Introducción
Ernest Renan en su clásica conferencia “¿Qué es una nación?” dictada en la Sorbona en 1882 constataba que, más que la memoria, es el olvido un elemento crucial para la construcción de la cohesión nacional: “El olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación, y es así como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad. (…) Para el bien de todos es mejor olvidar…” (Renan, s/f: pp. 3 y 7). Y no hay mejor ejemplo de estas palabras que la historiografía nacionalista que, con el afán de crear, reforzar y sostener un discurso oficial y homogéneo sobre la nación, su nación imaginada, construye olvidos, transforma memorias y obstaculiza estudios históricos rigurosos y críticos.
En el caso paraguayo, la historia nacional ha sido construida con una fuerte impronta de la ideología colorada en el contexto del afianzamiento autoritario del discurso nacionalista durante la larga dictadura stronista, a base de mitos que tenían como objetivo legitimar el régimen y la tradición antiliberal. Esta narrativa ficcionada sobre el pasado y el porvenir del pueblo paraguayo, tanto ayer como hoy, ha pretendido borrar la memoria del pensamiento divergente que, en contra del olvido oficial, intenta pensar una historia diferente, una que ayudaría a visualizar caminos en clave de emancipación y no la acostumbrada sumisión.
En las últimas décadas, una historiografía crítica paraguaya busca disputarle al nacionalismo el monopolio sobre la historia nacional, al intentar recuperar del olvido a las memorias alternativas, historias no contadas, personajes y pensadores que complejizan la narrativa unidireccional nacionalista. Con el presente artículo queremos inscribirnos en esta tendencia y proponemos enfocarnos en la disputa por el pueblo paraguayo y su (in)capacidad de emancipación que se desprende del contraste entre la figura de mensú, esclavo de los yerbales, de Rafael Barrett, escritor y periodista de origen español radicado en Paraguay, y el pynandí, agricultor-soldado, del ideólogo colorado, el villarriqueño, Juan Natalicio González. Pretendemos mostrar como detrás de cada una de estas figuras arquetípicas se esconde una interpretación de la historia, el presente y el porvenir del pueblo paraguayo, según dos posturas ideológicas y dos momentos históricos divergentes: el anarquismo internacionalista del inicio de siglo XX de Barrett y el nacionalismo agrarista colorado de González, influido por el fascismo, de las décadas 30 y 40 del siglo pasado, previas al arribo del dictador Stroessner al poder en 1954. No cabe duda de que el ideólogo colorado ha ocupado el lugar hegemónico en la historiografía y el imaginario nacional, frente al olvido y el ocultamiento de los aportes libertarios de la obra barrettiana.
Y es así, porque la prosa de Barrett, al mismo tiempo que destaca por su alto valor literario, siempre ha tenido un compromiso político y social inmediato, dictado tanto por su papel de periodista, como, sobre todo, del agitador anarquista. La sensibilidad libertaria de Barret y su compromiso con el naciente movimiento obrero paraguayo, como también con la población campesina y los trabajadores semiesclavos de los yerbales, además de dejar una huella profunda en sus escritos, le trajeron una inmediata antipatía de la élite y la intelectualidad asuncena, junto con una persecución política por los gobiernos tanto “democráticos”, como dictatoriales de turno1. Barret aprovechaba la prensa, incluida la autogestionada (Germinal), para que su voz se saliera de los círculos cerrados de la élite letrada, a la que dirigía sus críticas más ásperas, y llegara a los sectores populares: “aquellos de mis dolientes hermanos paraguayos que han aprendido a leer” (Barrett, 1978: 177), como también a los sectores no letrados a través de las conferencias (Tres conferencias a los obreros paraguayos: “La tierra”, “La huelga”, “El problema sexual” de 1908). Al mismo tiempo que marcada por el crudo realismo, la obra de Barrett está permeada por su amor sincero por el pueblo paraguayo y por la tierra que lo acogió, y que le permitió madurar como hombre, intelectual y militante, según sus palabras: “Paraguay mío, donde ha nacido mi hijo, donde nacieron mis suelos fraternales de ideas nuevas, de libertad, de arte y de ciencia que yo creía posibles, y creo aún…” (“Bajo el terror”, Barret, 1978: 118-119).
Como dijo Roa Bastos en el prefacio de la obra de Barrett, El Dolor Paraguayo: “En la noche del infortunio paraguayo, la vida y obra de Barrett fue un meteoro que resplandeció, por desdicha, sólo un corto instante. Un resplandor, sin embargo, que proyectó vislumbres futuras: las que hoy tienen plena vigencia” (Barrett, 1978: p. IX). Este “resplandor” de Barrett, no sólo en el corto tiempo en qué vivió en Paraguay y épocas directamente posteriores, sino, sobre todo, en la actualidad, nos servirá, como hemos dicho, para mostrar el aporte que ha tenido su prosa libertaria en la desmitificación y deconstrucción de los discursos nacionalistas como encubridores de la dominación y la injusticia.
Juan Natalicio González Paredes, por su parte, ocupa el lugar distinguido en el panteón de los ideólogos nacionalistas paraguayos. Vinculado desde su juventud con el Partido Colorado, pronto se convirtió en el redactor del periódico oficial del partido General Caballero. En 1933, junto con Bernardino Caballero, sobrino del fundador histórico del Partido, elaboró el Nuevo Ideario del Partido Nacional Republicano y su actual simbología. Posteriormente estuvo a cargo de diferentes periódicos paraguayos entre los cuales destaca la revista cultural Guarania. En 1935, en el contexto de la exaltación nacionalista por la Guerra del Chaco, se editó su primer libro El Paraguay eterno, como dice el mismo González: “unas páginas encendidas por el fuego de la pasión patriótica” (1935: 3); seguido por el Proceso y formación de la cultura paraguaya de 1940, unas de las obras más significativas para el nacionalismo paraguayo. Otras de sus obras políticamente comprometidas que en las que nos basaremos son El Paraguayo y la lucha por su expresión de 1945 y El Estado servidor del hombre libre editado en México en 1960. Además de desarrollar sus talentos literarios y filosóficos se desempañaba como político, actividad que lo llevará a diversos cargos gubernamentales, hasta el más importante del presidente de la República (entre agosto de 1948 y enero de 1949). Fue líder de la corriente fascista del partido Guion Rojo y legitimó ideológicamente el régimen de Alfredo Stroessner, durante el cual fue nombrado el embajador de Paraguay en México (1957), lugar de su repentina muerte en 1966. La importancia de México, donde vivió desde 1950, de sus intelectuales (Vasconcelos) y del ambiente nacionalista de la época, fue decisiva para su obra en cuanto a las reflexiones sobre el mestizaje, la cultura nacional y el Estado.
Su obra ha logrado permear el imaginario nacional paraguayo y su nacionalismo agrarista ha tenido considerable impacto en la ideología declarada del Partido Colorado, como podemos ver en el siguiente fragmento del ideario colorado encontrado en su página web oficial:
El Coloradismo es nacionalista, en un sentido afirmativo, de afirmación de valores propios. […] El concepto de “Estado servidor del hombre libre”, elaborado por Natalicio González, está latente en toda la evolución de la ideología colorada. […] La raíz agrarista es otro elemento fundamental. […] los ideólogos colorados observan que el campesino paraguayo, más que ningún otro sector social, es el auténtico depositario de la cultura paraguaya. De ahí el énfasis en el concepto de “agricultor-soldado”, o del “pynandí” como agentes activos de los procesos históricos (ANR, 2013).
Nos pueden llamar la atención alusiones a la persona de Natalicio González y su aporte a través de los conceptos como: “Estado servidor del hombre libre”, “agricultor-soldado” el “pynandí”, figuras que se niegan a desaparecer y siguen marcando hasta la actualidad el discurso oficialista sobre la nación.
Veamos entonces cómo estos dos autores, ubicados en sus respectivos contextos históricos, disputan desde su obra la figura del pueblo paraguayo y cómo esta disputa se convierte al mismo tiempo en una competencia ideológica por el pasado y el porvenir de los paraguayos. Al recuperar la mirada crítica de Barrett concentrada simbólicamente en la figura de mensú y al contrastarla con los planteamientos nacionalistas ampliamente conocidos, pero poco cuestionados, encarnados en el pynandí, queremos aportar a la deconstrucción de las (des)memorias nacionales y fomentar el pensamiento emancipador que promueva la libertad, la justicia y la dignidad humana por encima del secuestro autoritario y degradante del “pueblo” por los karai guasu de turno.
Entre el pueblo “cretino” y la “raza gloriosa” - Rafael Barrett como una voz disidente
Los albores del siglo XX en el Paraguay, marcados por las secuelas de la Gran Guerra llamada también de la Triple Alanza (1864-70): la destrucción, la desarticulación social y una pobreza desgarradora tanto material como institucional, con un nuevo régimen político y económico impuesto por los vencedores2; son testigos de una efervescencia intelectual que dará vida a nuevas corrientes ideológicas, como el nacionalismo, que disputarán con el liberalismo de la posguerra la figura del “pueblo” paraguayo, su historia, su destino y su representación legítima.
Son los miembros de la Generación 9003 o, llamados de otra manera, el novecentismo, quienes empiezan la discusión intelectual acerca de las cuestiones nacionales, en el contexto de la cercanía del centenario de la independencia paraguaya. La Generación 900 incluye a los intelectuales de diferentes corrientes ideológicas, incluso confrontadas, nacidos generalmente entre 1867-1880,4 jóvenes de la Posguerra, que empiezan su mayor producción alrededor del año 1900. Les une la preocupación por la patria, sin embargo, divide su postura frente a la historia, el “carácter” y la identidad de los paraguayos. Todos ellos unidos por el anhelo de un renacimiento intelectual y físico de la patria, unos siguiendo el camino de la “modernización”, según la escuela argentina y anglosajona, otros buscando las fuerzas ocultas de la “raza” en su etnicidad y su historia.
El desgarramiento identitario e ideológico de la élite paraguaya de la posguerra, reflejado en la lucha entre dos partidos hegemónicos: el Partido Liberal y el Partido Colorado, queda reflejado en la famosa polémica entre Cecilio Báez y su discípulo Juan de O’Leary, que se llevó entre octubre de 1902 y febrero de 1903 en los periódicos El Cívico y La Patria respectivamente. El primero, representante del liberalismo, culpabilizaba a los paraguayos, un pueblo “cretinizado” e “imbécil” y a sus karai guasu por la Guerra, rechazaba su pasado como indigno de ser recuperado y proyectaba una imagen nacional negativa, donde el aislamiento geográfico, el componente guaraní: “el rudimentario lenguaje de la barbarie” (Báez en Brezzo, 2011: p. 35) y el despotismo de los gobernantes desde el Dr. Francia y los López hasta el Partido Colorado, condenaban la nación al obscurantismo, el atraso y la barbarie. Frente a ese diagnóstico pesimista, Báez, heredero de Spencer y Sarmiento, proponía la cura de la ciencia y la instrucción en el marco de una sociedad democrática de libre mercado en una especie de cruzada contra el presunto salvajismo paraguayo, encarnado en la cultura mestiza guaraní, en su historia y formas socio-culturales propias. Así pareciera que, para este darwinista social, hacerse “civilizado” significaba dejar de ser paraguayo, olvidarse del pasado y de sus raíces, negar lo propio y entregarse a la “modernidad” traída con las bayonetas argentinas.
Contra esta caracterización denigrante del pueblo, una masa “cretinizada” hundida en el obscurantismo y el salvajismo, se levanta la voz del joven O’Leary, quien plantea la recuperación y la rehabilitación del pasado y de sus héroes (Dr. Francia y los López) al mismo tiempo que glorifica al pueblo paraguayo y sus signos distintivos: “el genio de la raza”. Junto con la idealización de los tiempos anteriores a la Guerra Guasu, retomada del historiador revisionista Blas Garay5, rompe con la tradición liberal y se encamina hacia una nueva historiografía nacionalista.
Esta disputa por la historia y la memoria, es decir, por cómo interpretar y recordar el pasado, en realidad era una disputa por cómo entender el presente y proyectar el futuro del país en el sentido de un nuevo proyecto político capaz de disputarle al liberalismo la hegemonía. De ahí que, la polémica ocupa el lugar clave el en surgimiento de la ideología nacionalista, al cuestionarse sobre el imaginario nacional, la historia oficial, los héroes patrios, etc. Se trataba de una disputa entre una “historia sincera” de Cecilio Báez y una “historia nacionalista” o “patriótica” de Juan O´Leary, un constructo discursivo consciente que dignificando el pasado, dignificaba el presente y aseguraba la construcción de la nación. Esta nueva tendencia nacionalista que “ficcionaba la historiografía y historificaba la ficción” (Brezzo, 2011: p. 225), va a dominar el imaginario nacional paraguayo de ahí en adelante, reforzando las supuestas dicotomías simbólicas entre los liberales y los colorados.
De esta manera, la corriente “patriótica” en su búsqueda de lo “auténtico”, autóctono, popular, y propio de los paraguayos, se esforzó por revivir y estimular las “virtudes de la raza” y conectarse con la tierra natal (telurismo) y su supuesta insuperable belleza y armonía que moldearían el carácter del pueblo. Junto con los poetas y literatos que pretendían descubrir el origen y la naturaleza de la “raza paraguaya”, se forma una generación de historiadores y pensadores, entre ellos Manuel Domínguez (1868-1935), Fulgencio Moreno (1872-1980), y, en épocas posteriores, Natalicio González (1897-1966) y Efraím Cardozo (1906-1973) que, cada uno con un estilo propio, elaboran un nuevo discurso histórico basado en la idea del mestizaje6.
Así, Domínguez en El alma de la raza de 1903 pinta al pueblo paraguayo como mestizo sui géneris: “más blanco”, “más inteligente”, “de talla superior” que todos los latinoamericanos, “flor de la raza” destinado a “alcanzar las cumbres a que sólo llegan las razas muy superiores”, elevándose por encima de las demás naciones americanas. De ahí, el pueblo paraguayo, encarnado en los campesinos humildes pero felices, ubicados en el escenario de un campo bucólico y dedicados animosamente a la construcción del bienestar de la nación, no se parece en nada a la visión liberal de la masa ignorante y “cretinizada”, sino que, todavía, es racialmente superior a los pueblos vecinos. El “alma nacional” es buscada en “el alma de la raza”, de este pueblo mestizo enaltecido y repleto de virtudes.
Este es el contexto político e intelectual en el que Rafael Barrett arriba a Paraguay en 1904, en medio de una revolución política que llevaba al poder el Partido Liberal y que él, en su calidad de reportero enviado desde Buenos Aires, tenía que cubrir, misión que prontamente abandona. Entre sus invaluables aportes a la literatura y pensamiento social paraguayo, lo que nos interesa destacar aquí es su voz disidente frente al debate entre el liberalismo y el nacionalismo, que ubica la preocupación por el pueblo paraguayo lejos de los marcos sistémicos anteriormente esbozados, apostando por su emancipación social, propia del ideal ácrata de la época.
Sus primeros artículos paraguayos están permeados por las impresiones de los viajes que emprende como reportero. Barrett observa a los pobladores, campesinos, mujeres y niños en su quehacer diario, en su geografía cotidiana, su colorido y bullicio, unidos con el paisaje y al mismo tiempo contrastantes: “la naturaleza alegre y la humanidad triste” (“Pequeñeces terribles”, Barrett, 1978: p. 100). El autor pinta al campesinado paraguayo con pinceladas llenas de ternura que denotan su cercanía e identificación con los sectores populares. Su prosa se llena de costumbres, festividades, creencias y conocimientos populares, como la herbolaria y el amor por el mate, sin abandonar, no obstante, la denuncia social. Su mirada realista rechaza idealizaciones o cualquier pretensión de romantizar o embellecer la pobreza en la que vive el pueblo paraguayo.
Lo que denuncia Barrett es el dolor del pueblo paraguayo traumado por la guerra, hundido en la miseria, sumiso y explotado sin piedad por sus nuevos amos: “Adormida tristeza, apagada la esperanza en vuestros corazones. […] la desconfianza, el miedo y la sumisión inerte pesan en vuestra carne” (“En la estancia”, Barrett, 1978: p. 9). Sensible a las penurias de la clase trabajadora, aprovecha un acontecimiento real para trasladarlo al análisis de toda la sociedad paraguaya, al ser ésta, por ejemplo, un tramway (cuento “Un viaje en tramway”), movido por el esfuerzo y sufrimiento de las masas trabajadoras para el disfrute de unos pocos, y con el consentimiento resignado de todos.
Su denuncia de la realidad social paraguaya se agudiza con el tiempo y se nutre de su estancia como reportero en los yerbales, como también de la experiencia de vida en Yabebyry, un pueblo en el departamento de Misiones, donde se refugió de la persecución política con su esposa e hijo durante un año antes de su prematura muerte (1909-1910). A la primera de las experiencias responde un ciclo de reportajes “Lo que son los yerbales” de 1908 y posteriormente el texto “La esclavitud” de 1910, donde se describe el contubernio entre el Estado paraguayo, las autoridades locales y judiciales y las empresas yerberas. Barrett describe con precisión la naturaleza de la industria de yerba mate, al inicio del siglo XX, dominada por el capital extranjero, que continua la infame tradición colonial. Atrae su atención el mecanismo de arreo por anticipo, común en toda América Latina, que condena al obrero a la esclavitud perpetua en el marco de un capitalismo persistentemente colonialista y esclavista: “Así se arrean los mártires de los gomales bolivianos y brasileños, de los ingenios del Perú. Así se arrean las muchachas del centro de Europa prostituidas en Buenos Aires” (“El arreo”, Barrett, 1978: p. 125).
De esta manera, Barrett introduce la figura de mensú, el esclavo moderno de los yerbales, el paria condenado junto a su familia a sufrir la carga sobrehumana del trabajo y la brutalidad de su capataz: “El monte: la tropa, el rebaño de peones, con sus mujeres y sus pequeños, si se permite familia. A pie, y el yerbal está a cincuenta, a cien leguas. Los capataces van a caballo, revólver al cinto. Se les llama troperos, o repuntadores. Los habilitados que se traspasan el negocio escriben: “con tantas cabezas”. Es el ganado de la Industrial” (Loc. Cit.). Los mensú, reducidos a bestias de carga, a pedazos de carne, negados en su humanidad, esclavos del capital, aguantan jornadas infernales, violencia y tortura, y cuando deciden liberarse son cazados y asesinados por esta “nueva inquisición de oro”, como exclama el autor:
¡Camina, trajina, suda y sangra, carne maldita! ¿Qué importa que caigas extenuada y mueras como la vieja res a orillas del pantano? Eres barata y se te encuentra en todas partes. […] Entonces, al hambre, a la fatiga, a la fiebre, al mortal desaliento se añadiría el azote, la tortura con su complicado y siniestro material. Conocíais la inquisición política y la inquisición religiosa. Conoced ahora la más infame, la inquisición de oro. ¿A qué mencionar los grillos y el cepo? Son clásicos en el Paraguay, y no sé por qué no constituyen el emblema de justicia, en vez de la inepta matrona de la espada y cartón y de la balanza falsa (“Tormento y asesinato”, Barrett, 1978: p. 133).
La denuncia de Barrett está dirigida no sólo contra la Industrial Paraguaya, la principal empresa yerbera, sino también contra los políticos paraguayos, cómplices del capital, que no sólo toleran la esclavitud, la tortura, el asesinato y la muerte por extenuación de “sus ciudadanos”, sino que la promueven guiados por un interés común con la élite empresarial: “Las autoridades nacionales ofician de verdugos, puestas como están al servicio de la codicia más vil y más desenfrenada” (Loc. Cit.). De esta manera, sus tiros van sobre todo contra el mismo Estado paraguayo, cómplice del capital, y la hipocresía de su doctrina: “Detrás del capataz está el negrero de levita, el director de empresa, el ‘ilustre hombre de negocios’ que sabe lo baratas que son las conciencias políticas. La esclavitud está bien instalada” (“Esclavitud”, Barrett, 1978: p. 175).
Con esta amarga ironía, Barrett demuestra la falsedad del discurso liberal de ciudadanía, democracia y libertad, poniendo en duda su “civilización” convertida, según él, en pura barbarie. La figura del mensú se convierte, de esta manera, en el arquetipo del pueblo paraguayo oprimido y explotado, víctima de la casta política y su contubernio con el capitalismo mundial. Un pueblo que no puede ser responsabilizado por su miseria con el discurso darwinista sobre su “imbecilidad” cuando son los mismos “hombres ilustres” sus mayores verdugos. Un pueblo que tampoco come de los discursos nacionalistas que romantizan su pobreza y exaltan su “alma de la raza”, al mismo tiempo que niegan su autonomía como sujeto histórico. Así, Barrett con los golpes de su cruda palabra desnuda la obscenidad de un Estado que se rige como un gran yerbal, donde el pueblo es un mensú, esclavo bajo látigo y no un ciudadano libre. En un país de esclavos, piensa Barrett, la nación y la patria son palabras vacías, puesto que, mientras el pueblo no tenga tierra y recursos suficientes para una vida digna de ser vivida, sin ser despojado del fruto de su trabajo, nunca será independiente ni soberano: “¡Venid, esclavos del yerbal, venid a festejar con nosotros el centenario de vuestra independencia!” (Loc. Cit.) - exclama con ironía.
Es posible la fuga del yerbal, nos sugiere Barrett en uno de sus cuentos más alegres “De paso” cuando exalta el personaje de Bernardo, mensú prófugo, una especie de vagabundo y “loco” que rechaza jerarquías y la distinción entre los siervos y los amos, practicando “un amor de pájaro” y una fraternidad sincera y bulliciosa con los demás. Es, según el ideal libertario del autor, el arquetipo del hombre libre: “Este bárbaro se adelanta a su siglo. No practica ninguna noción de propiedad, toma lo necesario para su simple existencia. Ni ira, ni codicia, ni lujuria, ni miedo. Alma de loco… alma de poeta” (“De paso”, Barrett, 1978: p. 16). De ahí, podemos interpretar el mensú barrettiano, por una parte, como una denuncia de la esclavitud y la miseria del pueblo paraguayo bajo el yugo de “los negreros de levita”, y por la otra, una invitación a la “fuga del yerbal”, donde el pueblo se hace libre por esfuerzo propio, constituyéndose en una sociedad de iguales basada en solidaridad y apoyo mutuo, el ideal anarquista del autor hecho realidad.
Como hemos visto en este breve recorrido por su obra, Barrett fue una de las voces de denuncia más potentes de su época, desde la óptica libertaria fulminó la desigualdad, explotación y autoritarismo que encontró en el Paraguay de inicios del siglo XX, destrozando sin piedad los discursos hipócritas de la élite asuncena. Su prosa desgarradora no deja a salvo ningún mito nacional y su realismo existencialista se niega a reconocer las visiones romantizadas del país y de su gente. En este sentido, Barret no tuvo miedo de llegar a fondo de la cuestión social y económica del Paraguay, dinamitando las certezas, comodidades e inercias promovidas por la élite tanto liberal, como colorada.
Como es de suponer, tanto su persona, como su prosa se encontraron en el foco de la crítica de sus contemporáneos, entre ellos los incipientes intelectuales nacionalistas. La crítica anarquista de Barret ofendía los sentimientos patrióticos, desagradaba con sus imágenes de miseria y podredumbre e indignaba los oídos de la élite paraguaya por provenir de “un extranjero”. De ahí, pronto las polémicas con la obra barrettiana inundaron los diarios de Asunción, al ser los historiadores nacionalistas como Manuel Domínguez y Juan O´Leary, sus principales detractores, disputándole su imagen del pueblo paraguayo que ellos pretendían representar.
El artículo que causó más indignación entre la corriente nacionalista fue “Lo que he visto” publicado en El Nacional, el 21 de febrero de 1910, basado en la experiencia del autor en Yabebyry. Tenemos aquí un Barrett a diez meses de su muerte, cuyas ideas sociales han madurado forjadas en el fuego de persecución política y su exilio en Uruguay. Un Barret desencantado, pero también más seguro que nunca de su postura libertaria y su lucha por la emancipación social junto con el pueblo paraguayo. “El Maestro”, como llegan a llamarlo los pobladores de Yabebyry, comparte su mirada sombría y desoladora sobre la realidad del campo paraguayo atormentado por los espectros de la guerra y la pobreza extrema, doblegado por la explotación y desgarrado desde su célula más básica, la familia. Son las mujeres y los niños que atraen la atención de Barrett y cuyos retratos descarnados refuerzan la denuncia:
He visto las mujeres, las eternas viudas, las que aún guardan en sus entrañas maternales un resto de energía, caminar con sus hijos a cuestas […] ¡Y he visto los niños, los niños que mueren por millares bajo el clima más sano del mundo, los niños esqueletos, de vientre monstruoso, los niños arrugados, que no ríen ni lloran, las larvas del silencio!” (Barrett, 1978: p. 55).
La desolación de un pueblo que ni siquiera puede vivir en sus hijos, un pueblo que perdió la risa sincera de los niños y que necesita urgentemente atención, es contrastada, una vez más, con la mediocridad y el parasitismo de las clases políticas e intelectuales paraguayas que, en vez de enviarle al pueblo a los médicos, maestros e ingenieros comprometidos, se dedican a comerciar con sus cuerpos, sus tierras y su trabajo: “No he hallado médicos del alma y del cuerpo de la nación; he visto políticos y negociantes. He visto manipuladores de emisiones y de empréstitos, boticarios que se preparan a vender al moribundo las últimas inyecciones de morfina” (Loc. Cit.).
La respuesta de Domínguez fue el texto “Lo que Barrett no ha visto”, publicado en el mismo periódico bajo el seudónimo de Juvenal, donde sacaba sus armas más pesadas contra la visión “pesimista” del libertario. El principal argumento contra las denuncias de Barrett era de corte personal y buscaba las causas de su visión sombría del mundo en su enfermedad, su propia miseria y pesimismo, que “creyendo pintar al Paraguay, sólo acierta a pintarse a sí mismo”. Argumentos parecidos usará O’Leary años después de la muerte de Barrett, quien reducía su aporte a “las exageraciones sombrías de su pesimismo, los cuadros tristes de lo que él llamaba ‘el dolor paraguayo’, y no eran sino los desahogos de su melancolía, indiferente a todas las manifestaciones del mundo exterior, a pesar del empeño que mostraba en aparecer preocupado de los problemas y de los incidentes de la vida nacional” (O’Leary: 1925, pp. XXII-XXIII).
Como segundo argumento, el autor de El alma de la raza le reprocha a Barrett que, en vez de apreciar la “sencillez” de la vida campesina, la confunde con la pobreza, siendo incapaz de entender y amar la especificidad del pueblo paraguayo. La visión barrettiana, según Domínguez, es falsa y pretende extrapolar a todo Paraguay la miseria insignificante “de algunos pordioseros” que de ninguna manera pueden ser tomados como la imagen del pueblo en su conjunto:
Observó durante un año y concluye caritativamente por graduar al Paraguay con el rótulo infamante del país más desgraciado del universo […] Barrett ha visto casi nada. (…) Quizá, a lo más, estuvo en casa de algunos pordioseros y por la clorósis o la palidez podrida de estos míseros juzga a la República. Del bosquejo de este pintor audaz y falso, sale que el Paraguay es una enfermería de hambrientos en inminente podredumbre (“Lo que Barrett no ha visto” en Castells, 2018: p. 77).
Para el autor nacionalista, la miseria, si acaso existe, es subvalorada como un fenómeno marginal, desagradable, pero inevitable. Así, tras la idealización de la “raza” paraguaya se esconde una defensa férrea de un régimen de clase privilegiada, del cual Domínguez formaba parte. De hecho, donde Barrett veía la explotación bestial del mensú, el autor nacionalista veía la superioridad racial del paraguayo, dotado de fuerzas vitales únicas en comparación con otros pueblos que lo hacían un trabajador predilecto de los yerbateros: “¿Dónde recluta peones la Compañía Matte Larangeira? En el Paraguay. Aquello revienta a cualquiera que no sea paraguayo […] Sólo el paraguayo puede con el pesado trabajo de los yerbales y el obraje” (“Causas del heroísmo paraguayo” de 1903 en Castells, 2018: p. 77). Por más increíble que nos parezca, la esclavitud del mensú denunciada por Barrett era para Domínguez motivo de orgullo nacional, de ahí sus alabanzas a la “raza guaraní”, paradójicamente, servían para mejor explotarla.
La respuesta de Barrett fue el artículo “No mintáis” publicado en El Nacional el 5 de marzo de 1910, donde acusaba a la élite paraguaya de vivir aislada del pueblo que pretendía representar, cómoda y segura en su vida privilegiada y, no sólo de desconocer a este Paraguay profundo que está justo a su lado, incluidas sus cocinas, sino de despreciarlo profundamente:
Pero si queréis ver a ese pueblo, cara a cara, si queréis tocar y oler esa carne que suda y que sufre, no tenéis necesidad, no, de que yo os lleve a las soledades de Yabebyry. Id a vuestra cocina, oh doctores, y allí encontraréis alguna sierva que os lava platos y lame vuestras sobras. Preguntadla cómo se alimenta ‘el pueblo soberano’ y cómo vive (Barrett, 1978: p. 176, énfasis nuestro).
El artículo de Domínguez, “Distinguid” publicado el 7 de marzo de 1910 en El Nacional, que cierra la polémica, a falta de mejores argumentos descalifica a nuestro libertario como “extranjero indeseable” que sólo busca desacreditar la sociedad que le dio cobijo. Frente a estos argumentos xenófobos podemos citar al mismo Barrett quien, en uno de sus textos anteriores a la polémica, responde con maestría: “No lamentéis que hable un extranjero. No soy un extranjero ente vosotros. La verdad y la justicia, cualquiera que sea la boca que las defienda, no son extranjeras en ningún sitio del mundo. Y si lo fueran aquí, ¡que dignos serían de infinita lástima!” (“Bajo el terror”, Barrett, 1978: pp. 118-119).
Pynandí de Juan Natalicio González: el pueblo servidor del nacionalismo colorado
Desde la muerte de Rafael Barrett en 1910 hasta el surgimiento de la figura del intelectual Natalicio González en los años 30 y 40 del siglo XX, el mundo, incluido el Paraguay, experimentó cambios drásticos. La Primera Guerra Mundial, la gran depresión económica, la crisis y derrumbe de los regímenes oligárquicos anteriores, el surgimiento y crecimiento de las ideologías en pugna: el marxismo-leninismo y el fascismo en el preludio de una segunda Guerra Mundial, tuvieron un gran impacto en América Latina convulsionada por sus propios conflictos y revoluciones, que atestiguaban el nacimiento de nuevas tendencias políticas de corte nacionalista y populista con elementos de justicia social y reforzamiento del Estado (Perón, Cárdenas, Vargas, entre otros). En el caso del Paraguay, fue la Guerra del Chaco (1932-35) el acontecimiento que marcó un cambio de época y llevo al poder al ala nacionalista de las Fuerzas Armadas de signo soberanista (Rafael Franco y el Febrerismo). La ideología liberal estaba en retirada y las ideas nacionalistas, socialistas y fascistas estaban disputando el discurso político paraguayo al mismo tiempo que crecía la demanda del mundo de trabajo por los derechos sociales y la reforma agraria.
Dentro de este contexto mundial y local, se desarrolla el pensamiento y la militancia de Juan Natalicio González. Su obra aporta a que el revisionismo histórico y exaltación identitaria del nacionalismo de inicios del siglo XX pase a convertirse en una nueva doctrina del Estado y del Partido. En este sentido, su nacionalismo pretende una redefinición profunda de la relación entre el Estado paraguayo y la sociedad, un nuevo pacto antiliberal tanto en la política como en la economía, junto con una nueva mitología oficial que lo legitime. Este es precisamente el mensaje que se desprende de El Ideario en cuya elaboración González participó, cuando se plantea la necesidad de creación de un “nuevo Estado” y de una “nueva sociedad” que fueran el contrario del Estado y de la sociedad liberales, atomistas y débiles, considerados una herramienta de los intereses extranjeros, incapaces de crear una cohesión nacional necesaria para enfrentar la amenaza de la lucha de clases/comunismo fomentada por el laisser faire del liberalismo económico. En este sentido, González se muestra aliado del mensú barrettiano, al denunciar las políticas liberales que esclavizan al paraguayo en los yerbales de las compañías extranjeras y propone al Estado colorado como su salvador, como podemos ver en su novela La raíz errante escrita en los años 30 en su exilio en Buenos Aires (Tarroux-Follin, 2000).
De esta manera, este nuevo Estado, según nuestro parecer, de inspiración fascista y populista latinoamericana de la época, se ideaba como la “expresión del pueblo”, “una manifestación organizada de la fuerza popular” y un “poder aglutinante y armonizador que realiza la unidad nacional mediante la sugestión del pasado y del porvenir” (Nuevo Ideario del Partido Nacional Republicano, citado en Arce Farina, s.f.: p. 60), es decir: un Estado anticomunista y antiliberal, intervencionista en el sentido económico, mediador activo en el conflicto capital-trabajo, constructor de la unidad nacional a través de la inclusión del “pueblo” encarnado en el gobierno-partido-líder. En este sentido, la libertad individual tiene que subordinarse al interés colectivo expresado en el Estado: “A la concepción liberal de la libertad se opone la idea fecunda del orden, como fundamento del nuevo Estado” (Loc. Cit.)
De esta manera, para González, el liberalismo y sus representantes son el principal enemigo del paraguayo y de su lucha por la expresión nacional: “El Paraguay, para salvarse, necesita estrangular el liberalismo, sin piedad, con fría decisión. Así tornará a ser la nación grande y fuerte que fundó la civilización en el Río de la Plata. La doctrina liberal es el veneno que emponzoña el alma de la patria” (González, 1935: p. 113). También en sus obras posteriores como El Paraguayo y la lucha por su expresión de 1945 y El Estado servidor del hombre libre de 1960 recupera sus planteamientos anteriores y resalta “la naturaleza antiliberal” del paraguayo, su identidad agraria guaraní-mestiza y su “sana” inclinación biológica por los regímenes autoritarios. La historia paraguaya, según el autor, no hace más que confirmar estas predisposiciones “naturales”.
Su visión determinista de la historia sugiere la existencia de un destino nacional predeterminado que fue interrumpido bruscamente por la Guerra Grande y los gobiernos liberales y que necesita ser recuperado por un Estado nacional de programa agrarista. La idea del nuevo Estado fue desarrollada en sus obras posteriores e incorporada en la doctrina de los gobiernos colorados, al ser la dictadura de Stroessner su mayor expresión, por lo menos si se trata de inspiración ideológica. Veamos ahora cómo González construye el arquetipo de un pueblo paraguayo servidor de este nuevo Estado (contrariamente a lo que sugiere el título de su último libro).
Natalicio González, como lector de la filosofía clásica grecolatina, inspirado por el idealismo de Platón (Silvero, Galeano y Rivarola, s/f) busca el espíritu y la esencia de lo paraguayo, existentes eternamente y en lucha por su expresión. Así, en la obra El Paraguay eterno, el autor llega a vincular este presunto carácter/espíritu de los pueblos con el régimen político, al existir unos más y otros menos adaptados a la “naturaleza” de la nación. Por lo cual se dedica a descubrir el “ser paraguayo”, una entidad espiritual y étnica de rasgos permanentes (“eternos”), y deducir su inclinación política “natural”. No sorprende que llegue a la conclusión muy favorable para su proyecto político asociado al Partido Colorado: “…la estructura social e histórica del Paraguay es anti-liberal y anti-individualista por naturaleza” (González, 1935: p. 75).
La consecuencia de sus planteamientos es la búsqueda de lo “auténtico”, autóctono, popular, propio de los paraguayos, contrastado con lo extranjerizante, artificial y elitista, supuestamente, propio de los liberales. Este autoctonismo americano visible en los esfuerzos por revivir y estimular las virtudes guaraníes, recuperar las raíces y conectarse profundamente con la tierra natal (telurismo), tendencias comunes en aquella época en muchos países latinoamericanos, se inscribe en un esfuerzo más amplio de “descubrir” una cultura nacional supuestamente preexistente a un “Estado exótico” y sus gobiernos enajenados: “En el Paraguay lo autóctono recobra cada vez más su imperio, a pesar de la Constitución exótica que organiza un Estado esencialmente antiparaguayo, y a pesar de los ideólogos, que se empeñan en torturar a la nación para acomodarla a un patrón arbitrario” (Ibíd.: p. 9). Así que el “nuevo Estado” y la “nueva sociedad” tienen que ser la expresión genuina de la “raza” y la tierra paraguaya, de una paraguayidad esencialista que existe más allá de los individuos y de las coyunturas políticas, una identidad eterna e inmutable, no construida sino revelada, al mismo tiempo que representada por la ideología colorada:
Dentro del ámbito de una nación, los individuos se suceden con ritmo y movimiento de ola, pero subsiste la Idea que esa colectividad pretende corporizar, la Idea de aquello que denomina “paraguayo”, “argentino”, “mexicano” o lo que sea, Idea que busca revelarse en la magia del mundo, asumiendo una imagen cada vez más aproximada a la esencia inmutable, al arquetipo imperecedero (González, 1998: pp. 8-9).
Es este espíritu paraguayo (la Idea) el que determina el porvenir de la nación y los moldes a los que ésta se puede adaptar. Según el autor, hay que buscarlo en la sangre, la geografía y la historia específica de un pueblo. La “sangre paraguaya” nos lleva al concepto de la “raza” que, según el autor, es una raza mestiza, una mezcla perfecta de sangres: la guaraní y la española. Esta “nación guaraní” poco tiene que ver con lo indígena, siendo un ser nuevo encarnado en la figura del pynandí.
El pynandí, que en guaraní significa “pies descalzos”, se convierte en el arquetipo del pueblo paraguayo: campesino descalzo no por su miseria sino por costumbre y su vínculo con la tierra que pisa, depositario de las tradiciones más auténticas y las fuerzas telúricas, heredero del talento guerrero de sus antepasados guaraníes, una potencial fuerza constructora y defensora del nuevo Estado. Así, González nos brinda la imagen de un auténtico paraguayo, “hijo del gran Guarán”, el guerrero del agro: agricultor-soldado que “alterna orgullosamente el uso de las armas con el manejo del arado” (González, 1948: p. 243), cuyas “tendencias naturales” como el colectivismo, la abnegación y la disciplina lo hacen un patriota colorado por excelencia: “No es individualista sino gregario… (…) el agricultor-soldado, realizador dinámico, abnegado, silencioso... (…) Ama la disciplina del patriotismo y gusta sacrificar la vida individual en aras de la vida colectiva. Representa la concreción humana del Paraguay eterno” (González, 1935: p. 56).
Con el desarrollo de la militancia colorada de Natalicio Gonzáles y bajo la influencia del creciente fascismo europeo, la figura del pynandí evoluciona, como lo expresa Tarroux-Follin:
El arquetipo de agricultor-soldado deja de representar la emanación de un Paraguay eterno a encontrar, para devenir en el modelo “del nuevo hombre paraguayo” sobre el cual se edificará el “Nuevo Estado”. En este cuadro, el modelo de las autocracias del siglo XIX aparece como una justificación, una legitimidad nacional, un disfraz autóctono, a un corpus doctrinario que manifiesta una clara fascinación por los conceptos totalitarios europeos (2000: p. 187, traducción nuestra).
Así, el “agricultor-soldado” ataviado con el poncho criollo, mascando tabaco y tocando arpa se convertirá en una de las más recurrentes del imaginario nacionalista colorado, será el arquetipo del pueblo paraguayo que une la patria con el partido, como podemos ver en los siguientes versos de la canción Colorado escrita en 1939 por el mismo Natalicio González:
Hasta el agricultor que con los pies desnudos
Fatiga los caminos,
Que levanta la nota del rudo esfuerzo humano
En el bosque domado por verdes sementeras,
Que viste el poncho criollo, que masca su tabaco,
Que pulsa el arpa y sin ufanarse siquiera
Gana, sencillamente, esa guerra del Chaco […]
La manera profunda y vital
de sentirse y de ser paraguayo…
Eso es ser colorado […]
Cuando el hombre del agro
Grita: ¡Soy colorado! […] (González en Portillo, 1987).
Tendencia visible en otra de las canciones del Partido, Soy colorado de Gumersindo Ayala:
Del gran Guarán soy el hijo
Tengo el color bronceado,
Y en mi pecho le cobijo
Al Partido Colorado (Ayala en Portillo, 1987).
El peligro de estos planteamientos reside en el hecho de identificar la paraguayidad con un régimen o un color político concreto, lo que puede llevar, y de hecho llevó, a persecuciones e intolerancia frente a las posturas ideológicas distintas a la “auténticamente paraguaya”.
En la práctica política, efectivamente los pynandís se convirtieron en la fuerza de apoyo incondicional al Partido Colorado, igual que los “descamisados” de Perón. Si tomamos en cuenta que la obra de Natalicio González no se quedó sólo en los salones de lectura, sino que lo acompañó en su militancia política como miembro del ANR e integrante del Guion Rojo, además de ministro de Hacienda en el gobierno dictatorial de Higinio Morinigo (1940-1948) y presidente de la República en los meses posteriores en 1948. De ahí, podríamos destacar la importancia de la figura del pynandí para la política nacionalista de aquel periodo y el sostén simbólico del proyecto agrarista del partido colorado.
Basta recordar la guerra civil de 1947 durante la presidencia de Morinigo, llamada nomen omen Revolución de los pynandí, donde el ejército de los “campesinos descalzos” fue convocado para defender a un gobierno militar, dictatorial y apoyado por la fracción fascista del partido colorado, en contra del levantamiento de una parte del ejército de adscripción febrerista, aliado con algunas fuerzas liberales y el partido comunista, con el objetivo de exigir la apertura del régimen anticipada por la “primavera democrática” de 1946. Las fuerzas insurgentes reunidas en la ciudad de Concepción fueron combatidas por el gobierno de Morinigo con apoyo del Partido Colorado, con personajes como el coronel Alfredo Stroessner, y la importante participación del campesinado movilizado con el discurso agrarista en contra de la “amenaza comunista”, como la propaganda oficial llamó a los rebeldes, además de la ayuda militar del gobierno argentino de Perón. A partir de la victoria oficialista se consolidó la hegemonía plena del Partido Colorado, que pronto relevó de su cargo al presidente Morinigo sustituido por nuestro ideólogo Natalicio González, quien recibió el significativo apodo de Mburuvichá Pynandí (en guaraní: el jefe de los pynandí) y, finalmente, llevó al poder a Alfredo Stroessner.
Como consecuencia de la victoria, el presidente Morinigo, por Decreto del Poder Ejecutivo estableció el día 10 de marzo el Día del Pynandí, para “rendir homenaje al hombre del agro, al agricultor-soldado, pura esencia de la nacionalidad” quien el 10 de marzo de 1947 defendió al gobierno en contra de las “fuerzas libero-franco comunistas” (Presidencia de la República, 1948: p. 16), como reza el Boletín de Información de la Presidencia de la República del marzo de 1948 (conseguido gracias a la amabilidad de Aldo Torres). El Día del Pynandí, celebrado aquel año 1948 no el 10 sino el 14 de marzo a causa del mal clima, se constituye como una incorporación simbólica del pueblo “descalzo” a la órbita de la política nacionalista como su fiel servidor y el arquetipo de una nueva nación, como podemos leer en el Boletín: “[el Día del Pynandí] honra al pueblo todo, desde que el agricultor-soldado es su símbolo genuino, como su síntesis de las virtudes de la raza” (Loc. Cit.). Así el pynandí, campesino y militante colorado, se convierte en la figura mítica que al mismo tiempo que sustenta materialmente a su patria, la defiende junto con su partido, “expresión genuina del pueblo”, y garantiza su llegada y su permanencia en el poder (Tarroux-Follin, 2000).
Reflexiones finales: disputa por los pies descalzos
A lo largo del texto vimos cómo se crea y se disputa la figura del pueblo paraguayo desde dos enfoques ideológicos diferentes, representados por Rafael Barrett y Natalicio González, cada uno desde su propio contexto histórico. Sus miradas, plasmadas simbólicamente en las figuras arquetípicas del mensú y del pynandí, respectivamente, nos llevan a dos interpretaciones de la historia, del presente y del porvenir de los paraguayos, una soterrada bajo los olvidos de la memoria oficial y la otra asumida como nacional y hegemónica, ambas en desacuerdo con la tradición liberal decimonónica.
Podríamos resumir estas tres visiones sobre el pueblo: la liberal, la nacionalista y la socialista libertaria; a través de la disputa por los pies descalzos, de manera tanto figurada como literal, que detectamos en el proceso de elaboración del presente texto. Así, tenemos, por una parte, las campañas higienistas del inicio del siglo XX en contra de los pies descalzos culpabilizados por la pandemia del py sevo’i (en guaraní: gusano del pie), es decir: de la anquilostomiasis (Véase Silvero, 2014). Los gobiernos liberales con el apoyo de la Fundación Rockefeller apostaban por el control sanitario e imposición de medidas higienistas como formas de remediar no sólo una enfermedad, sino más bien, lo que consideraban la ignorancia, el obscurantismo y la baja naturaleza de un pueblo visto como inferior y degenerado, objeto de una necesaria obra de purificación civilizadora y mejoramiento racial. Como indica José Manuel Silvero:
El Comité Ejecutivo de Sanidad transfirió al “ignorante pueblo” la responsabilidad por la presencia de los males y la presencia de sufrimientos y miserias, así como la proliferación de la anquilostomiasis, la buba, la sífilis, la lepra, entre otros males. Con letra negra y en un tamaño considerable, uno de los carteles lucía en su encabezado la siguiente expresión: Por causa de la ignorancia nuestro pueblo sufre y vive en la miseria (Silvero, 2014: p. 185).
La pobreza y el abandono en el que se encontraba el pueblo paraguayo no eran, de esta manera, la responsabilidad de las élites liberales ni del régimen económico impuesto por los nuevos gobiernos de la posguerra, sino el resultado de la “imbecilidad” y el carácter “incivilizado” del paraguayo.
Contra esta imagen, del pie descalzo como culpable de la peste, símbolo de la decadencia e ignorancia, aparece la figura del pynandí, como hemos visto a lo largo del texto, el descalzo enaltecido por el discurso nacionalista. El pie del paraguayo empieza a simbolizar la conexión con la tierra colorada, su enraizamiento y su fortaleza como una raza guaraní-mestiza única. Deja de ser el sinónimo de pobreza y se convierte en el símbolo del campo bucólico, del folklore nacional y del “alma de la raza”. Los únicos gusanos que lo amenazan serían los liberales extranjerizantes que no lo supieron entender, puesto que este nuevo pie patriótico rebosa de salud y felicidad, libre del calzado, aunque sumiso ante la autoridad. Así, los pynandís de González marchan pisando fuerte en defensa del Partido Colorado y los nuevos karai guasu.
Y aquí entran los pies descalzos descritos por Barrett, pies diversos: de mujeres, hombres y niños, jóvenes y ancianas; cubiertos de polvo rojo de caminos interminables, endurecidos por el trabajo sobrehumano: “He visto los humildes pies de las madres, pies agrietados y negros y tan heroicos buscar sustento a lo largo de las sendas del cansancio y de la angustia y he viso que esos santos pies eran lo único que en el Paraguay existía realmente” (“Lo que he visto”, Barrett, 1978: p. 55). Estos pies humildes pero heroicos, cansados por la ardua búsqueda del sustento, son para el autor libertario la realidad tal y como se presenta. Ni despreciables según el “asco higienista” ni “telúricos” y bucólicos según la romanización nacionalista, los pies que “existen realmente” son, para Barrett, la imagen de un pueblo que sufre, pero también resiste. Cada grieta y cada mancha de estos pies simboliza, según él, la lucha silenciada e invisible que el pueblo paraguayo lleva históricamente para existir. Sueña nuestro libertario que esta existencia podría ser menos dolorosa y que algún día los pies, descalzos o no, igual que sus dueños, caminarán libres del autoritarismo y de la explotación.
Es papel de la nueva historiografía crítica, acompañada por la literatura y la filosofía, ir indagando en los vacíos que nos ha dejado el olvido nacionalista, rescatar y reconstruir memorias que puedan nutrirnos en el presente como ejemplos de maneras divergentes de ver y de entender al pueblo paraguayo, tomando en cuenta su diversidad, su complejidad y su interacción con otros pueblos con los que cohabita.