Introducción
más allá de cretinos y de héroes
Resulta indudable que la guerra contra la Triple Alianza (1864-1870) devino el fundamento o basamento principal de la memoria histórica del Paraguay, delimitando “el horizonte del pasado de los paraguayos a lo largo de todo el siglo XX” (Capdevila, 2010, p. 12). Se trata de la usina o fuente de la que abrevaron y a partir de la que se construyeron los principales relatos que hacen a la identidad colectiva del Paraguay, la forma en que los paraguayos y paraguayas se representaron y aún se siguen representando a sí mismos.
El eco del acontecimiento ha trascendido cada generación hasta el día de hoy, ligando a los habitantes de la República en una comunidad de sentido. La guerra habría fundado el nuevo Paraguay, ella explicaría lo que este país ha devenido, lo que son sus habitantes. Constitutiva de la identidad nacional, participa más generalmente de la estructuración de las identidades colectivas, de género, social y política. Los conflictos de la memoria que continúan causando debates apasionados, y que antes participaron de enfrentamientos, no han hecho sino reforzar los sentimientos de pertenencia a una comunidad imaginada (Capdevila, 2010, p. 12).
La guerra, entonces, se nos aparece entonces como el “mito de origen” del que provienen los mitos restantes de la identidad nacional paraguaya. Esto porque, a pesar de la catástrofe o precisamente como consecuencia de ella, los paraguayos de las generaciones posteriores “se apropiaron de la derrota vistiéndola de mitos” (Capdevila, 2010, p. 133). Precisamente, en la magnitud del trauma colectivo quizá encontremos las razones que explican la forma en que se dieron ciertas representaciones y se configuraron ciertos imaginarios. Como sostiene Capucine Boidin (2006) el “trauma” engendró sentimientos de culpa y remordimientos profundos, propició silencios: gran parte de la memoria histórica sobre la guerra se encontró atravesada por un “duelo” que el pueblo paraguayo nunca pudo terminar de hacer. La generación de la guerra, derrotada y parcialmente aniquilada, no pudo, no quiso o no le permitieron contar su experiencia. Fueron otros los que posteriormente hablaron en su nombre.
Si bien existen investigaciones que nos demuestran que la memoria histórica del Paraguay de la posguerra estuvo lejos de ser “unánime” (Brezzo, 2015, p. 73), algunas de estas memorias, motorizadas desde diferentes instituciones -la escuela, la prensa, el cuartel- y devenidas con el tiempo hegemónicas, construyeron no sólo una imagen del Paraguay, de su historia pasada y de su presente, cuando no de su futuro, sino que sirvieron también para construir y delimitar identidades comunes sobre la base de ciertas representaciones sobre la propia “forma de ser” de los paraguayos. En el centro mismo de esta problemática se ubicaría, precisamente, la famosa polémica que enfrentó a Cecilio Báez y Juan E. O’Leary en 1902 y que prefiguró a las dos “matrices interpretativas” (Sarah, 2009) en que se dividiría la memoria histórica del Paraguay contemporáneo: la matriz liberal-positivista, que aquí llamaremos “cretinista”, y la matriz romántico-nacionalista.
Se puede sostener que, más allá de la mencionada falta de unanimidad, hubo, en un primer momento, un “relato oficial” claramente identificado con los ganadores de la contienda: la versión de los vencedores. En términos jurídico-legales, Francisco Solano López fue considerado “enemigo del género humano” mediante decreto del gobierno provisorio en 1869 (y por ley del Congreso, en 1871), y esta legislación recién sería abolida en 1936 por el gobierno militar de Rafael Franco. Por otro lado, el primer libro de texto de historia paraguaya de uso oficial en las escuelas, escrito por Leopoldo Gómez de Terán y Próspero Pereira Gamba en 1878, basándose en autores extranjeros o en escritos de miembros destacados de la élite paraguaya de posguerra, se encuadraba claramente dentro de la misma perspectiva (Velázquez Seiferheld, 2015, p. 97).
Las representaciones del cretinismo crecieron y se desarrollaron sobre la base de esta “memoria de los vencedores”. Ciertamente, si bien su máxima expresión se daría en la pluma de Cecilio Báez en la polémica de 1902, pueden encontrarse antecedentes muy obvios en la inmediata posguerra, siendo el relato popularizado y oficializado una vez finalizada la guerra de la mano de la nueva dirigencia política que llevaría adelante los destinos del país en las siguientes décadas. Formada por una fusión conflictiva de “legionarios” y antiguos “lopiztas”, esta nueva élite política debió legitimarse en el poder haciendo tabula rasa del pasado y procediendo al rechazo absoluto del régimen anterior, considerado no sólo responsable de la guerra sino expresión máxima de la “barbarie” y la “tiranía” que había justificado el enfrentamiento.
Pero el relato no trataba sólo de “tiranos”, sino también de “cretinos”. La desvalorización del líder repudiado no tardó en trasladarse, abierta o subrepticiamente según los autores, también al pueblo que lo acompañó en la catástrofe. Ya sea por acción u omisión, el pueblo paraguayo fue entonces considerado culpable de haber tolerado o apoyado la tiranía. Fue así como surgieron las “tesis cretinistas”, que planteaban la historia paraguaya como una sucesión de “tiranías” -cuyo corolario trágico sería la megalómana dictadura de Francisco Solano López- sostenidas por un pueblo “cretino” que con la pasiva resignación propia de un un rebaño temeroso se hubo aplacado bajo los mismos. El pueblo paraguayo, sometido a una permanente y secular opresión, fue educado en la servidumbre y acostumbrado a vivir bajo el yugo vigilante de gobernantes despóticos, siendo incapaz de rebelarse y asumir las responsabilidades cívicas y de disfrutar de los beneficios de la “civilización”. No se trataba sólo de falta de autonomía y educación cívica, sino de una representación que transformaba al campesino paraguayo en un ser embrutecido y económicamente inútil, “indócil”, incapaz de la disciplina de trabajo necesaria para llevar adelante el progreso y la modernización del país, que se dejaba en manos del “laborioso” inmigrante europeo. Estas representaciones resultaron funcionales a las políticas de apertura económica irrestricta y a la extranjerización de la economía paraguaya, así como a la desposesión del campesinado -mediante la privatización de las tierras públicas y la conformación de los grandes latifundios- y su sometimiento a formas compulsivas de trabajo. En definitiva, el paraguayo debía ser culturizado mediante la educación cívica y la disciplina de trabajo, fundamentales para eliminar las “rémoras” de barbarie que impedían el progreso de los paraguayos.
Frente a la representación “cretinista” se proyectó, en respuesta, la narrativa patriótico-nacionalista, especialmente en la pluma de Juan E. O’Leary, quién se dedicó, desde principios del siglo XX, a reivindicar el “honor mancillado” de la patria ultrajada. La narrativa nacionalista, entonces, procedió a una exaltación romántico-heroica de la guerra, erigiéndola en “epopeya nacional”, y de los gobiernos del siglo XIX, convertidos en una suerte de “edad de oro” o “arcadia perdida” que les fue arrebatada por la guerra propiciada por las maquinaciones de los países vecinos. De tiranos y cretinos, el rol protagónico del relato de la historia paraguaya se trasladaba entonces a la figura del “héroe”. Y la apuesta por la educación cívica de los ciudadanos comenzaba a ser dejada de lado por planteos hacia una educación de carácter “patriótico”. Con el tiempo, luego de la llegada de los gobiernos militares nacionalistas a partir de la década de 1930, la narrativa nacionalista se transformó en hegemónica, siendo elevada a memoria oficial del Estado paraguayo.
El relato nacionalista asumió desde un principio un perfil conservador. El culto patriótico nunca se llevó bien con la crítica a las figuras de su panteón sacralizado de “héroes” (los antiguos “tiranos”) y guardó con celo religioso el honor de sus protegidos frente a los “roedores de los mármoles de la patria”. Los nacionalistas construyeron una imagen del pasado hecha a medida de su proyecto de sociedad nacional sin fisuras, unánime, patrióticamente conservadora y autoritariamente disciplinada, en la que todo discurso crítico fue tachado de foráneo, o incluso, de antinacional. El pueblo campesino y trabajador, en dicho relato, si bien revindicado frente a las representaciones “cretinistas”, fue enaltecido especialmente a través de la figura del soldado patriota y de las esforzadas “residentas”, esto es, siempre en el marco de su identificación y disciplinamiento con las autoridades nacionales. Estas representaciones sobre el pasado se trasladaron también al presente: allí donde los liberales veían cretinos y trabajadores indóciles e incapaces, ellos observaron, contrariamente, un pueblo tranquilo, “varonil” y sencillo. En el imaginario nacionalista, los paraguayos fueron representados de acuerdo con los clásicos valores masculinos de una sociedad eminentemente patriarcal y conservadora: como hombres rudos acostumbrados a callarse sus penas, temerariamente valientes en el combate y dotados de una excepcional resistencia como trabajadores, más nunca como “rebeldes” (Castells, 2018, p. 77). Esta idealización romántica y “costumbrista” también resultaba funcional, desde otra perspectiva, al statu quo oligárquico-latifundista. Como sostiene Telesca (2012), “tras esa imagen de la raza paraguaya no sólo se justifica una historia heroica sino también una situación social de exclusión” (p. 141).
Ambas “matrices interpretativas”, construyeron representaciones e imaginarios que se transformaron, siguiendo el orden cronológico mencionado, en las dominantes en la vida político-ideológica del Paraguay. A pesar de que se construyeron a partir de su propio antagonismo, pueden entenderse no pocas veces como el anverso y reverso de una misma moneda, en tanto se trató de relatos construidos en interés de una misma élite gobernante con diferentes proyectos de construcción hegemónica. No hubo lugar en ellos para las clases subalternas más que como simples seguidores acríticos de proyectos propiciados o formulados “desde arriba”. A uno u otro lado de la polémica no se les reconoció agencia alguna en la decisión de su propio destino ni en el relato de su propia historia.
El éxito y difusión de estas “matrices interpretativas” fue tal que, salvo pocas excepciones, limitaron en gran medida la posibilidad de otros relatos, heterogéneos, diversos, que contemplaran otros actores sociales y que tuvieran en cuenta otros compromisos sociales y políticos. Sin embargo, no lograron clausurarlos del todo. Porque, así como “hay memorias oficiales, mantenidas por instituciones, incluso por los Estados”, también existen “memorias subterráneas, ocultas o prohibidas”, cuya visibilidad y reconocimiento “dependen también de la fuerza de sus portadores” (Traverso, 2007, p. 86).
Este artículo trata, precisamente, de un conjunto de ejercicios de memoria a contrapelo que realizaron, a pesar de fuertes limitaciones, personas y grupos identificados con la militancia anarquista, durante las tres primeras décadas del siglo XX. Estos ejercicios estuvieron destinados a una profunda crítica de los relatos oficiales, ya sea recuperando figuras “olvidadas” o simbólicamente conflictivas -como la del veterano- o resignificando acontecimientos históricos -como las rebeliones comuneras- con el objetivo de desmontar la ideología oficial de un régimen liberal en una crisis cada vez más grave de legitimidad en favor de proyectos de autonomía social y económica, democracia directa y soberanía popular.
El veterano y la búsqueda del “eslabón perdido”
En la Asunción de la primera década del siglo XX un grupo pionero de artesanos daba los primeros pasos en la organización y conformación del movimiento obrero paraguayo. Entre ellos se destacaban, por su aporte militante y organizativo, algunos extranjeros, especialmente en el sector de los trabajadores gráficos, cuya labor, calificada y vinculada directamente a la palabra escrita, los transformaba en un gremio privilegiado para la circulación de las llamadas “ideas avanzadas”, socialistas y anarquistas. De esta manera, la prensa obrera por ellos desarrollada -a través de sus primeras expresiones autogestivas, El Despertar (1906-1907) y Germinal (1908)- se convirtió en el espacio desde el cual se formularon las primeras elaboraciones de un pensamiento obrero en el Paraguay.
Este desarrollo tuvo sus dificultades. Milda Rivarola (2010), en su recorrido por el discurso y la praxis de los primeros militantes obreros de inicios del siglo XX, sostiene que uno de los elementos que mayores problemas enfrentó para implantarse en el país fue el del “internacionalismo” propio de las ideologías obreras. El patriotismo y los prejuicios xenófobos eran muy comunes entre los trabajadores paraguayos, como lo manifestaban el uso del término “extranjero” como descalificativo hacia los dirigentes de la Federación Obrera Regional Paraguaya (FORP, fundada en 1906) por sus propios integrantes, las “vivas a la República del Paraguay” y la utilización de la “bandera patria” en los actos y manifestaciones de la federación (pp. 175-176). Estos ejemplos ilustran y clarifican los límites que encontraron estos primeros militantes para poder formular un pensamiento independiente de la élite dirigente en el contexto del fuerte conservadurismo que predominaba en la sociedad paraguaya.
Como consecuencia de ello, y más allá de las referencias a algunos de los principios socialistas y anarquistas generales, el discurso de estos primeros militantes anarquistas y socialistas -especialmente en las páginas de El Despertar (vocero de la FORP, 1906-1907)- consistió en gran parte en un corpus doctrinario de “ideas puras” -racionalistas, librepensadoras y anticlericales-, muchas veces transcripciones de documentos llegados del exterior, en los que apenas había menciones escuetas a la realidad concreta del Paraguay. Y mucho menos, obviamente, hacia su pasado.
Es aquí precisamente donde se destacaría la importancia de Rafael Barrett (1876-1910), intelectual de origen español que se radicó en el Paraguay a partir de 1904, en donde adoptó las ideas anarquistas y en cuya obra -repartida en diferentes periódicos de la región- podemos encontrar las primeras formulaciones más o menos sistematizadas sobre una lectura de la realidad social del presente y del pasado del Paraguay. Se trató de una auténtica “voz disonante”. distanciada de los relatos que se disputaban un lugar hegemónico en el espacio político del momento (Castells, 2018). Su importancia radica no sólo en que su público trascendió ampliamente al mundo obrero anarquista (paraguayo y rioplatense) sino que sirvió de puente entre estos primeros militantes obreros -con los que se vinculó y trabajó especialmente a partir de 1908, destacándose la experiencia de Germinal, periódico anarquista que autogestionó junto a Guillermo Bertotto- y jóvenes intelectuales provenientes del ámbito estudiantil, forjando un vínculo que se sostendría y daría sus frutos en las dos décadas siguientes. Por la dimensión de su influencia, Francisco Gaona (2008) no dudó en considerarlo el “primer doctrinario del movimiento obrero paraguayo” (pp. 282-291).
Lo que nos interesa destacar aquí es la forma en la que Rafael Barrett procedió a acercarse al pasado traumático del país, en un momento de su historia en que el trauma contaba aún con testigos vivos de la catástrofe. Partiendo de su lucha por la emancipación de los oprimidos y la reivindicación de los desheredados en general, el análisis del pasado realizado por Barrett se distanció de la narrativa liberal “civilizadora” en la denuncia sin atenuantes de la “guerra criminal” llevada a cabo por los aliados, así como de las tesis “cretinistas” que subvaloraron a los ciudadanos paraguayos, reduciéndolos a la figura de “cretinos”; el mencionado rebaño de autómatas sin discernimiento ni criterio propios y sometidos al yugo de un tirano. Consideraba a este relato como la manifestación de una versión de la historia impuesta por los vencedores:
La Historia, como la sociedad, adora cobardemente el éxito. Buen Reclus, eres un furioso lopista. Hoy, la opinión oficial es, hasta en el mismo Paraguay, que los aliados vinieron a civilizarlo, a sacarlo de la tiranía. Los soldados de López, las mujeres y muchachos que dejaron en la madre tierra las barricadas de sus huesos, no eran más que unos cretinos […] La Argentina se consagró a civilizar a cañonazos el Paraguay. En la Argentina no había seguramente cretinos. ¿Por qué? Porque venció (El Diario, 4/4/1908).
En este fragmento puede fácilmente observarse su reacción contra la idea del “cretinismo” que, en el mejor de los casos, consideraba al pueblo paraguayo como víctima propiciatoria de la locura de un tirano megalómano, pero al cual siempre le era negada cualquier agencia como autor de su propio destino. La denuncia del relato de la “guerra civilizadora” no implicaba, sin embargo, la adopción de una posición “lopizta”, como principiaban a desarrollar algunos intelectuales contemporáneos, como Juan E. O’Leary. El relato de Barrett ponía el foco, más bien, en el desastre de la guerra y en los efectos catastróficos que tuvo para la población paraguaya:
[La guerra] no solamente asoló y ensangrentó al país, sino que lo degeneró por mucho tiempo. Lo castró al destruir los gérmenes de aquella hermosa raza, resplandeciente todavía en las nobles figuras de los viejos que sobreviven. Las generaciones posteriores se tallaron en otra madera. [...] Fueron una casta distinta, inferior; otra nación improvisada, soldada de cualquier modo a la antigua (Rojo y Azul, 01/09/1907).
En consonancia con este enfoque, Barrett procedió a la recuperación de la figura del veterano, en un ejercicio que supuso un contraste interesante con los relatos hegemónicos de entonces. No se trataba, en su caso, de la reivindicación del soldado héroe patriótico, propio de la representación nacionalista. Al contrario, en “El veterano” (La Evolución, 12/05/1909) -crónica en la cual relataba una suerte de “entrevista” a un sobreviviente de la guerra- reproducía nada menos que la experiencia de un desertor que había escapado del campamento paraguayo antes de ser fusilado por el Mariscal López y había caído prisionero de las fuerzas brasileñas. Al darle la voz al sobreviviente que contaba su experiencia, Barrett hacía que éste dejara de ser el símbolo viviente de una gesta heroica, al menos en un sentido patriótico, y lo alejaba del lugar en el que intentaba colocarlo la narrativa nacionalista y que muchas veces -como en este caso- no se correspondía con su propia experiencia y, en cierta manera, limitaba la posibilidad de trasmitirla.
De hecho, los veteranos paraguayos, al contrario de lo acontecido en otras latitudes, no se convirtieron en un “lugar de memoria”, “como si el hecho de haber sobrevivido fuera incompatible con el estatuto de héroes”, apareciendo en consecuencia “como el eslabón perdido entre el acontecimiento y las generaciones posteriores”, propiciando que “la memoria colectiva de la guerra se hubiera construido sin la malla de los testigos” (Capdevila, 2010, p. 138). Al recuperar la figura del veterano, el cronista Barrett se corría de este “borramiento”, procesado a través de la configuración discursiva del “país de las mujeres” que se delineaba desde la memoria histórica dominante, y al mismo tiempo dejaba en claro su objetivo de recuperar ese “eslabón perdido” para insertarlo en su propuesta de regeneración moral y espiritual del Paraguay.
Mientras su reivindicación del “veterano” se distanciaba de la representación nacionalista, también hacía lo propio con las tesis cretinistas, que reducían la figura del veterano a un actor heterónomo, un autómata sometido y embrutecido por la tiranía. Para Barrett, contrariamente, la generación de la guerra era “superior” a las posteriores, “talladas en otra madera”. Su descripción del veterano no deja lugar a dudas: “Viejo, setenta años; pero un viejo fuerte, de la hermosa y casi desaparecida raza paraguaya de hace medio siglo” (La Evolución, 12/05/1909).
¿De dónde provenía, pues, esta idea de superioridad? Claramente, no de su condición de soldados. Para responder mejor esta cuestión, más que en el pasado del país, la lupa debe volver a posarse en el presente, en el Paraguay del novecientos. Barrett describía a la generación de los veteranos como “noble”, “venerable”, encontrando en los ancianos supervivientes una suerte de “gallardía” y orgullo que no podía observar en sus descendientes, nacidos bajo la postración originada en una derrota terrible. Los veteranos representaban, entonces, esa fortaleza perdida, eran el ejemplo viviente de una sociedad amputada, destruida y desmoralizada. El Paraguay del novecientos era, para Barrett, “un vasto hospital de alucinados y melancólicos” (Rojo y Azul, 24/11/1907), una improvisada “nación de resucitados”:
Todo aquí es nuevo, empezando por los hombres. Nación sin viejos, sin recuerdos casi. El aniquilamiento, no igualado en ninguna época, fue absoluto; el hachazo formidable. La raza fue ajusticiada; los bordes de la herida, altos como los de un precipicio, no se soldaron nunca, y un pueblo, por espontánea generación, nació de un mar de sangre (Revista del Instituto Paraguayo, Año IX, Nº56, 1907).
Si bien la referencia a “alucinados y melancólicos” puede hacernos pensar en una fórmula cercana al cretinismo -con su énfasis en el problema moral-, sólo compartía con ella parte del balance sobre la situación contemporánea del Paraguay. A diferencia de los liberales, para Rafael Barrett la situación miserable y la “resignación” fatalista de los paraguayos ante su “infortunio” era, en mayor grado, consecuencia del desastre de la guerra más que de la tiranía. En otras palabras: no se trataba de los frutos de un “secular despotismo”, sino de las consecuencias de un pueblo ajusticiado en una hecatombe sin precedentes.
Francisco Solano López seguía estando en el centro del drama, como protagonista siempre indiscutible del traumático acontecimiento: “Es que López cierra una era, y abre otra. López fue mucho más que la tiranía, fue la guerra, la siniestra falla que hiende el monte, el desenlace definitivo” (Revista del Instituto Paraguayo, Año IX, Nº56, 1907). Si bien siempre consideró a López como un “tirano”, Barrett parece distanciarse de las polémicas vehementes en torno a su figura, sobre la que no parece tomar partido. Esto es así porque su relato no tenía como objetivo reivindicar o defenestrar a ningún gobernante, sino encontrar en la vieja generación la “fuerza moral”, extirpada por la guerra y la catástrofe, que sirviera para reforzar la voluntad y el ánimo del movimiento popular contemporáneo a su militancia y activismo. La necesidad urgente, para Barrett, era curar las heridas, nunca soldadas del todo, de la tragedia.
Consecuentemente, y partiendo de reflexiones propias del “vitalismo” de aquellos años, Barrett (1988) sostenía que el Paraguay sufría lo que denominada una “depresión moral”, originada por la derrota y la situación neocolonial posterior, que había generado una especie de sentimiento de inferioridad entre los paraguayos -sobre todo con respecto a la Argentina- ante el que no podía más que sublevarse: “Yo quiero que esta tierra donde han de nacer mis hijos sea un día grande y dichosa. Yo quiero para ella, mejor que ejércitos y exportación, lo que deseo para mí, lo que palpita en todo ser superior a su destino: el orgullo” (p. 160).
En esta búsqueda en el pasado, pues, lo que le interesaba era examinar los orígenes de esa “depresión moral” con el objetivo de encauzar sus esfuerzos militantes. En el conjunto de su obra podemos observar la representación de un pueblo enfermo y doliente, el conocido “Dolor Paraguayo”: “hogares heridos” liderados por madres solteras, violencia y faccionalismo político recurrentes, reclutamiento forzoso y disciplinamiento militar de los hombres pobres, servidumbre femenina (“siervas de siervos”), condiciones de trabajo esclavo de los peones en obrajes y yerbales, etc. Las raíces de la mayoría de esos males se encontraban, en su opinión, en la guerra funesta y castradora, en la que no hubo héroes patrióticos ni ejércitos que trajeran la “civilización”, sino muerte, destrucción y orfandad. Como consecuencia de ello, los hijos y nietos de aquellos veteranos venerables y orgullosos ahora se desangraban y “degeneraban”, por citar una de sus más conocidas denuncias, bajo el látigo de los capangas de la Industrial Paraguaya en los yerbales del Alto Paraná.
En definitiva, toda la reivindicación del veterano debe enfocarse desde esta perspectiva. Barrett intentaba, en su ejercicio de memoria, encontrar el origen del problema y las posibilidades para una superación. Y lo hacía, fiel a su estilo, distanciándose de las operaciones de sus contemporáneos, esos “sesudos doctores”, como los llamaría despectivamente. “No mintáis”, les diría alguna vez, harto de la hipocresía de esos intelectuales acostumbrados a escribir sobre el “pueblo” sin compartir su miserable situación. Al contrario de ellos, el relato de Barrett resaltaba en su singularidad y en el sugestivo mensaje que trascendía de sus propios gestos: mientras los otros catequizaban sobre civismo y patriotismo desde el púlpito de la Universidad o el asiento en el Congreso Nacional (cuando no desde el “cuartel”), él, tomando mate en un humilde patio asunceno bajo los naranjos en flor, esperaba digna y pacientemente a que un anciano venerable juntara valor para enfrentarse a sus propios fantasmas y le relatara su historia. De esta manera, la diferencia se expresaba no sólo en el mensaje en sí mismo, sino en la forma en la que era obtenido. Ese ese gesto se evidenciaba todo un acto contrahegemónico, haciendo Barrett lo que ninguno de sus contemporáneos había hecho ni se había planteado hacer: ya que procuraba entender, él se dispuso a escuchar.
La denuncia social de Barrett se encuadraba en un programa de acción determinado. Alejado de cualquier intención de construir o fortalecer una identidad nacional o de fomentar el patriotismo, su preocupación era educativa, pero se trataba de una educación muy diferente a la propuesta cívica del liberalismo. Si bien denunciaba el autoritarismo y las miserables condiciones en que vivía el pueblo paraguayo, sus propuestas se alejaban de cualquier prédica “civilizatoria”: su romanticismo anticapitalista no sólo desconfiaba, sino que denunciaba la civilización liberal burguesa. En consecuencia, en su opinión lo que el Paraguay necesitaba no era educación cívica o patriótica, libertades políticas, disciplina de trabajo y ahorro, etc., sino militancia social, organización y ayuda mutua: “universitarios que proyectáis regeneraciones, retóricos del sacrificio, abandonad esa colmena central y dispersaos por los modestos rincones de vuestro país, no para chupar sus jugos a los cálices ingenuos, sino para distribuir la miel de vuestra fraternidad” (El Diario, 01/06/1907). En el anarquismo de Barrett, la práctica de la libertad nada tenía que ver con las instituciones del Estado y sí, mucho, con el altruismo y la solidaridad entre los propios trabajadores: “No son oradores ni capitalistas ni sargentos lo que nos hace falta, sino médicos, médicos amorosos cuyas manos a un tiempo curen y acaricien” (Rojo y Azul, N°57, 01/12/1907).
El ejercicio de memoria de Barrett estaba destinado, entonces, a la lucha por la regeneración moral del pueblo paraguayo, sirviendo la figura de los veteranos como un modelo para otro Paraguay posible: fuerte, orgulloso, preparado para sobreponerse a su situación y pelear por sus derechos. Pero ¿qué impacto tuvo esta propuesta en el conjunto de la sociedad paraguaya? Lamentablemente, esto es muy difícil de determinar en el caso de los primeros años. Rafael Barrett intentó salirse del espacio de la “cultura letrada” de la intelectualidad burguesa a la que pertenecía vinculándose a los trabajadores. Según sus propios balances, no siempre lo logró. El analfabetismo entre los trabajadores, en su mayoría guaraní parlantes, era muy extendido. En una nota de Germinal lo expresaba de la siguiente manera:
No tenemos público. ¿Qué obreros se suscribieron hasta ahora a nuestro periódico? ¿Cuáles asisten a nuestras conferencias? No tenemos público donde es preciso que lo haya. He aquí lo esencial: hacer, organizar un público. […] Un público de trabajadores no se hace con fórmulas, sino con la acción. (Germinal, N°3, 16/08/1908).
Pero, aún sin negar estas limitaciones indudables, la obra de Barrett tuvo una influencia destacable incluso más allá del ambiente estrictamente intelectual del Paraguay. Aunque su público principal fue un sector “letrado” bastante restringido, cabe aquí adoptar la advertencia de Altamirano (2008), que nos recuerda que “el intelectual no tiene una sola audiencia, un sólo público” y que, más allá de su propio espacio de disputa, sus criterios de relevancia no siempre son los mismos para otras de sus posibles audiencias (p. 14). En cualquier caso, si bien no tenemos información sobre las formas de circulación y, menos aún, de recepción de sus escritos, no se puede dejar de resaltar el número pequeño pero creciente de jóvenes -obreros y estudiantes- interesados en la formación intelectual y política, para los cuales Rafael Barrett sería un referente indudable. Fue precisamente en el puente entre estos militantes obreros y jóvenes provenientes del ámbito estudiantil que su obra fructificó y generó nuevos desarrollos en las dos décadas que siguieron a su temprana muerte en diciembre de 1910.
Los comuneros y la búsqueda del “espíritu ancestral de la raza”
La historia del movimiento obrero y de las izquierdas en Paraguay conoció un momento de expansión, en calidad y cantidad, a mediados de la década de 1910. Ya no se trataba de aquel pequeño grupo de artesanos pioneros de la década anterior, sino de la formación de agrupamientos militantes mucho más numerosos, integrados casi en su totalidad por trabajadores y jóvenes nativos, que no tardarían a su vez en dividirse en las dos grandes corrientes ideológicas que convivirían y se disputarían encarnizadamente el espacio durante casi dos décadas: el anarquismo y el socialismo.
Si bien la influencia de Barrett se hizo sentir en ambas corrientes, fue obviamente entre los trabajadores y jóvenes anarquistas en donde tuvo su mayor resonancia y generó sus principales seguidores. La denuncia social en clave ácrata se continuó algunos años después de su muerte en la experiencia de Prometeo, círculo cultural anarquista y librepensador desarrollado en torno al periódico del mismo nombre, editado por Teodoro Trujillo y dirigido por Leopoldo Ramos Giménez (Gaona, 2008). Este último destacaría como un importante propagandista e incluso ideólogo, al ser la figura principal en la redacción del Acta de constitución del Consejo Obrero del Paraguay (CORP), la federación obrera anarquista que reemplazó a la FORP a partir de 1916. Este documento, en el que se evidenciaba claramente la influencia de Barrett, se destaca especialmente porque constituye la primera gran referencia de un análisis concreto de la realidad paraguaya en un documento oficial del movimiento obrero paraguayo. En sus líneas se mencionaban tanto las condiciones de explotación económica como la dominación política y la “postración moral” del pueblo trabajador; se hacía hincapié tanto en la denuncia del régimen de esclavitud vigente en “los dominios feudales de las empresas explotadoras de las riquezas del país”, como en la “ignorancia popular, madre del acatamiento de dichos males […] siendo la resignación la base de todas las tiranías”. En el documento se mencionaban como uno de los principales problemas del país la inestabilidad crónica del sistema político y el faccionalismo de los partidos políticos que, a través de “sangrientas revoluciones intestinas” habían conducido “al debilitamiento de la masa proletaria”. Esto conllevaba, obviamente, a una reafirmación del apoliticismo y una apuesta por la organización obrera de resistencia contra la opresión capitalista (Rivarola, 2010, p. 217; Considerandos y Acta de Fundación del CORP, Asunción, 06/08/1916).
La trayectoria política de Ramos Giménez algunos años después lo llevaría a las filas del “nacionalismo lopizta” y del Partido Colorado, en un paulatino y acentuado corrimiento hacia posiciones políticas conservadoras. No obstante, y casi paralelamente, otros tomarían la posta en la militancia anarquista.
El proceso de movilizaciones estudiantiles inspiradas en los principios de la Reforma Universitaria de 1918 en la ciudad de Córdoba, Argentina, no tardó mucho en repercutir en el Paraguay. Influenciados por la “nueva hora americana” (la formación del APRA y, especialmente, la Revolución Mexicana), una “nueva generación” de jóvenes estudiantes del Colegio y la Universidad Nacional comenzaron a desplegar sus ideas en revistas cuyos mismos nombres hacían clara referencia a dicho proceso: Juventud (1923), Minerva (1925), etc. (Resquín, 1978, p. 53). Para 1926 funcionaba, inspirada en una vieja tradición del anarquismo paraguayo, una “Colectividad de Librepensadores del Paraguay”, formada por jóvenes estudiantes y militantes obreros. En el heterogéneo espacio de este movimiento estudiantil se entreveraban múltiples influencias. Junto a los referentes intelectuales más comunes al escenario latinoamericano como José Enrique Rodó, Rubén Darío, José Martí, Víctor Raúl Haya de la Torre o José Ingenieros, se sumaban en el escenario paraguayo figuras como el propio Rafael Barrett y Juan Bautista Alberdi (Resquín, 1978, p. 25).
Esta “nueva generación” se mostró desde un primer momento preocupada por la memoria histórica del país. Rebelde y rupturista, buscaba en la memoria del pasado las raíces de su propia rebeldía frente a un presente que consideraban decadente. En una semblanza (clásico ejemplo de ejercicio de memoria) sobre Rafael Barrett un joven Oscar Creydt lo manifestaba de la siguiente manera:
No en vano hablaba Rafael Barrett del “dolor paraguayo” … Hojeemos el libro aún abierto del martirologio sin fin de nuestra raza y nada encontraremos que no fuera ruinas, ruinas gloriosas, ruinas sagradas, pero ruinas… Y si recorremos con nuestras miradas ansiosas de luz los horizontes de nuestra existencia presente, no acertamos a descubrir transparente claridad sino miseria, congoja, soledad y servidumbre… [...] Rafael Barrett, el inspirado bardo del dolor, [...] ha llegado a reproducir en sus matices más siniestros el horrendo drama de la tragedia mundial, el drama de Espartaco crucificado… (“Rafael Barrett y el ‘Dolor Paraguayo’”, Juventud, 1926).
En una especie de éxito póstumo del predicamento de Barrett, esta generación de estudiantes revolucionarios propició un acercamiento sin precedentes con el mundo obrero. Bajo sucesivas instancias coordinativas -el Comité de Acción Social (1923), la Universidad Popular (1928), el Comité de Obreros y Estudiantes (1928) y el Nuevo Ideario Nacional (1929), entre muchas otras- a lo largo de toda la década de 1920, obreros y estudiantes izquierdistas tendieron lazos como quizá nunca en ningún otro momento de la historia del Paraguay. Se trataba de un contexto de gran efervescencia y conflictividad social frente a un régimen liberal asediado y en crisis permanente, al que se consideraba “caduco”. Cientos de estudiantes se lanzaron entonces a la aplicación de las ideas de extensión universitaria a una escala absolutamente novedosa, repartiendo “la miel de su fraternidad”: se fundaron bibliotecas populares y se crearon escuelas para adultos o instancias de alfabetización en los locales de las federaciones obreras y en las barriadas populares, a la par que se conforman comités barriales obrero-estudiantiles (Quesada, 1985, p. 62).
Pero ¿qué representaciones del pasado tenían estos jóvenes paraguayos? Al igual que Rafael Barrett, su lectura puede ser considerada “disonante” frente a las narrativas tradicionales, pero sólo hasta cierto punto. En un contexto en el cual un aguerrido “nacionalismo lopizta” comenzaba a crecer en actividad en los círculos político-intelectuales derechistas, estos jóvenes estudiantes y obreros se posicionaron en la vereda de enfrente, asumiendo la tradición liberal-progresista y socialista de la que provenían. Y si bien compartieron la mayoría de los postulados “cretinistas” de principios de siglo, se distanciaron de ellos en algunos puntos claves, que analizaremos más adelante.
La lectura histórica del grupo, en principio, puede observarse en uno de los primeros manifiestos del movimiento estudiantil revolucionario (firmado por Oscar Creydt, Obdulio Barthe, Aníbal Codas y Cosme Ruíz Díaz), titulado “Nuestro Nacionalismo” (mayo de 1929). Sin perjuicio de su adhesión a la tradición liberal radical, los estudiantes procedían en dicho documento a manifestar un rompimiento claro con el régimen político liberal -“dictadura liberal”, “oligarquía inoperante”- al que se responsabilizaba de la crisis general del país, una de cuyas manifestaciones era el conflicto del Chaco que enfrentaba al Paraguay con Bolivia. En su interpretación de la historia paraguaya, el manifiesto reivindicaba las dos “revoluciones” paraguayas (1811 y 1870), que habrían liberado al país de gobiernos tiránicos, pero siendo “traicionadas” después por gobiernos autoritarios y dictatoriales. De la misma forma que las dictaduras de Francia y los López en el siglo XIX habían traicionado la revolución de independencia; la oligarquía liberal, una casta política incapaz e ineficiente, había traicionado los principios “libertadores” de la Constitución de 1870, vendido la “soberanía popular al oro extranjero” y cedido el Chaco al “invasor” boliviano. Había propiciado, por acción u omisión, un sistema “feudal” de explotación de los recursos del país, beneficiando a empresas extranjeras que esclavizaban a los trabajadores. El liberalismo, pues, se había agotado en su ideario, destruyendo el país en el proceso a través de sangrientas y funestas guerras intestinas. Los firmantes del manifiesto llamaban entonces a luchar por una auténtica revolución que restaurara el principio de la soberanía popular, “suprimiendo las oligarquías que nos gobiernan” y que abogara “por la defensa del solar nativo contra los enemigos de fuera, previa su reivindicación en favor del pueblo” (“Nuestro Nacionalismo”, 14/5/1929, AG-09-01-030).
Esta concepción -una suerte de jacobinismo radicalizado de inspiración anarquista- quedaría plasmada aún más notoriamente en el documento más importante del grupo, que tuvo el sugestivo título de “Nuevo Ideario Nacional: manifiesto a los trabajadores y hombres jóvenes de todos los partidos” (agosto de 1929), firmado no sólo por estudiantes revolucionarios sino también por obreros anarquistas. En éste se retomaban los planteos del manifiesto anterior (denuncia de la crisis política y moral del régimen liberal, devenido en “dictadura policial”, sometido a la política imperialista de los EE. UU. y dispuesto a entregar el Chaco a Bolivia) y se recurría a ciertos tópicos clásicos de los movimientos estudiantiles reformistas: la oposición generacional -frente a las generaciones caducas- y la referencia a un nosotros latinoamericanista, como parte un frente continental que se oponía al avance imperialista del capitalismo norteamericano y sus dictaduras serviles.
El grupo, que renegaba de la acusación de “comunista” y rechazaba las ideas marxistas (“punto de vista ampliamente superado”, “doctrina materialista, que no reserva ningún lugar al noble vuelo del espíritu, desoye las palpitaciones del corazón humano”), se reivindicaba parte de una “tradición” socialista “latina”: “elaboración amplificada y extensiva de la doctrina liberal proclamada por la Revolución Francesa y recogida por nuestra revolución de Mayo”. Reconocían como punto de contacto con la Revolución Rusa, a la que celebraban desde la distancia, “el común anhelo de redención social” y consideraban la doctrina marxista -materialista y economicista- como apta para aquellas realidades “asiáticas”, más no para la realidad latinoamericana, dónde la “nueva generación” rechazaba “todos los moldes o modelos de procedencia europea” y se ponía como misión “forjar o descubrir el espíritu de la América nueva, libre de ingredientes exóticos, bebiendo en las fuentes profundas de su tradición nativa, la visión de su destino propio y singular” (Nuevo Ideario Nacional, pp. 5-7).
Continuando con el tono esbozado en el manifiesto anterior, el documento trazaba una genealogía “socialista y liberal” a través de la propia historia paraguaya, iniciada con la revolución de los Comuneros en la época colonial y marcada especialmente por la Revolución de mayo de 1811 y la “segunda emancipación” de 1870, que se expresaba en los ideales de independencia y soberanía popular -representada por las experiencias comuneras y congresales-, emancipación de la servidumbre, limitación de la propiedad privada y distribución equitativa de la riqueza. La oligarquía liberal, denunciaban, destruyó la soberanía popular, se montó en una arcaica y feudal explotación económica basada en el latifundio que, al mismo tiempo, resultó servil al capitalismo extranjero y condenó a la mayoría de los paraguayos a la servidumbre y a la esclavitud. En consecuencia, el programa del Nuevo Ideario Nacional (NIN) proponía el establecimiento de un “nuevo orden” económico, consistente en una “socialización de la riqueza” en el que “el régimen individualista y egoísta” fuese “reemplazado por un sistema de cooperación y solidaridad”, en una suerte de “fusión y cooperación de todas las fuerzas económicas del país, sobre la base de libres cooperativas y sindicatos federalizados, constituyendo una totalidad orgánicamente coordinada” que multiplicara “la potencia colectiva de los esfuerzos individuales, desarrollando notablemente las energías productoras propias de la nación y preparando de este modo el terreno para una gran evolución industrial, independiente de la economía extranjera” (NIN, p. 32).
Este nuevo ordenamiento económico tendría su correlato en la esfera política con la asunción directa del poder por las masas insurrectas, desalojando a los “directorios de los partidos políticos tradicionales” y destruyendo las “camarillas políticas”. El sistema representativo parlamentarista sería reemplazado entonces por un sistema de gobierno de “democracia directa” basado en consejos o comunas libertarias, inspiradas en la “tradición comunera del Paraguay” y formadas por libres comunidades urbanas y rurales, asociadas a nivel nacional en un sistema federativo bajo el nombre de “República Comunera” (NIN, pp. 38-40).
No siempre enlazados de forma coherente, el NIN retomó viejos planteos presentes en la tradición anarquista del Paraguay (desde Rafael Barrett y la FORP, al acta fundacional del CORP) y los integró en un discurso “nacional”, que constituyó la base de un programa político intrínsecamente heterodoxo. Precisamente, el “socialismo” del NIN fue tanto “nacional”, como “libertario”; reinterpretando el internacionalismo en clave “nuestroamericana” y antiimperialista (congruente con el ambiente intelectual de los años veinte), no necesariamente antagónico a su planteo nacional. Supuso, además, una crítica “romántica” y “arielista” al “industrialismo y tecnicismo” de la “decadente” civilización europea, a la que opuso su propuesta de una sociedad basaba en pequeñas unidades agrarias:
…trabajemos en estrecha unión y colaboración, todos los hijos de la tierra paraguaya, por crear nuestra propia civilización, menos urbana e industrial, tal vez, que la de los países capitalistas, y por lo tanto, menos artificial, mecanicista y materialista que ésta, pero, en cambio más campestre y agrícola, más natural y humana, más libre y más hermosa… (NIN, p. 31).
De esta manera, la utopía pequeñoburguesa y artesanal del NIN proyectaba un mundo a su imagen y semejanza, constituido por pequeños propietarios rurales, campesinos y artesanos calificados gobernándose a sí mismos en un sistema de democracia directa y agrupados en un sistema económico de tipo cooperativo dónde no había lugar para las máquinas ni la gran industria.
Es precisamente en este punto en donde hay que posicionarse para comprender el ejercicio de memoria realizado por el NIN. La elección del nombre de “República Comunera” no era casual ni anecdótica. Protagonistas de una articulación de militancias obrero-estudiantiles de base como pocas veces se haya producido en el Paraguay contemporáneo, esta “joven generación” procedió a buscar en el pasado las raíces de sus propias inquietudes y de su propia propuesta de soberanía popular. Aunque algunas de las experiencias utilizadas como antecedentes son fuertemente discutibles en términos históricos, la motivación que subyace en su reivindicación es siempre la misma: se trata de acontecimientos en dónde el “pueblo” asumió el control de su propio destino, desembarazándose de las tiranías que lo habían oprimido y subyugado.
Y es aquí también donde las coincidencias con la narrativa liberal cretinista acababan bifurcándose. Para los cretinistas, el pueblo paraguayo, “cretinizado”, era incapaz de sobreponerse por sí mismo de su situación de heteronomía. Para ello, debía ser “civilizado”: esto es, debía erradicarse de él todo resto de “barbarie”. Por eso la educación castellanizadora para erradicar el guaraní, por eso la justificación del trabajo compulsivo para disciplinar a trabajadores “haraganes” o campesinos improductivos, etc. Para dejar de ser un “cretino”, el paraguayo debía ser aculturado, europeizado. Para los jóvenes del NIN, al contrario, la Europa de la década de 1920 había dejado de ser un faro civilizatorio. Y el pueblo paraguayo debía encontrar la fuerza para sobreponerse a su situación en su propia historia. Allí estaba, pues, la “tradición comunera del Paraguay”.
Pero los jóvenes del NIN no se limitaban a la apelación de la tradición autonómica de carácter criollo. En su apartado más original, sin duda, el documento apelaba también a una suerte de reivindicación “étnico-telúrica” de la que no existen antecedentes en el país, inspirada en el antiimperialismo vitalista propio de la década de 1920 y que podemos relacionar con el planteo “indoamericano” de Víctor Raúl Haya de la Torre. En las palabras del documento, la “alianza nacional libertadora” que debía llevar adelante la revolución, implicaba también la “restauración del alma nativa”, la “irrupción violenta y súbita” de las “capas inferiores de la sociedad” protagonizando entonces “el renacimiento del espíritu legendario y ancestral de la raza, que dormita quietamente bajo el peso agobiador de una secular opresión”. Se trataba de una nación oprimida bajo el yugo del elemento extranjero o mestizo, heredero de la conquista. Así,
…nuestra revolución tendrá el sentido de una sublevación del elemento típicamente guaraní o americano, conservado latente en la gruesa masa del pueblo, contra el predominio del espíritu europeo o ariano, representado por la burguesía, o sea, la clase propietaria, y por la casta gobernante… (NIN, pp. 45-46).
Esta representación “telúrica” del NIN lo acercaba, hasta cierto punto, a los nacionalistas. Ciertamente, la idea de un pueblo sometido a una casta foránea o “antinacional” era un planteo muy caro al nacionalismo antiliberal, pero en este caso los jóvenes del NIN radicalizaron el argumento “guaranizando” al Paraguay de una forma que los nacionalistas nunca estuvieron dispuestos a hacerlo. Los ideólogos del nacionalismo paraguayo eran partidarios, más bien, de la teoría del “mestizaje armónico” hispano-guaraní y muy reacios al reconocimiento del pasado indígena. El NIN, en su apuesta revolucionaria, no encontraba problema en ello, lo que resultaba cuanto menos curioso si nos ajustamos al hecho de que se trataba de jóvenes estudiantes y obreros de cultura y actividad mayormente citadina.
Sea como fuere, esta recuperación de lo guaraní en lo paraguayo estaba destinada más que a las comunidades indígenas guaraníes, todavía fuertemente “desconocidas” por el público letrado paraguayo, a la reivindicación del campesinado y de la lengua que lo identificaba. Si ya Rafael Barrett había defendido el uso de la lengua guaraní frente a los detractores liberales de su tiempo, los jóvenes del NIN fueron más lejos: buena parte de los manifiestos, volantes, boletines, etc., del movimiento se publicaron en formato bilingüe, y no pocos de los intelectuales y artistas vinculados al grupo participaron en distintos proyectos editoriales en la lengua materna.
La experiencia socialista libertaria del NIN no logró sostenerse en el tiempo. Fracasado el movimiento revolucionario desarrollado a lo largo del año 1931, sus militantes sufrieron la cárcel, la dispersión y el destierro. Entrados ya en el contexto del estallido de la guerra del Chaco (1932-1935), se reorganizaron en el exilio bajo la dirección de la Internacional Comunista, dando lugar a la conformación de un renovado Partido Comunista Paraguayo. Este tránsito del anarquismo al comunismo estuvo acompañado, paralelamente, de un cambio fundamental en sus representaciones de la historia del país. Durante aquellos años, la izquierda paraguaya asumió sin grandes contratiempos los cambios ideológicos operados durante la guerra y se sumó a las filas de una lectura nacionalista y “revisionista” del pasado paraguayo, aunque en una interpretación bastante alejada de las propiciadas por el nacionalismo derechista que imperaba en el ámbito castrense.
En este tránsito de la izquierda paraguaya hacia posiciones nacionalistas influyeron varias cuestiones. En primer lugar, resulta imposible dejar de mencionar la fuerte exaltación patriótica que embargó a la sociedad paraguaya durante los años de la guerra: la izquierda no se mantuvo indemne al respecto, viéndose sensiblemente afectada por el entusiasmo de las masas incluso antes del estallido del conflicto. En segundo lugar, la dirigencia comunista, que había pasado a hegemonizar el espacio de la izquierda paraguaya, procedió a aglutinarse en torno a la figura heroico-nacionalista del soldado excombatiente del Chaco, lo que implicó el abandono o silenciamiento de su propia militancia antibélica anterior y de sus discursos contrarios al militarismo belicista hasta cierto punto. De esta manera, las representaciones del pasado se vieron afectadas por los compromisos políticos del presente. Finalmente, la experiencia de la represión del régimen liberal y la guerra del Chaco implicó una ruptura prácticamente definitiva de la izquierda paraguaya con la tradición liberal de la que había abrevado con anterioridad y que en cierta manera ya se encontraba latente desde la década de 1920. Esto se manifestó en una revisión de sus interpretaciones no sólo de las razones y el contenido de la guerra contra la Triple Alianza, sino también de los regímenes “tiránicos” del siglo XIX, que comenzaron a ser reivindicados en términos progresistas, especialmente por sus políticas soberanas en materia económica o política. En dichas interpretaciones se hicieron notables influencias soviéticas y de la experiencia del nacionalismo revolucionario mexicano contemporáneo.
Conclusión
El objetivo de este artículo fue analizar una serie de relatos de memoria histórica desarrollados por el anarquismo paraguayo en las primeras décadas del siglo XX. Se trató de ejercicios de memoria destinados a independizar a las clases subalternas de los relatos hegemónicos propiciados desde la clase dirigente y encauzarlos en proyectos de emancipación política e ideológica en el presente.
Estos relatos, condicionados por las limitaciones y debilidades de los propios sectores sociales y políticos de los que provenían, intentaron construirse como alternativas de interpretación histórica y propusieron otro tipo de imaginarios y representaciones del pasado, más acordes con una perspectiva democrática y popular del Paraguay.
La reivindicación del veterano por Rafael Barrett se orientó a partir de la búsqueda de una cura para la “postración moral” que observaba en el país, originado por la catástrofe de la guerra “castradora” y aniquiladora. Barrett encontró en la generación de los veteranos, prácticamente “olvidados” por la memoria colectiva dominante, el “eslabón perdido” de las tradiciones culturales y artesanales que le sirvieron como representación de otro Paraguay: no postrado sino “fuerte”, no humillado sino orgulloso, no “degenerado” sino con la vitalidad necesaria para transformarse en el dueño de su propio destino. Los veteranos no eran héroes ni cretinos, como se los representaba desde la clase dirigente, sino sobrevivientes. Pero Barrett vio en ellos, además, a hombres libres, que defendieron su hogar y pagaron un costo altísimo por ello.
La “joven generación” de estudiantes y obreros aglutinados en la experiencia del NIN a finales de la década de 1920, por su parte, procedió a reivindicar la “tradición comunera del Paraguay”. Si para Barrett lo importante era superar la depresión moral del país a través de la figura del veterano, para los jóvenes del NIN se trataba de encontrar en la memoria histórica del país tradiciones de autogobierno y movilización popular que sirvieran de respaldo a su propio proyecto y experiencia “comunalista”. Su ejercicio de memoria estaba destinado entonces a la construcción de un imaginario jacobino de “democracia popular”, campesina, representada en la figura de los “comuneros”: hombres libres que decidieron rebelarse contra la tiranía oligárquica asumiendo directamente sus derechos políticos y decidiendo activamente sobre su propio destino.
El hilo conductor que une ambos relatos se encontraba, precisamente, en la abierta intención de otorgarle al pueblo trabajador, obrero y campesino, una agencia que se le negaba desde los discursos oficiales, que lo consideraban siempre un sujeto pasivo a ser “civilizado” como ciudadano productor-consumidor o celebrado como soldado, mientras era explotado inescrupulosamente. La narrativa anarquista se proponía, entonces, emancipar al pueblo trabajador de estas formulaciones, elevándolo a la categoría de hombre libre, dueño de sí mismo, y transformándolo en “sujeto político” (real y no sólo en el papel de la Constitución), capaz de asumir la dirección del destino del país, como ya lo había hecho, se postulaba, en otros momentos de su historia.
Estos relatos alternativos tuvieron un alcance muy limitado, sobre todo a largo plazo, en tanto condicionados por proyectos sociales y políticos que no lograron sostenerse en el tiempo, víctimas de la inestabilidad política y de la represión. Es difícil dimensionar cuánto perdió la izquierda paraguaya con la adopción del nacionalismo a partir de la década de 1930, a pesar de que muchas de sus representaciones lograron sostenerse en aquel nuevo escenario, especialmente en el relato histórico comunista. Es posible asegurar, sin embargo, que estas representaciones no estuvieron en condiciones de competir con el relato nacionalista oficial, militarista y autoritario, que logró imponerse en el Paraguay y sedimentarse fuertemente en la memoria colectiva del país. En este sentido, entonces, recuperar estos imaginarios y representaciones históricas realizados por el anarquismo paraguayo supone un auténtico ejercicio de historia a contrapelo que nos sirve para reflexionar sobre las sinergias entre la memoria colectiva, la escritura de la historia y los usos políticos del pasado.