persisten y conservan poder en algunos lugares connotados de la región, exacerbando aún más la crisis estatal en sus elementos de racionalidad, violencia y soberanía: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), como grupo guerrillero colombiano ha estado activo desde 1964 (pese a los acuerdos de paz de 2016); el Ejército de Liberación Nacional (ELN) también sigue activo; Sendero Luminoso en Perú, que fue derrotado militar y políticamente, posee remanentes y amenaza extensas zonas rurales del país; las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), entidad paramilitar que operó desde la década de los 90 hasta mediados de la década del 2000, posee agentes y exmiembros que se han reorganizado en “bandas criminales” (BACRIM) y se dedican no solo al narcotráfico, también al sabotaje y a los atentados explosivos; el Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) es el principal grupo guerrillero del país activo desde 2008 y realiza secuestros y extorsiones en áreas rurales; Los Zetas, si bien es descrita en la literatura especializada como una organización criminal narco o mafia, han estado involucrados paralelamente en actividades terroristas (ataques con explosivos y asesinatos); en Ecuador han sido declarados formalmente como terroristas los grupos Los Choneros, Los Lobos, Los Lagartos, Los Tiguerones y otros once más; en Chile el Parlamento nacional designó a las organizaciones Coordinadora Arauco-Malleco, Resistencia Mapuche-Malleco, Resistencia Mapuche-Lafkenche y Weichan Auka Mapu como asociaciones ilícitas terroristas, autores de asesinatos, de ataques incendiarios (a escuelas, iglesias, hogares) y de diversos delitos para financiar su acción política (tráfico de drogas, robo de vehículos, madera, de armas y municiones, secuestros). Sería posible también incluir a las Maras en esta clasificación como actores insurgentes asimétricos a nivel regional, sin embargo, sus características sociales actuales y funcionamiento aún no lo permiten del todo (Montero et al., 2013), cuestión que podría mutar en el futuro, a diferencia de los grupos nombrados anteriormente que sí poseen el carácter de fuerzas organizadas al servicio del crimen insurgente.
Muchos de estos grupos siguen enquistados en determinadas zonas, desafiando la autoridad estatal e imponiendo su propio orden en contraposición al establecido por las instituciones políticas ajustadas a derecho, un orden alterno derechamente político refractario. Estos actos de violencia indiscriminada, con sus vínculos complejos, difíciles de percibir, articulados con otros colectivos político-criminales, como partidos políticos, caudillos, narcotraficantes, paramilitares, incluso con emisarios de naciones en guerras extracontinentales, han creado una atmósfera permanente de inseguridad que permea la vida cotidiana y socava la confianza en las instituciones encargadas de brindar paz, la principal entidad: el propio Estado. También Freund, cabe recalcar, es consciente de que existe el terrorismo de Estado como una manifestación concreta evitable y arbitraria, pues “consiste en su instauración por el poder de una dictadura, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo de grupúsculos” (1982, p. 15), cometiendo los mismos abusos que dijo combatir. De acuerdo con Molina Cano: “el terrorismo constituye la forma más fría y siniestra de un combate degradado de lucha criminal” (2000, p. 309).
El Estado y su crisis en perspectiva política
Freund se declaró deudor de la tradición del pensamiento político que va desde Maquiavelo hasta Raymond Aron, y muy en especial de quien conoció personalmente, el jurista y filósofo político alemán Carl Schmitt. De hecho, en las obras de Julien Freund La esencia de lo político (1968) y Sociología del conflicto (1995), las referencias a Schmitt son extensas y comprensivas. Lo clave está en la influencia y en la singularidad que esa influencia tuvo en el desarrollo de su propia obra. Esto queda establecido al momento de leer al autor francés y estudiar sus principales conceptos y aportes al conocimiento de la política y de lo político. En cuanto al tema de este artículo cabe sostener algunas convergencias: Freund traza su perspectiva sobre las bases que Schmitt sentenció en textos como Teología Política (2009) y El Leviatán en la Teoría del Estado de Thomas Hobbes ([2004]1938), no obstante, desde la obra el Concepto de lo político (1991) extrae un elemento definitorio que ya se ha referido en estas líneas: concebir al Estado como una entidad soberana que tiene el monopolio del poder político en un territorio (la fuerza), entenderlo como una unidad política crucial reservada a la preservación del orden. El filósofo Carlo Galli (2011) ha sostenido que la relación de Schmitt con el Estado es ambivalente, por un lado, acepta su inestabilidad (crisis) y, por otro, intenta revitalizarlo (desestructurándolo), pero a fin de cuentas se resigna y admite que esta forma política ya no es el centro ni el símbolo del orden. Schmitt sentenció el término del Estado debido a una multitud de causas y poderes; indicó que la razón histórica da derecho a pensar en la caducidad de todas las cosas: “La época de la estatalidad toca ahora a su fin” (1991, p. 40). Freund también posee algo de esa ambivalencia respecto de esta unidad política, al punto que afirma que la política continuará a pesar de la eventual extinción de los Estados y persistirá en una estructura renovada no estatal. Originalmente, Schmitt (1991) señaló que el Estado no está exento de enfrentar crisis: la neutralización y despolitización son factores -entre otros- que propician la pérdida de la naturaleza política del Estado convirtiéndolo en algo distinto, en una mera formación administrativa y burocrática.
Cabe recordar que el concepto de “neutralización” alude al procedimiento por el cual el Estado, en determinados contextos, tiende a despojarse de su esencia política, transformándose en una entidad carente de decisiones políticas de relevancia. Esto incluso es ocasionado por motivos nobles o juiciosos, dejándolo vulnerable ante posibles enemigos. La neutralización vendría a encarnar, según lo afirma García, “la búsqueda de una esfera o ámbito neutral, un paradigma cultural en el que se neutralice el conflicto y en el que se haga posible el entendimiento” (1998, p. 82), sin embargo, este desplazamiento del “centro de poder” hacia otro impulsa al unísono el surgimiento de un nuevo terreno de disputa y de conflicto. Por otro lado, la contracara o más bien una forma de neutralización, es la “despolitización”, la que para Schmitt (1991) encarna la renuncia o pérdida de la capacidad del Estado para ejercer su autoridad de manera auténticamente política. Para el doctor en ciencia política, Negro Pavón, es “la moralización de la política por la actividad estatal impregnada de tecnicidad” (2010, p. 159). La despolitización implica que el Estado deja de cumplir con su función esencial de identificar y enfrentar situaciones políticas que involucran la distinción amigo/enemigo, en consecuencia, cuando el Estado se despolitiza, se aparta de las cuestiones fundamentales que definen su esencia: su toma de decisiones soberanas y su capacidad para movilizar el poder en respuesta a amenazas. Esta despolitización conduce, siguiendo a Schmitt, a una esterilidad del Estado como dispositivo o mecanismo ordenador de la sociedad. Esta noción es clave para comprender los fenómenos de violencia, crimen e inseguridad en la América hispana, ya que la neutralización/despolitización, al tratar de minimizar o evitar conflictos de naturaleza política o el belicismo político-criminal, priorizando la estabilidad, el consenso, dejando de sancionar, provoca la traición de lo estatal. Surge un falso estatismo (Negro Pavón, 2010), un estatismo sin Estado que ejerce actividades limitadas, pues la mayor parte del poder lo delega en otros actores, bajo la forma de una palabra de moda: la gobernanza (incluso gobernanza criminal), así pues, aumentan los territorios liberados que son dirigidos por actores no-estatales que moldean nuevas prácticas políticas, económicas, militares y sociales. Este Estado desmantelado se queda con lo rutinario, con lo administrativo, con lo baladí, reducido a representación política y a dictación de leyes irrespetadas en territorios liberados. Lo estatal actúa en contra de sí cuando procede con buenismo dócil, con moralismo y con candidez extrema, cediendo espacios a sus enemigos y, por ende, dota de poder indebido a actores y dinámicas que le usurpan funciones básicas (seguridad, soberanía, monopolio de la violencia), trasladando el “centro de poder” (el centro de gravedad Schmittiano) hacia otros, incluso depositándolo en actores combatientes.
En efecto, en tiempos actuales, es posible afirmar que no solo cambia el lugar donde se toman estas decisiones políticas y fluyen hacia el saber de los expertos (gobernanza y privatización) o hacia las arenas judiciales (judicialización de lo político). Incluso hacia entidades supra nacionales. También es posible hacer notar que el “centro de poder” deriva hacia agentes que usan la fuerza o se atribuyen ese derecho, poniéndose en posición de enemigos de lo estatal. Esta tesis es un indicio de que históricamente las capas dirigentes de las sociedades, en especial en esta etapa de democracia liberal avanzada y en suelo americano, emplean fórmulas y tácticas para evitar el conflicto político -demostrando impotencia-, para ocultarlo o despreocuparse de hechos potencialmente belicosos. Es una prueba de la decadencia de las elites que ocupan las jefaturas de los Estados y que han facilitado el auge de la ilegalidad, de la incivilidad y del delito a gran escala. La inacción los supera. Conflictividad que, cabe sostener aquí, el sociólogo Julien Freund desarrolló y profundizó (1990; 1995), ubicándola como elemento esencial de la vida humana. No se trata de suprimir el conflicto, si no de reglamentarlo, en lo posible reduciendo la violencia, sea esta cual sea. Coartada la violencia, es posible llegar a una solución pacífica de conflictos.
En este sentido, resulta urgente evitar el ascenso de la violencia criminal y política, impidiendo que éstas lleguen a un extremo sin retorno, que, como lo atestigua el caso de Haití, desemboca en un desgobierno y en una disputa pandillera por el control del Estado: éste último a punto de perecer y ser sustituido. Cuestiones análogas ocurren en otros países de la región. Esta reglamentación y el consecuente constreñimiento de la violencia tiene en actores no-estatales contemporáneos a sus máximos exponentes de lo que pudiera tildarse como enemigos públicos y políticos: grupos insurgentes y guerrillas revolucionarias (herederas del castrismo, del guevarismo y en sus formas actuales chavistas bolivarianos, afines al Grupo de Puebla), grupos terroristas (ya sean profesionales convencidos con su causa o seudo intelectuales fanáticos) y los partisanos políticos -en el sentido de Schmitt (1966)- que luchan en un frente político (agentes civiles armados o formas de vigilantismo como autodefensas, que ejercen violencia irregular y terror, con algún grado de apoyo de la población). Es sugerente reflexionar también sobre el rol de empresas privadas contratistas de soldados o combatientes civiles que rompen el monopolio estatal (Mendoza, 2018). Estas son figuras de combatientes internos (con lazos internacionales, cabe recalcar) que tienden a diluir estas convenciones y reglamentaciones, a su vez, tienden a santificar la violencia con discursos penetrantes en la sociedad, por ejemplo: la lucha contra la violencia sistémica o contra la violencia estructural, su oposición hacia la violencia del Estado (considerada retóricamente como “ilegítima”), la necesidad de “refundar” el país, basados en disputas históricas contra la sociedad capitalista, imperialista o contra el modelo neoliberal. En fin, un sinnúmero de argumentos justificadores de la violencia interna. Los cuales tienen lazos evidentes con formas de criminalidad organizada y con agentes bélicos extrafronterizos e intercontinentales (Dumitrascu, 2016).
Resulta necesario reconocer que lo beligerante es una manifestación histórica que ha estado siempre presente y que ha condicionado y que seguirá condicionando la existencia del ser humano, expresándose en acciones puntuales o casos precisos -como los descritos en las líneas anteriores-; igualmente, la inseguridad pública -como expresión psicológica-, como también la violencia de naturaleza criminal, política y anómica (Freund, 1995), las que responden a acontecimientos y a sucesos fundamentales de amplia data. No obstante, lo que merece aquí mayor reflexión política, jurídica y moral sean las posibilidades de limitar y reducir las inclinaciones al conflicto propio de la naturaleza humana, por lo tanto, se hace difícil sostener ciertas tesis, proclamadas masivamente, que avalan un pacifismo necesario de conservar o la ilusión racionalista del progreso, porque asumiendo esa perspectiva, contraria a la realidad, es posible reconocer de plano un presupuesto, incluso metafísico, respecto de los antagonismos individuales y colectivos que han fundado la sociología y que son mostrados por la historia y que son estudiados y debatidos por la ética. Aplicar el realismo para el estudio de estos acontecimientos permite evitar sesgos y aceptar las regularidades de la historia, reconocer las relaciones de poder y entender las enemistades existentes, sin más pretensión que la verdad. Es preciso recordar que Freund (1968) afirmó, siguiendo a Hobbes, Aron, Schmitt, entre otros, que existe una “esencia” de lo político, la cual se mantiene independiente e inmutable en medio de las variaciones históricas, de las formas de gobierno y de las contingencias. Esta esencia se basa en dos constantes principales: el mando y la obediencia, siempre hay una autoridad que ejerce el mando y ciudadanos que obedecen (Molina Cano, 2009). La protección que da el Estado, según Hobbes y en palabras del profesor de Estrasburgo, constituye el motivo central de la obediencia (Freund, 1968). Dalmacio Negro (2010) ha afirmado que el Estado tiene, a partir de su condición de creación humana artificial, un particularismo: la obediencia pasiva de los ciudadanos ocurre por el miedo a su poder. Ahora bien, Freund también destaca la importancia de un segundo elemento que forma parte de la “esencia” de lo político y que ya ha sido dicha: la dialéctica amigo/enemigo. Sostiene que aceptar esta idea puede resultar incómodo para idealistas o moralistas que sueñan con una sociedad justa (Freund, 1968), a los que cabría sumar a quienes son piadosos, benevolentes o indulgentes con los infractores. En otro texto Freund (1963) había provisto un argumento similar, relacionado con la paz: ésta no se establece ni con decretos ni a través de la retórica ni por medio de ideas generosas, sino a través de la política y de las negociaciones en base a enemistad. El Estado tiene un papel fundamental en su búsqueda.
CONCLUSIÓN
Criminalidad, violencia e inseguridad no son meros accidentes contemporáneos ni simples anomalías puntuales de la naturaleza humana, degradada por las instituciones, sino más bien patrones de comportamiento que tienen efectos oscilantes o cíclicos que afectan a los pueblos y debilitan a las naciones. Estos hechos son acciones específicas que deben ser reglamentadas, morigeradas y subordinadas a objetivos políticos delimitados por el Estado, el cual debe evitar que asciendan o que lleguen a un extremo en que no se respeten ciertas reglas convenidas. Ha indicado Freund que la política es: “un freno, en la medida que busca proporcionar el empleo de la violencia al objetivo que quiere alcanzar” (1968, p. 752). Hoy, el fin de lo político, por tanto, sigue siendo construir una paz que garantice seguridad y concordia, obras naturales de la política llevadas a cabo por medio de ese ser artificial y mortal denominado Estado. La base de la anterior tesis la reitera Freund en 1982: la política es una actividad que tiene como propósito mantener el orden en medio de las contiendas que surgen a raíz de las discrepancias de intereses y de juicios, en el sentido de la “guerra de opiniones” de Hobbes (2003), destinada a servir a la comunidad, interactuando con las esferas económicas, artísticas, morales o científicas de la vida (Freund, 1982), aparte de su relación con un tema de alto impacto como la seguridad.
La seguridad no es una gracia divina ni una voluntad ni una mezcla entre justicia social y reducción de la violencia, es más bien una consideración y la obra de la actividad política, las más de las veces asumida por el liderazgo del jefe de Estado. La construcción de un orden social interno concreto se considera la medida de la política, en circunstancias espaciales y en un tiempo determinado, con respecto a la relación de fuerzas que tiene el Estado con otras unidades políticas internas que le disputan poder y también con actores internos radicales o simplemente criminales que le combaten el predominio exclusivo de la voluntad soberana que tiene. Así, debe hacer que los conflictos internos, que la beligerancia entre grupos no derive en antagonismos mayores ni que superen sus capacidades; solo así la política estaría llena de significación, haciendo de la seguridad y la concordia interna la expresión máxima de su poder. El Estado debe dar garantías suficientes para lograr la seguridad, algo que no es abstracto ni general ni universal; es, en contrario, un fin concreto y medible, condiciones mínimas que aseguran la supervivencia de la comunidad y permiten que se cumpla la duración comunitaria.